La aventura de matar como único espada seis
toros de Victorino se torna en
desdichada odisea. Tres toros pésimos y tres de buen trato. Pero ni un
detalle del torero de Salteras.
BARQUERITO
Fotos: EFE
MUY ELEGANTEMENTE vestido de nazareno y oro, El Cid asomó a
las siete y poco por la puerta de cuadrillas al frente de sus tropas y las
asistencias. La ovación de saludo se dejó oír a modo. Único espada, seis toros
de Victorino. Rotas las filas, la ovación se reprodujo multiplicada y El Cid
tuvo que salir al tercio y corresponder montera en mano. Fueron casi las únicas
palmas que pudo escuchar a lo largo de una tarde que del cuarto toro en
adelante se vivió más como un naufragio que como una odisea de final feliz.
Dos
brindis –el del primer toro a gente amiga del tendido 7 y el del tercero al
público- se subrayaron con aplausos. Y algunos detalles, muy contados, de la
primera de esas dos faenas brindadas. El único de los seis trasteos seguidos y
atendidos con un silencio de gala y en clima expectante. De las dos cláusulas
obligadas de una corrida de único espada –la brevedad y la variedad-, El Cid
solo cumplió con la primera, pero a la fuerza.
Los tres
últimos toros de una desigual corrida de Victorino aprendieron, se enteraron,
se frenaron, defendieron y revolvieron, se apoyaron en las manos y arrearon
estopa. Ninguno de ellos sacó siquiera la listeza ni el instinto predador de
peligrosos victorinos que Francisco Ruiz Miguel bautizó hace cuarenta años como
“alimañas”. Puestos por delante, con la antena en el bulto y no en el engaño,
la cara arriba y la mirada desparramada. Habría bastado con que El Cid abreviara en el más noble y taurino sentido
del término. Toreo sobre las piernas, de castigo, tres faenas de aliño y
recursos.
Solo que
antes de abrirse la caja de los truenos de esos últimos toros, ya había dado El
Cid muestras de cuánto y cómo le pesaba la tarde. Los toros de trato, los tres
primeros, habían agotado el cupo y reservas de frescura imprescindibles para
afrontar un empeño tan arduo que al arrastre del cuarto parecía misión
imposible. La cosa vista para sentencia. Es probable que ni el ganadero ni el
torero de Salteras contaran con que el trago más amargo fuera el último.
Dos
tragos o tres, esos tres toros que fueron los de mayor calibre y cuajo. Con el
último El Cid llegó a perder los
papeles. No había más idea que la de protegerse encima del toro y al hilo, y se
estuvo mascando la cornada. El ambiente primero casi de fiesta se había tornado
hostil, con la excepción de los fieles a la causa. Durante el tercio de
banderillas del cuarto –el toro, a la espera y cortando- se desató una gresca
en toda regla. La resaca de la bronca estuvo latiendo hasta el arrastre del
sexto. Cayeron unas cuantas almohadillas desde tendidos de sol antes de que El
Cid abandonara la plaza.
La
brevedad: poco más de hora y media para despachar seis toros. Pero no la
variedad indispensable. Ni siquiera en la primera mitad de corrida. Ni un solo
quite. El Cid estuvo obsesionado de principio a fin con la idea de dar capa a
todos los toros. Capa y más capa, y más y más, como si la cuestión fuera no
tanto tomar la temperatura o medida de un toro de salida como pretender
domarlo.
“¿Tauromaquia
moderna? ¡Qué asco…!”, exclama de cuando en cuando, con más o menos motivo, una
voz anónima de una andanada de sol y sombra de la plaza de Madrid. La falsa
doma, por ejemplo, que fue esta vez no árnica sino una manera de poner en aviso
a los toros y orientarlos. Tanto en los toros de trato como en los intratables
El Cid apostó casi en exclusiva por las distancias cortas y hasta el mejor de
la corrida, el primero, protestó al sentir al hombre encima.
Los
aceros –la espada larga y el verduguillo- han sido arma bien manejada por El
Cid hace ya años. Todavía está viva la leyenda infundada de que la espada era o
es su cruz. Para desmentir la leyenda, en fin, la prueba de esta aventura
frustrada. Seis toros y solo tuvo que pasar El Cid siete veces. Siendo como es
uno de los tres más certeros del escalafón con el descabello, solo con cuarto y
quinto se vio obligado a usarlo hasta tres veces, pero en las dos primeras a
toro sin descubrir.
Un fallo
inexplicable: a El Cid se le fue la mano al matar al primero y el metisaca
debió de ser tan bajo que el toro rodó al poco sin puntilla. El meticasa fue
borrón y no rúbrica de una faena que estuvo en realidad casi entera en el
alambre. La velocidad del toro fue soberbia durante las tres primeras tandas.
No se acopló a ese ritmo El Cid, que acabó perdiendo pasos y, sin que se
percibiera demasiado, renunciando. Fue la ocasión perdida. Un triunfo
habría podido cambiar el signo de la
tarde.
El
segundo de corrida, noblito y sin fuerza pero manejable, fue castigado por
capotazos sin cuento. El Cid pretendió torear y componer sobre la inercia. Sin
convicción. La última bala fue el tercer toro, degollado, muy asaltillado y con
muchos pies. Lo picó arriba y certero Paco María – ¡gran feria de los jóvenes
varilargueros de Salamanca!- y solo por un instante pareció que El Cid iba a
estar en su salsa y encontrar luz a mitad del túnel. Tras el brindis desde los
medios, un cite de largo, el viaje rotundo del toro y su seria repetición.
¿Ahora y entonces? La muleta retrasada no convino, la faena se puso farragosa y
el primer silencio aquél de expectación y respeto pasó a ser el runrún de
moscardón de tantas tardes de toros en Madrid. Y esta no fue de las mejores,
desde luego. Ni de las que se olvidan al día siguiente.
FICHA
DE LA CORRIDA
Madrid.
29ª de San Isidro. Veraniego. Lleno. Hora y tres cuartos de función.
Seis
toros de Victorino Martín.
El Cid actuó como único espada.
Silencio en los tres primeros, pitos en los tres últimos.
Sobresalientes: David Saleri y Jeremy Banti. Buenos puyazos de Francisco María y Tito
Sandoval a tercero y sexto. David
Pirri, herido por el cuarto al banderillear. Cornada menos grave de 15 cms.
en la axila derecha.
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