José
Gómez Ortega, la mayor figura de su tiempo, murió en Talavera de la Reina el 16
de mayo de 1920, ahora hace un siglo
@ardelmoral
Diario EL
CORREO DE ANDALUCÍA
Madrid, 15 de mayo de 1920. Día de San Isidro. En
la plaza de toros de la carretera de Aragón, donde hoy se levanta el Palacio de
los Deportes, no cabía un alfiler. Pero el ambiente se podía cortar con un
cuchillo. En el ánimo del aficionado pesaba la presunta espantada de Joselito,
que había modificado su compromiso inicial con la empresa del ruedo de la corte
para estar al día siguiente en Talavera. Se trataba de una operación urdida con
su cuñado Ignacio Sánchez Mejías para congraciarse con el crítico Gregorio
Corrochano, que llevaba azotándole sin piedad en las dos últimas campañas.
Gallito había prometido ajustar una nueva fecha, pero había otras
circunstancias que habían contribuido a caldear el ambiente. La principal era
la ausencia de la anunciada corrida de Albaserrada. Los toros habían sido
desechados por los veterinarios pero no tardó en propagarse el rumor de que el
propio Joselito los había rechazado por un hipotético exceso de trapío que no
era tal. Fueron sustituidos por un envío de Carmen de Federico que, para más
inri, acabaría saliendo inválido y hasta con sospechas de enfermedad.
José hizo el paseíllo junto a Juan Belmonte e
Ignacio Sánchez Mejías mascando aquellas iras. Los colosos pudieron apreciar
esa animadversión al llegar al patio de cuadrillas del viejo coso de Goya donde
no faltó un desagradable desencuentro con un espectador que terminó entre
insultos. Aquel tenso momento causó una honda impresión en Joselito, que hizo
un aparte con Belmonte, su rival e íntimo amigo, cuando se serenó el ambiente:
“Lo mejor es que dejemos de torear en Madrid una temporada larga...”.
La corrida transcurrió en medio de una auténtica
escandalera adobada por el ambiente enrarecido que la había precedido. Pero el
mosqueo subió de tono por el pésimo juego de los antiguos ‘murubes’, ya en
manos de la familia Urquijo por mediación del propio Joselito. Joselito, viendo
que el primero no se tenía en pie, ordenó apuntillarlo sin llegar a montar la
espada mientras se formaba una auténtica galerna. Un almohadillazo le golpeó el
brazo y el alma. Al final torearía dos sobreros: uno de Salas y otro de Medina
y Garvey. El cuarto y el quinto también fueron devueltos en medio de la rechifla
general. El diestro de Gelves –recogen las crónicas de la época- quiso
congraciarse con el público en el último toro instrumentado un vistoso quite
por delantales. En el Sol salió una voz que acabó de sentenciar el
despropósito: “¡Diez mil pesetas por un quite: ladrón!”. Corrochano, fiel a su
estilo, no perdió la oportunidad dictando una crónica en ABC que, parafraseando
al todopoderoso Guerrita, tituló ‘Habéis estao fatales’...
Anochece en Madrid
Joselito cenó aquella noche en El Restaurante
Bilbaíno y compartió sobremesa con su cuñado Ignacio, un tal Darío López
–apoderado del banco Urquijo- y el influyente crítico y futuro ministro César
Jalón, que firmaba sus escritos taurinos con el sobrenombre de ‘Clarito’. Él
también había publicado una crónica en El Liberal con un titular que rezaba:
‘El peón Josele apuntilla en los medios al toreo moderno”. Su valioso libro de
memorias arroja luz sobre algunos detalles del final de aquel día frustrante
que el diestro de Gelves –al que aún le duraba el sofocón- prolongó llevándose
a un grupo de amigos a su casa de la calle Arrieta. En aquella reunión,
posiblemente, figuraba el gran escultor Mariano Benlliure -¿o fue durante la
tensa espera del festejo, mientras recibía los admiradores antes de vestirse de
luces?- El creador valenciano, a sus cincuenta y siete años, era una figura más
que consagrada de las Bellas Artes. Joselito le dedicó una fotografía que no
admite dudas: “A Mariano Benlliure, José Gómez Gallito; 15 de mayo de 1920”.
Entonces no podía saberlo, pero le estaba dedicando un retrato al autor de su
mejor epitafio, fundido en bronce...
El viaje a Talavera
José, a pesar del trasnoche y el disgusto, se
levantó temprano el 16 de mayo de 1920. La tropa de toreros y acompañantes
había quedado en la madrileña estación de Delicias para hacer el viaje a
Talavera de la Reina. Llegó el primero. Le acompañaba su hermano Fernando y
toda la cuadrilla. Se fue sumando el resto de la partida: Leandro Villar
–empresario ocasional del festejo-, Peris Mencheta, el propio Gregorio
Corrochano... Faltaba Ignacio Sánchez Mejías y su gente que llegaron tarde, con
el tren a punto de salir, visiblemente sofocados después de haberse peleado con
unos borrachos trasnochadores que les habían insultado por los malos resultados
de la corrida del día anterior.
Llovía sobre Madrid por la mañana y seguiría
lloviendo después hasta el punto de provocar la suspensión del festejo previsto
para la tarde, el mismo que Joselito desistió de torear para ir a Talavera.
Pero la corrida de la localidad toledana, con el variopinto grupo metido en el
tren, seguiría hacia adelante. No faltaron nuevos incidentes en los que la
novelería –a toro pasado- quiso adivinar el fatal destino de aquella máquina de
vapor. El más sonado fue en Torrijos, donde el tren paró y bajaron a comprar comida.
Un “palurdo”, escribiría después Corrochano, trató de arrebatar un pan a
Joselito que en el forcejeo acabó arrojando al sujeto contra un velador que
resultó hecho añicos. Hubo que pagar el estropicio mientras el tren acumulaba
retraso. Pero el cronista de ABC aprovechó el lance en su crónica posterior
para seguir echando balones fuera al asegurar que Joselito, apercibido de la
preocupación de su amigo Leandro Villar por la lluvia que repiqueteaba en las
ventanillas, le tranquilizó diciendo: “No te apures Leandro, que para que se
suspenda tiene que caer el diluvio. Desde que me he enterado de que mi padre
inauguró esta plaza, soy capaz de pagar lo que pidan por torear en ella”. Que
cada uno saque sus propias conclusiones...
Una plaza hasta los topes
Pero el tiempo sí dio tregua en Talavera. El
público, que llenaba la plaza hasta los topes, dedicó una tremenda ovación a
los toreros. Oficiaba de sobresaliente un tal Cuchet que acabaría como
rejoneador por ruedos americanos. Joselito e Ignacio hicieron el paseíllo con
ambiente de fiesta aunque la dura y correosa corrida de la tía de Corrochano
–la célebre viuda de Ortega- no quiso sumarse al jolgorio que se vivía en los
escaños cuando sonaron los clarines. Joselito, vestido de grana y oro, brindó
el primero –según el testimonio de Corrochano, único revistero presente en
Talavera- con la ceremonia que se estilaba en la época: “Brindo por el presidente,
por su distinguido acompañamiento y por el pueblo de Talavera, adonde tenía
muchas ganas de torear, porque esta plaza la inauguró mi padre, por cuya
memoria brindo también”. La presunta transcripción del brindis por parte del
cronista no deja de ser una manera de seguir abonando su propio terreno,
desligándose –como veremos en un reportaje posterior- de cualquier
participación en la gestación de aquella corrida que había sido montada,
jugando con la vanidad del crítico, para cesar su campaña de descrédito contra
Joselito.
El quinto se llamaba ‘Bailaor’. Era chico y
terciado; también cornicorto y seguramente estaba reparado de la vista. Fue tan
malo como el resto y mató todos los caballos con los que topó, narraría
Corrochano en la crónica publicada en ABC el 18 de mayo de 1920 en la que
presume de ¡complicidad! con el mismo torero al que llevaba fustigando sin
recato los dos últimos años. El cronista, arrobándose un insólito papel
protagonista en medio del ocaso del ídolo, afirmaba que le había indicado a
Gallito que el toro no le agradaba. “Uno de tantos comentarios mudos como
Joselito y yo hacíamos en las corridas” afirmaba sin el más mínimo rubor el
periodista en una crónica que quería convertir, de alguna manera, en un
exorcismo de sí mismo.
La cornada y la muerte
José tuvo que bregar mucho con ‘Bailaor’ hasta el
punto de que se le acabó soltando la faja. Desistió de banderillear y tomó
espada y muleta. El toro se había parado en el tercio, refugiado a las espaldas
de su marcada querencia a las tablas. No terminaba de emplearse en la muleta de
Joselito que trataba de sacarlo de sus querencias con pases de tirón. El matador,
en un descuido, tomó distancia del animal mientras trataba de rearmar la muleta
advirtiendo a sus banderilleros Blanquet y Cuco que le dejaran con él. El bicho
–como suele pasar con los toros burriciegos- advirtió su presencia en la
distancia larga y se arrancó como un obús sin darle tiempo a nada. Le pegó una
cornada en el muslo y lo echó por los aires clavándole el pitón en la barriga.
Cayó al suelo y el toro rebañó sin poder alcanzarlo. José se contrajo pero aún
sacó fuerzas para quedar sentado. Le había abierto la barriga y sostuvo con sus
propias manos las tripas que se derramaban de su vientre mientras las miraba
sabiendo, mejor que nadie, lo que eso significaba.
Llegados a este punto, Corrochano sigue adoptando
en su crónica un papel de increíble protagonismo en medio de la tragedia:
“Cuando le incorporaron me miró con cara de angustia, y me señaló con la mano
la ingle, al mismo tiempo que se recogía los intestinos, que le asomaban”. Las
asistencias lo levantaron mientras se desvanecía invocando al doctor Mascarell,
cirujano de la plaza de Madrid. Acababa de entrar en un colapso del que no
lograrían sacarle los médicos locales ni los que, presentes en la corrida y
apercibidos de la tremenda gravedad del percance, se presentaron en la
enfermería. Leandro Villar salía disparado hacia Madrid en busca del tal
Mascarell mientras en aquel cuarto de curas se empezaba a luchar contra lo
imposible. Corrochano, en su crónica, hablaría de sueros, inyecciones de
cafeína, alcanfor para tratar de revocar el colapso... Todo fue en vano. José
llegó a reaccionar en uno de esos intentos de reanimación para terminar cayendo
en el sopor definitivo.
El parte médico firmado por el doctor Luque era
también un certificado de lo irremediable: “herida en el vientre y región
inguinal derecha, con salida de epiplón, intestino y vejiga, shock traumático y
probable hemorragia interna, de pronóstico gravísimo, y otra herida grave en el
muslo derecho”. Pero Joselito aún iba a tardar en morir mientras Ignacio
Sánchez Mejías lidiaba el sexto con arrojo, en medio de un clima de gran
consternación. Cuando le dio muerte corrió a la enfermería con un íntimo y
fatal presentimiento mientras se desencadenaba la tragedia. José estaba
expirando. Antes de las seis y media de la tarde todo se había consumado y el
público, advertido del terrible desenlace, abandonó la plaza conmocionado
mientras se hacía un espeso silencio en toda la población que celebraba el día
de su patrona, la Virgen del Prado, en aquella tarde de mayo.
Los telegramas –el medio de comunicación más
inmediato de la época- no tardaron en llevar a Madrid la noticia de la gravedad
primero y de la muerte después. Rafael El Gallo, aturdido y sin conocer aún el
terrible desenlace de la tremenda cogida, voló hasta Talavera en el coche de
Isidoro Fernández de la Mora que sólo le comunicó la verdad que ya sabía de
antemano cuando quedaban pocos quilómetros para la población. Mientras tanto,
ajeno a aquel desastre, Belmonte andaba entreteniendo aquella tarde perezosa y
lluviosa, jugueteando con un novedoso pasatiempo de mesa y haciéndose acompañar
de la variopinta tropa habitual en su domicilio madrileño de la calle Lista.
Antonio Conde, su mozo de espadas, ya había recogido algunos rumores en la
calle pero no terminaron de hacerle demasiado caso. Fue el propio Clarito –que
no había asistido a Talavera- el que irrumpió en el piso confirmando la
noticia. Con las inéditas, sinceras y espesas lágrimas de Juan se derramaba
también la Edad de Oro. Era el ocaso de un dios.
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