Ignacio Álvarez Vara “BARQUERITO”
Especial para VUELTA AL RUEDO
ESTÁ POR SABERSE de cierto lo que en los
barrios viejos de Madrid se ha llevado por delante la pandemia. Los datos y las
cifras de los tanatorios son abrumadores, pero no se detallan. Tampoco se trata
de contar las muertes por barrios. En cuenta entran comercios y garitos. Dos
días después de haberse aliviado las restricciones, los hay cerrados todavía.
El Escaldón no ha abierto ni la puerta ni las ventanas de marco amarillo que
parece siempre recién pintado. Es privilegio de ese color.
Tampoco
ha tendido sillas ni mesas en su porción de terraza frente a la iglesia de San
Pedro. Un bidón pintado en franjas de amarillo, azul y blanco –el tricolor de
la bandera de Canarias- sigue sirviendo de reclamo. El bidón hace las veces de
mostrador de calle. (Acabo de volver del paseo de las 7 y rectifico: terraza de
cinco mesas, sillas metálicas azul cobalto de brazos y rejilla, lleno. Y dos
macetas en el bidón, creo que de agave).
La
Taberna de los Austrias y el Kairós, los dos locales vecinos, plantaron ayer
sus reales. A las ocho de la noche tenían clientes. (Y ahora serán más). El
chino de la travesía del Nuncio, lo mismo. Se llama Juan Sin Miedo. Y ya no es
propiedad de la primera empresaria china que aterrizó por el barrio hace
veintitantos años y se puso a comprar a precio bajo locales en abandono y
decadencia. Entre ellos, el Café del Nuncio, que era un ultramarinos en el
esquinazo de Segovia y la travesía, frente al dispensario Azúa, que es el
Centro de Salud del distrito, y con vistas al falso ábside de San Pedro el
Viejo.
El
dispensario es un edificio de estilo segoviano, o sea, con fachada esgrafiada,
graciosa, y balcones muy luminosos. En la consulta del doctor Saniger, mi muy
querido médico de familia, a los pacientes nos cegaba el sol de cara. Un regalo
en las consultas de las 3 de la tarde en invierno y otoño. En primavera había
que entornar las lamas de la persiana veneciana.
Cuando se pudo elegir médico, la consulta de Saniger hizo pleno. El ojo
clínico, la mirada bondadosa, la paciencia.
Pero
cuando se convocó el concurso para tener plaza fija, el doctor tuvo que cambiar
de destino por conciliar su vida de familia y se nos fue al centro de Aluche,
al de General Fanjul. Allí fue un día a verle y no a que me viera él a mí. En
la espera de la consulta del Azúa no había día en que los pacientes no
lamentaran su marcha. La lloraron sin consuelo. ¿Y usted cree que volverá algún
día? Muy difícil. Casi imposible. Se puede elegir y cambiarse o intentarlo, a
Aluche, a la antepenúltima parada del 17, antes de llegar al Parque Europa.
Pero es una hora de viaje en autobús y también allí se ha saturado su consulta.
Y todos se curan. El apellido Saniger es alemán. De familia descendiente de la
primera repoblación alemana de Sierra Morena durante la intendencia de Olavide.
Y, además, los rasgos –la cabeza, los ojos azules, el cabello rubio, el tono de
voz- son prueba de sangre. Su padre era médico rural en un pueblo de Jaén, y
creo que su abuelo también.
La
terraza del Café, en la escalinata de la travesía, tan llena como la de El
Escaldón, pero castigada por los autobuses y el tráfico de la calle Segovia. Si
no se hubiera desfigurado más de la cuenta, el Café tendría su encanto. La
china –en el barrio la llamaban así, sin más, como si hubiera solamente una en
su gremio y en su género- se dejó aconsejar por un decorador extravagante y el
salón parecía un café cantante de los años veinte. Sin cupletistas. Una noche
de invierno estaba en el velador contiguo al mío llorando muy desolada Ana
María Matute, la novelista, en compañía de su hijo y su nuera. Llorar de
sollozo.
El
café era del bueno. Los veladores, muy incómodos. En cambio, las sillas, de
madera, de brazos y de recoger bien la espalda, eran pura ergonomía. Siempre
que no cruzaras las piernas. La estrategia comercial de un empresario chino
inteligente consiste en hacerse la competencia a sí mismo, en poner dos bazares
en la misma calle, uno enfrente del otro, y, si no, en la misma acera. No es
una fórmula ortodoxa. Tampoco la ruleta rusa. Es una aventura.
En
la calle de Juanelo, que va el Rastro hasta Mesón de Paredes y en la senda
apacible para desembocar en Tirso de Molina, los negocios chinos de ropa, diez
o doce o más, quebraron de un día para otro. Todos a la vez. Un inspector del
polígono Cobo Calleja, la central de la industria china en Fuenlabrada, había
pasado dos semanas antes de la quiebra. No le gustaría. Pero para los vecinos
era fascinante el espectáculo de los empleados descargando género y arrastrando
carretillas de cajas y bobinas en silencio.
Las
puertas de San Pedro están abiertas mañana y tarde. En la antecámara se exponen
los preceptos de entrada: la mascarilla para todas las visitas y la separación
salvo casos de dependencia. El día de la semana de mayor concurrencia es el
viernes, y el primero de marzo, el de las colas más nutridas. Es la fecha del
besapiés de la imagen del Cristo, de Jesús el Pobre, que tiene fama de
milagrero y cientos de devotos de otros barrios. Este año, siete días antes de
la declaración del estado de alarma, se suspendió la visita. Tampoco salió en
Jueves Santo la procesión, que con los años ha ido imitando más y más el patrón
de las hermandades, las cofradías y los desfiles de Sevilla.
La
calle del Nuncio, toda peatonal, tiene su acento sevillano, un lejano parecido
solamente. Cuando la procesión alcanza las viviendas de vecinos de la calle,
entre Puerta Cerrada y la travesía del Almendro, se suele bailar al Pobre
mientras la banda de música ataca una pieza del repertorio de marchas andaluzas
de procesión. Dos veces se baila al Cristo solo en ese tramo. Se celebra más la
segunda parada que la primera. Las dos se suceden sin apenas tregua ni
distancia. Los balcones de más fronda son los del primer compás, pero en el
segundo tiene el paso que tomar la curva de la tintorería y, nada más
salir de ella, sortear el primero de tres alcorques donde se plantaron
ligustres que han ido creciendo con el paso de los años.
La
baza no es sencilla. La gente se pega a las paredes arracimada y la senda se
estrecha tanto que la maniobra se hace compleja. Lo difícil, lo que la gente
más celebra, es la salida del templo a las seis de la tarde. Hay que sacar el
paso casi en cuclillas porque el ajuste del palio con el dintel de portada no
supera los dos palmos. La operación es de riesgo y se ensaya. Pero este año ni
siquiera pudo ensayarse la salida, que la tarde del Jueves Santo se hace con la
plaza abarrotada.
Cuando
vine a vivir al barrio, la procesión del Pobre hacía honor a su apodo popular.
Ni palio ni banda de música. Solo una banda de cornetas y tambores, que sigue
siendo atributo de la marcha pero en segundo plano. Ensayan con fe unos cuantos
días de invierno. En una sala de la iglesia o en la calle. Música chirriante,
entre militar y festiva. Trompetas que suenan desafinadas. No son la de la
Filarmónica de Viena. Ni siquiera parece el mismo instrumento.
En
el tramo de la tintorería había tres terrazas que ahora son dos, y de un mismo
dueño. La otra, una franquicia de panecillos y cervezas, Los cien no se qué, cerró
a principios de año. La de la franquicia generaba demasiados ruidos y desechos.
El meandro de la calle propicia un corredor de viento suficiente para sembrar
la calzada de servilletas y patatas fritas que vuelan. La llamada fase uno de
la llamada desescalada ha prohibido el uso de servilleteros y servilletas de
papel en las terrazas, pero no las patatas fritas. Solo una de las dos terrazas
licenciadas abrió ayer. La menor de las dos. Es terraza de restaurante y no de
bar, y ha estado vendiendo para el teicagüey de lunes a viernes platos del día.
Del tipo de las lentejas con setas y fuá, por ejemplo. De 12 euros para arriba.
Hace un rato, y todavía, reunión numerosa de gente joven sin protección ni
guardando distancia. Hablan altísimo.
En
restaurantes de la zona de Cascorro los precios han sido durante la emergencia mucho
más baratos que los del comedero de Nuncio, y los menús, bastante más sencillos
y lógicos. La oferta del Malacatín, en la calle de la Ruda, no ha pasado de los
seis euros y ha entrado en el cupo de la cocina casera de arroces, pucheros,
albóndigas y croquetas de carne de cocido. La de La Capricciosa, el siciliano
de la calle Maldonadas, igual. No solo la pizza, la de verdad, sino lasagnas y
canelones de carne o verdura, y postres tradicionales caseros. No es un lugar
hospitalario en apariencia, pero la jefa y su gente tienen gancho, la comida
gusta y el restaurante funciona. El Brote, célebre por su cocina de setas, muy
prestigiado, no ha entrado en las ofertas de comida de encargo para llevar.
Normal. El bistró de la esquina con Cascorro, l’Adoré, no se ha complicado la
vida. La carta de raciones del Bar A Vins de la cabecera del Rastro, muy
tentadora, abundante. De los asiáticos
vecinos no puede decirse lo mismo.
En
la plaza de la Paja se han plantado ya dos terrazas. Ayer, apenas nadie. Haré
una segunda visita dentro de un rato. Los amigos venezolanos del Domi me
contaron de acera a acera que la semana que viene montarán terraza con licencia
nueva. Se supone que La Malaje hará lo mismo. Y El Tío Timón, Y la plaza
sufrirá la invasión prevista de antemano. En el Jardín de Anglona, hacían
botellón tres jóvenes que habían tomado uno de los dos bancos de piedra
románticos, el que está bajo los granados y el almendro. El otro banco, el de
empedrado semiesférico, ha vuelto a ser vandalizado. Los gorriones se han
asustado. No tardará el mirlo en huir. No he visto hacer el loco esta mañana
por el cielo a los vencejos jugar y jugar. Todo para las palomas. Las palomas
de la guerra. En el tejado del palacio del Infantado montan guardia cinco
alineadas al borde en perfecta simetría. Como vigías.
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