jueves, 14 de mayo de 2020

El último moderno

Cuando en el noventa y uno emergió César Rincón en Las Ventas, la edad moderna tocaba su fin.

JORGE ARTURO DÍAZ REYES
@jadir45 

Dos años antes había caído el muro de Berlín. Ronald Reagan y Margareth Theatcher, próceres neoliberales, remataban su segundo y tercer determinantes mandatos consecutivos. Los posters publicitarios de Warhol y los cómics de Lichtenstein alcanzaban precios exorbitantes. Empezaba la invasión del computador portátil y la telefonía celular. La globalización era un hecho, no una metáfora.

Al año siguiente Fukuyama proclamaría el “Fin de la historia”, y las tres décadas que corrieron serían las primeras de otra era; la posmodernidad. Un movimiento artístico que anunció primero y dio nombre a esa transformación cultural global en que se adentraba la humanidad toda… Ya nada sería lo mismo. Tampoco el arte de torear, tan sensible a los cambios históricos.

Así, como Pedro Romero, Costillares y Pepe-Hillo fundaron el toreo del romanticismo y Joselito lo culminó; así como Belmonte abrió el modernismo y Rincón lo cerró; así también este daba paso a la primera y más representativa figura posmoderna; Enrique Ponce.    

El huérfano bogotano, ahijado de Antoñete, había llegado a la cumbre, resucitado, tras nueve duros años de alternativa, encarnando con su recia estética los valores y formas propios de la época en agonía; sacrificio, esfuerzo, inminencia, vocación heroica, olor a hule. “Pararse donde los demás no”, le reconoció José Miguel Arroyo a su retiro.

Con su corta estatura, que hacía lucir descomunales los toros, era capaz de aguantarlos de muy largo, a todo tren, quedarse ahí, poderles. Con el pundonor estoico, que se crecía en las dificultades, arrebataba las nostalgias de un mundo en disolución, de un pasado trágico, de unos valores a la baja, de un sentido de la vida y la muerte que desaparecía. La foto de su lucha cuerpo a cuerpo con Bastonito en Madrid es al toreo como “El grito” de Munch a la pintura. Con aquel material antiguo, anacrónico, fraguó el monumento que marca el final de una edad. Dos siglos.

La naciente; la de la globalización, la hiperconexión y la hiperfragmentación, la inmediatez, la imagen, la virtualidad, el sobreconsumo, el smartphone, el zapping, el collagge... Encontró espejo en la postura y apostura, la técnica, largura, repertorio, versatilidad, facilidad, coreografía, regularidad, invulnerabilidad y carisma del advenido.

Niño torero, el chivano, sobrino nieto del bravo “Rafaelillo de Valencia”, celebridad precoz, habló al sanedrín y sedujo de salida el gusto y las pulsiones emocionales de la generación que llegaba a las plazas. Y entonces el toreó eterno tuvo nuevo exégeta, nuevos ornamentos y nuevo sermón, a tono con el tiempo presente.

Pero no, no fue repentino. Hubo transición, los dos predicadores, pese a sus divergencias canónicas, coexistieron varios lustros exitosamente y hasta compartieron apoderado. Es más, después de todo, retirado ha el uno, su oro viejo aun relumbra de cuando en cuando.

Pues para el pragmatismo en boga todo vale, cuando es útil. Tradición y esnobismo, purismo y eclecticismo, dogma y antidogma, devoción y diversión... el fin justifica.

Años después (2008), con un mano a mano apoteósico en Bogotá, Ponce despidió a Rincón, y siguió reinando en la nueva fiesta, sin apelar a la estadística. Simplemente interpretando una vieja verdad; el toreo, como todo arte, refleja siempre su sociedad, tiempo y circunstancia.

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