Ignacio Álvarez Vara “BARQUERITO”
Especial para VUELTA AL RUEDO
LA COLA
en la carrera de San Francisco para Correos era una hilera de cuarenta y tantas
personas. Todo el mundo respetaba la regla de los dos metros de separación
preventiva, incluso más de dos. Dentro de la estafeta –estuve hace dos semanas-
solo atienden tres de los seis despachos y no se admite la presencia de más de
tres parroquianos a la vez. Los servicios postales entraron en la categoría de
los esenciales del estado de alarma, pero lo hicieron con horario reducido. Por
eso tan tupida concurrencia.
Una inercia peculiar: las colas se vienen formando
en dirección a la plaza de la Cebada y no en el sentido de la basílica. Si la
cosa fuera de la segunda manera, la cola doblaría la manzana y tomaría el final
de la calle Calatrava, que solo está edificada por la acera de impares. La
acera libre, en paralelo con la Gran Vía de San Franscisco, es una pequeña zona
ajardinada en rampa que no se solea hasta mediodía.
Tal vez por eso la cola se va dilatando carrera
arriba. El sol, de espalda. Se consuela cada uno con su propia sombra. Se
respetan las dos calzadas que vierten a la carrera. Primero, la calle de San
Isidro Labrador, y luego, la de las Aguas, algo más luminosa. Hasta la puerta
del colegio de la Paloma llegaba la cola. Todo el mundo, en silencio. El
silencio de la colas de los lunes es un índice de intranquilidad. Se contiene
el aliento.
En las oficinas bancarias, y delante de los
cajeros automáticos y las farmacias, también las colas de los lunes se han
hecho habituales, pero en ninguno de esos otros tres casos se detecta el
síndrome de Correos. Las sucursales bancarias, no los bancos de sentarse, han
ido desapareciendo de la carrera en muy poco tiempo. El de la esquina de
Calatrava, los de las esquinas de las Aguas y el santo labrador.
El edificio de Calatrava es construcción mole de
un estilo cargante que se puso de moda en Madrid en los años 20. Cansa mirarlo.
Le lavaron la cara a conciencia y el lavado lo ha aligerado no poco. En los
bajos, un restaurante peruano que lleva a casa la comida por encargo. Las
ventanas del bajo están protegidas por rejas muy aparatosas, de penal.
De los negocios que había en el tramo de la cola
solo ha sobrevivido una pequeña imprenta, que lleva desde el 16 de marzo con el
cierre echado. El taller de organillos, único de su género en Madrid, pasó a
mejor vida hace cinco años. Ors, el papelero, murió casi al tiempo. Con tantos
colegios en las cercanías –la Paloma, el Vázquez de Mella, el Sagrado Corazón-
el negocio iba tirando. A la muerte de Ors se cerró la tienda y ya no se ha
abierto.
La papelería de Humilladero ha absorbido la
clientela. Ya de antes la tenía propia y estable. Su tablón de anuncios, a la
entrada, da una idea de cómo la demanda de trabajo supera con mucho a la
oferta. La sección de libros de Humilladero, bien nutrida, se limita a la
llamada literatura infantil. Las papelerías se han convertido en bazares. Los
bazares chinos de la Cebada, dos de tamaño medio, venden las mismas cosas de
papelería que vendía Ors y se venden en Humilladero, pero con el sello del made
in República Popular y más baratas.
Frente a la cola de Correos, la del Obrador de San
Francisco y su negocio hermano, Cultivo, la casa de quesos selectos que
patrocina en Madrid los de la Granja de Cantagrullas, de Ramiro, tan bien
valorados. Ramiro, La Zarza, Moraleja de las Panaderas y Gómeznarro, o Gómez
Narro, eran parroquias del antiguo arciprestazgo de San Vicente del Palacio
integradas en la comarca de Medina del Campo.
El
arcipreste venía a la función del 15 de agosto en Gómeznarro en lujosa tartana
negra de asiento de terciopelo y tocado con bonete de borla verde, y cordón del
mismo color. Se hacía manifiesto su aire de autoridad. Era de maneras
exageradamente morosas, teatrales, indulgentes. Ramiro ha sido el único pueblo
de la comarca capaz de sobrevivir prósperamente gracias al queso de oveja. No
sé si la raza es autóctona o una mera rareza solo por haberse preservado en
pastos resecos. El abuelo materno de mi madre era pastor. De Gómeznarro de toda
la vida. Se apellidaba Martín, se llamaba Miguel. La inmunidad del rebaño ha
sido una de las pocas ideas felices que han circulado en los últimos dos
meses.
Para comprar en Cultivo no hay cola. El mostrador
de quesos, ahora protegido por una gran pantalla, es muy ilustrativo. Al pie de
cada pieza constan los datos de condición y procedencia, y el precio. Vaca,
cabra y oveja. De los blandos muy blandos a los añejos que son sin embargo
frescos y rezuman. La gama entera. La calidad y la afinación se pagan. No
existe el envasado al vacío. Aupado en una tarima tras el mostrador, el maestro
quesero, vestido de ceremonia. Su manera de cortar es digna de ver. Parece que
se le rinde en las manos el queso que sea, En el cruce de olores ninguno
prevalece. La compra se entrega en una bolsa de asas de papel transparente y
resistente, no transpira.
No he visto quesos franceses. Y si los he visto,
no reparé en ellos. Todos los azules del mostrador son españoles, salvo uno: su
majestad el rey de los ingleses, el señor Stilton. No admite imitaciones. Aquí
llamamos o llamábamos roquefor a cualquier pasta que se parezca o pareciera al
Roquefort legítimo. Los cabrales y familia son aparte. También los hay. La
temperatura a la que debe degustarse un queso es motivo de debate. En nevera lo
matas. En quesera lo aburres y recluyes.
En Gómeznarro se guardaban en un cuarto oscuro del
corral colocados en baldas de madera, cubiertos de paño y protegidos. Se
llamaba al cuarto la quesera, se dejaba bien cerrado y, sí, aquel olor de queso
confinado se metía hasta el fondo del cerebro. No se sabe todavía en qué punto
del cerebro se encuentra el localizador de quesos.
Para el
Obrador, la espera, sí, pero lo que no había eran pastas de jengibre, canela y
melaza, y sí cuquis (cookies) de vainilla y pepitas de chocolate, que no están
mal pero no es lo mismo, y también pan quemado. Al pan quemado lo llamábamos en
mi infancia cristinas, demasiado dulces. “¿En la misma bolsa las dos cosas?”
Sí, sí. Un científico inteligente denunció esta mañana en un programa de radio
que los guantes y las mascarillas van a acabar desencadenando una catástrofe
ecológica en las desembocaduras de los ríos y en las playas.
Cada vez se va entendiendo mejor el sentido de la
pandemia como una mancha de aceite. De cuando en cuando te asalta el recuerdo
de la catástrofe del Prestige, el vertido de miles de toneladas de fuel en la
costa occidental de Galicia. Mascarillas, guantes, batas blanca, botas de goma.
Un trabajo agotador. Fue un 13 de noviembre, año 2002. Un 13 de marzo, de 2020,
se reconoció oficialmente entre nosotros la pandemia y la alerta. Hay cifras
coincidentes y eso alimenta las teorías esotéricas de los visionarios.
“Investiga!”, dice una pintada en el murete del mirador de El Ventorrilllo.
En La Vanguardia del sábado el ingeniero Joan Vila
recordaba el vertido involuntario el año 2004 de un tanque de fuel de su
fábrica de papel –LC Paper- en Besalú al río Fluviá, que desemboca junto a las
ruinas de Ampurias. A la bahía el Fluviá llega como un hilo de agua dulce,
limpio y sin caudal. El operario causante del vertido se suicidó.
Levantar la empresa hace quince años, cuando el
fatal vertido, y superar los efectos de unas cuantas crisis severas a lo largo
de treinta y tantos años, ha sido una labor titánica. Una lección de
perseverancia, afán y resistencia. Ejemplar en estos días. La última
reconversión de la empresa tras el advenimiento de la pandemia: fabricar bovinas de papel higiénico. Cien empleados.
Un mundo. El mundo del papel. Los dos periódicos que a diario compro vienen
sembrados de ideas e historias, hago recortes, subrayo, archivo en la memoria.
Los textos en papel se digieren más despacio que los de pantalla.
El mercado estaba casi vacío. La plaza de la Paja
también. Y el jardín de Anglona. La otra cara de los lunes. Los vencejos siguen
jugando a todas horas, los gorriones han perdido su graciosa cautela, parece
que ha llegado de golpe el verano. En el programa Nómadas de Radio Nacional se
contaron anteayer tantas maravillas de la isla canaria del Hierro que dieron
ganas de empadronarse en ella y, en edades comprometedoras, esperar en el
paraíso la llegada del último destino. Al borde de un acantilado cortado a
tajo. O en la boca de un volcán. O perdido en cualquiera de sus bosques de
laurisilva. O tendido en la arena volcánica negra de una playa salvaje al amor
de los vientos alisos que traen lluvias de costado. Comiendo pan ácimo y queso
herreño. Y más nada. Mirando cielo y mar.
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