Ignacio Álvarez Vara “BARQUERITO”
Especial para VUELTA AL RUEDO
LA CANCELA del jardín de Anglona estaba echada
esta mañana con candado y cadena. No se sabe el motivo. Una mano franciscana
tiene por costumbre dejar en el umbral una bandeja con comida para gatos. Unos
días, dentro del jardín. Otros, fuera. Estaba hoy vacía y no parecía ni
rebañada siquiera.
Es
golosa la lengua del gato. Una manera de relamerse los felinos distintiva de
especie y género. A la hora de comer, el gato, de natural desconfiado, olisca
los bocados antes de probarlos, salvo si los reconoce. Cuando los gatos eran
los dueños del barrio, estaban en ruinas dos de los edificios de pares de la
calle del Nuncio. El almacén municipal del número 8, y la casa del 6, que se
había ido hundiendo ella sola, pero mantenía la fachada casi entera, apuntalada
desde dentro y no desde fuera. Los vanos de ventanas conservaban su cerco de
madera y restos de cristales rotos. Las hojas de la puerta de entrada estaban
canceladas como las rejas de Anglona, pero no tanto que no pudiera colarse por
el hueco un gato. No solo uno. Eran unos cuantos, sin domicilio fijo preciso.
Los del 8, los del 6, los nómadas.
Una
mendiga anciana los atendía y convocaba siseando a la hora del crepúsculo. Era
de ver cómo en sigilo y procesión de aparecidos iban saliendo de su escondite
los gatos todos. Y así todos los días. Los vecinos se quejaban. Los ratones
terminaron por desaparecer de las ruinas. Y luego los gatos. Y la anciana que
traía la cena en una bolsa de asas de las que se colgaban del antebrazo para la
compra.
En
otras ruinas vecinas, las de la calle Independencia, frente al luthier de la
calle Amnistía y la florería La Real, casi en Ópera, manos anónimas siguen
dejando comida a los gatos clandestinos. No hay censo ni de unas ni de otros.
Tengo entendido que no está permitido servir a los gatos restos de comida en la
calle. Ni siquiera galletas de curso legal. Pero se consiente.
Las
ruinas de Independencia, en el punto donde acaba y se quiebra la calle del
Espejo, son un misterio. No por la manera de hacerse invisibles los gatos, sino
por la planta y las dimensiones del solar abandonado que tal vez fuera edificio
protegido antes de venirse abajo. En las rejas de sus dos únicas ventanas se
cuelgan pliegos de cordel a la antigua manera. Parece que la idea fue del
librero de lance que abrió en Espejo su comercio hace cosa de tres años.
Una
librería selecta, muy ordenada, de libros descatalogados y no propiamente de
viejo, obra de librero de caro oficio, de los que saben cribar lecturas,
ediciones y género. Están impecables los estantes, como los de una biblioteca
clasificada. En la mesa de entrada se exponen las piezas singulares. El fondo
musical es de los programas de Radio Clásica, que no perturba el silencio y en
eso es igual que un gato doméstico, que escucha mientras dormita.
Sigue
sano y en pie un edificio hermano y colindante del ruinoso, que fue sede
provisional de la Sociedad Matritense Económica de Amigos del País antes de la
definitiva en la Torre de los Lujanes. Donde la Sociedad, en los bajos del
edificio, abrió una panadería ilustrada, con cafetín adjunto, el Santa Eulalia,
hogazas, dulces, lugar muy afrancesado, suelos de tarima, salón de rara traza,
mesas corridas, mala luz para leer, buen café. Hilo musical muy discutible.
Trabajan bien, hay clientela.
La
competencia ha hecho daño al Quadrapanis, la panadería italiana de la vecina
calle Lepanto, en la plaza de Oriente. En Quadrapanis se venden, además de
panes variados frescos o secos, y hojaldres salados, tarritos de pasta-paté de
L’Orto Mediterraneo. De aceitunas, de alcachofas, de tomates secos, de cebolla
y de esa especial delicia que es la cannonata, la guindilla roja. El local es
muy bello. El escaparate, tentador. Durante la cuarentena cierra por la tarde.
La visita vale la pena.
Dice
una vecina que la plaza de Oriente se llena de paseantes a las ocho de la tarde
todos los días. Los jardines, que no valen gran cosa, y la explanada de
palacio. Tertulias en torno a la estatua de Felipe IV y su caballo en corveta.
El monumento, con su pedestal y sus fuentes, da para mucha gente. No se
guardarán distancias. Esta tarde han multado con 600 euros a uno que pasaba
corriendo antes de hora. Un ráner. Un runner.
Solo se consienten carreras a partir de las ocho. O de madrugada. A las
seis es de noche, los gorriones duermen, los mirlos también.
El
alboroto de la convocatoria de la plaza de Oriente, pero esta mañana, en la
plaza de la Paja, ni gatos, ni perro a la vista, nadie. Nublado y fresco. La
reforma de La Malaje progresa en serio. “Próxima apertura”. No se sabe cuándo. Hay
bronca entre los dueños de terrazas, que son en la Paja muchas, demasiadas. La
más nutrida, la de La Musa Latina, en la esquina de la calle Redondilla.
En
el local de La Musa hubo un restaurante vasco, el Gure Etxea, guipuzcoano.
Cocina tradicional, antes de la implantación del canon de la Nueva Cocina, que
tanto lo cambió todo. Hace treinta y tantos años, una noche de invierno, sábado
después del cierre, asaltaron el Gure Etxea tres jóvenes atracadores provistos
de armas cortas y de fuego, el dueño amenazado esgrimió una pistola que tenía a
mano, les hizo frente, hubo un forcejeo y el cabecilla de la terna resultó
herido de muerte. Hubo largos pleitos, juicios, no prosperó el recurso de
legítima defensa y con el cambio de siglo cerró el Gure Etxea. Y eso que perdió
el barrio. El escudo de piedra que reclama rango de nobleza sigue plantado en
la fachada. El resto del local, con vigas de madera vistas, ambiente algo
teatral de caserío, fue desmantelado. Pasó al olvido.
Cada
uno de las siete fachadas de la acera de impares de Redondilla está pintada de
un distinto color. Las alturas están niveladas, las siete, que no es común. La
construcción es similar. Pero es como el arco iris. Hay una casa de amarillo
limón, otra celeste, otra gris perla, una siena claro, otra de siena tostado.
Desde la calzada, a la altura del 9, se contempla entera la fachada de San
Miguel, con sus dos orejones de piedra.
En
el mirador del Ventorrillo, en la morería, no había a las once tampoco nadie.
Hacía fresquito. Los habituales se dejan caer a la puesta del sol. Es
sorprendente cuánto puede cambiar el horizonte con solo ganar diez pasos entre
las acacias. La vista mejor es la primera, la de entrada. La de menos gracia,
la última, porque la catedral se come el paisaje. No es la de Burgos,
precisamente. Ni la de León ni la de Palencia. Sino un edificio invasivo.
En
la pista de balonmano del jardín de las Vistillas peleaban por una pelota de
goma dos perras incansables. Sus dueños hablaban a cinco metros de distancia.
Se oía desde la acera de la plaza la conversación entera. Nada interesante. La
placa de cerámica que identifica el que fue estudio de Ignacio Zuloaga, en la
plaza de Gabriel Miró, al final de Don Pedro, es muy recargada. El Número 3
está esmaltado en dorado posmodernista. El tres no es fácil de identificar. Y,
en fin, muy redicha la leyenda: “Barrio de las Aguas. Campillo de las Vistillas
de San Francisco”. Pero no hay mención del artista. Su busto en piedra reposa
en una esquina del jardín. La talla es poderosa. Bello su aparente artificio.
Y
al mercado. Por cerezas, albaricoques, peras y un tomate rosa de Barbastro, que
bien triturado y aceitado, ligeramente salado y acompañado de cuatro anchoas de
Santoña bien aplastadas ha sido rico manjar a la hora de comer. Y un puré de
alubias de Mendavia. Y una cuajada de oveja.
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