Ignacio Álvarez Vara “BARQUERITO”
Especial para VUELTA AL
RUEDO
DE TODOS LOS árboles del barrio los más castigados
son los prunos. Y si no lo son, lo parece. Lo privativo del pruno es el color
púrpura de sus hojas, y su flor, semejante a la del cerezo en forma y fondo.
Son de la familia. Flor muy efímera, de pobre asiento, frágil. En la esquina de
Cuchilleros y Puerta Cerrada plantaron hace mucho un pruno que ha sufrido
durante años la agresión severa del tráfico de subida y bajada de la calle
Segovia. Mustias y ennegrecidas las hojas apenas brotar y, sin embargo, resistentes.
Como si fueran de bronce.
¿Recuperar
su color puro? Todavía no. No se ha cumplido aún la segunda cuarentena de
confinamiento en Madrid. Sería necesaria una tercera para recobrar su esencia
ya, que no la vida ni su función. Leí que las hojas del pruno, como la del
ligustre japonés, son contrapunto de la contaminación por los gases urbanos
malignos. Solo que pagan una cara tarifa: perder el brillo del color,
oscurecerse como su propia sombra. El pruno es bastante frondoso, de copa
irregular, relativamente desordenada.
De
camino hacia el Moega, la tahona de la calle del León, reparé esta mañana en
los prunos de Tirso de Molina, que pillan casi de paso porque las tres paradas
de autobús casi juntas, con sus tres marquesinas y sus mamparas publicitarias,
acaparan el protagonismo del espacio entero. El porte de los plátanos de paseo,
contorno del cogollo de la plaza, se encarga del resto.
De
los siete y ya ocho autobuses con parada, cinco giran en el cruce de Doctor
Corteza y solo tres enfilan Magdalena. Los prunos están sembrados después del
cruce. La calle Magdalena ha estado cerrada por obras y averías casi un año. La
congestión en la plaza de Benavente ha sido monumental en las horas punta, que
son unas cuantas. Para los viajeros de autobús, un castigo.
Y,
sí, el metro ahí mismo, con dos accesos, el segundo de ellos a pie de prunos,
pero no es lo mismo. Desde la ventanilla de un vagón de metro no se puede
contemplar ningún paisaje que no sea el de figuras humanas. Un viaje en metro
puede ser germen de claustrofobia sobrevenida. Conviene como paliativo hacer
recuento del calzado de los viajeros y descubrir que el zapato es de uso muy
minoritario. El zapato de piel. “Hecho en España”, se anuncia en los
escaparates de las zapaterías de barrio, que han ido desapareciendo poco a poco
de la misma manera que los astros declinantes van perdiendo luz hasta devenir
fantasmas celestes. Perder la luz: la enfermedad silente del pruno de ciudad.
Gracias
a las interminables obras de Magdalena el color de las hojas de los prunos de
Tirso de Molina revivió. Igual que el color de pinturas clásicas una vez
restauradas en talleres de refinada alquimia. Sea Velázquez, tan pródigo en el
uso de la púrpura. Sea Goya, que también. Sea quien sea. El púrpura es tono de
contraste, una mancha en un paisaje. El de las hojas del pruno, de una sutileza
extraordinaria. Esta mañana comprobé con asombro que las de Tirso de Molina se
habían vuelto transparentes y que por ellas se filtraba la luz todavía tibia de
una mañana fresca de primavera.
El
triángulo de Tirso de Molina es una estación de paso y a pie hasta Antón
Martín. De nuevo el Moega, la panadería gallega de León, obrador a la vista, un
milagro de espacio mínimo y suprema calidad. Se habían agotado las hogazas de
centeno integral con nueces, y las de nueces y pasas también, y he decidido
catar el molde de espelta y maíz atraído por su raro aroma y su parda corteza.
Y una botellita de aceite de oliva virgen, marca Aledo, de Martos, provincia de
Jaén.
Si
el pan es bueno, pensé un día, lo será el aceite que patrocina el panadero.
Sabia deducción. No me preguntes de qué familia de aceitunas se trata, solo sé
que destapas la botella, como si descorcharas champaña, y te embriagas
suavemente. Un perfume.
Pan,
aceite y azúcar, merienda antigua. El Moega primero. Luego, pero no hoy, el
locutorio de Antonio el peruano con impresora en color, el teatro Monumental ya
rehabilitado. El mercado, de dos pisos y cuatro entradas por tres calles
diferentes, rescatado de lo que parecía hace solo cinco años su cierre o ruina
inminentes. El monumento a los abogados de Atocha. La Filmoteca, el escaparate
de Viñas, las perspectivas de Salitre, Buenavista y San Cosme y San Damián en
la bajada de Santa Isabel. El cimborrio postizo de San Lorenzo, catedral de
Lavapiés. El monasterio y las escuelas de la Asunción, con su jardín secreto.
El palacio de Fernán Núñez donde la Fundación de los Ferrocarriles, el Colegio
de médicos, el Conservatorio –hermosa fachada principal, la acústica de sus
auditorios-, la mole del Reina Sofía con sus ascensores de feria, la explanada
de Drumen, de donde salían los autobuses de Getafe y Villaverde, que tomé de
niño muchas veces. Y Atocha: la Estación de Mediodía, clamorosa.
En
el vértice de los dos tramos catetos de Tirso de Molina, delante del viejo
teatro del Progreso, hay plantados cinco naranjos en hilera. Menos a la vista
todavía que los prunos. Tres de los cinco estaban en flor. Así que el golpe del
azahar ha sido el regalo mayor de esta última expedición a la tahona de Moega.
Una madre con una niña de tres años, no más, le ha enseñado a disfrutar del
aroma. Sin éxito. La niña estaba a su bola y en busca del tesoro perdido: los
balancines. El Ayuntamiento ha acordonado el pequeño parque infantil. ¿Por qué?
No por qué sino para qué. Para levantar su suelo neumático, que será
seguramente fuente de contagio.
He
contado los kioscos de flores. Son ocho. Cerrados a cal y canto. El palacio
recién restaurado, donde estuvo la sede de los Amigos de la Unesco –centro
sospechoso y vigilado en los años del franquismo-, sigue precintado, esperando
tiempos mejores. La fachada del Progreso que vierte a la calle Lavapiés es una
tapia gigantesca, propia de una arquitectura severamente funcional pero no
falta de estilo. Hay que saber mirarla. Leer sus detalles morunos. Pablo
Picasso vivió en San Pedro Mártir, una de las cuatro calles que bajan de Tirso
de Molina a Lavapiés. Lo recuerdan y evocan unas graciosas pinturas murales que
festejaron el año de su centenario. Lavapiés norte. Aquí vivió Picasso. Solo un
año.
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