lunes, 18 de mayo de 2020

ESCRITOS DEL CONFINAMIENTO – Vencejos. Baldeos de ozonopino. Genio de Lorenzo Goñi. Las matanzas de Kabul y Pearl Harbor. Cocido en puchero de barro. Antonio Zozaya

Ignacio Álvarez Vara “BARQUERITO”
Especial para VUELTA AL RUEDO

POR EL CIELO de Anglona he visto a media mañana revolotear dos docenas de vencejos. No en bandada, sino revueltos, cabriolas a buena altura. Años sin verlos por el barrio. ¡Qué locura! La de las aves de primavera piando como un repique de campanas de ermita. A primera hora de la tarde, desde casa se escucha el canto de un mirlo. Se repetirá antes de ponerse el sol. Una fiesta. La otra cara de la pandemia.

Reapertura del jardín solo un día después. Todo en orden. El platillo de comer los gatos es de plástico. Plantado en el umbral de la cancela, sucio, con restos recientes. En la papelera de la entrada, otra bandeja casi idéntica. No habrían pasado a recoger los barrenderos, que no paran. Se sigue baldeando las calles peatonales no a diario, pero casi. En el agua del tanque de los camiones de riego debe de disolverse una dosis suficiente de ozonopino. Un aroma artificial y evanescente, casi dulce. No parece una desinfección. Tal vez no lo sea.  

El riego a manga es contundente. El conductor, a marcha lenta. Entrar desde Puerta Cerrada a Nuncio con un camión alemán y doblar el ángulo de la tintorería sin cambiar de marcha es una prueba magistral de pericia. Un conductor veterano. El que riega, joven, un atleta, no perdona. Una prueba distinta de pericia. No encharca. No salpica. Un vadito en medio de la calzada hace las veces de canal de desagüe. No se ciegan las rejas del alcantarillado.

En la plaza de la Paja, la frustrante pelea de un perro contra dos palomas. Es una escena repetida, cotidiana. Siempre escapa la paloma y entonces el perro se recoge y vuelve. No estaba hoy en la plaza de los Carros el hombre que da de comer migas de pan a las palomas. Tampoco el de la barba y cabelleras canas que toca la armónica. Me pareció reconocerlo como uno de los habitantes de la pérgola de las Vistillas, que no llegan ni a la decena. El campamento rumano ha debido de ser desmantelado antes incluso de propagarse la pandemia. Los inquilinos son nuevos. Hay montadas tres tiendas de campaña, nuevecitas, de las de alta o media montaña, parecen seguro refugio. Y el regalo de contemplar a diario la puesta de sol poquito a poco. Dormir en paz.

El paso por la Paja ha sido tan breve como la revista del jardín, Un ratito muerto dando al sol la cara desde la puerta de la casa de Clavijo, la de más postín de la Costanilla y seguramente la más antigua y propia. No la natal de González de Clavijo, porque del siglo XIV, sin contar las mezquitas reconvertidas, no queda en Madrid ni un solar edificado. Desde ese portal, algo más arriba, se contempla escalonado un pequeño mar escalonado de tejados, azoteas y terrazas tendido a lomos de la Cruz Verde.

Lorenzo Goñi dejó pintados los gatos y los tejados del viejo Madrid mejor que nadie. Los gatos en los tejados. Libres, al acecho, algo desafiantes. El genio de Goñi como ilustrador es singular. Lo es su mirada sobre este barrio que conoció bien. En los fondos de los dibujos supo colocar piezas –torres, campanarios, fachadas lejanas- que dejan adivinar su perspectiva, es decir, el punto desde donde mira y de paso su mirada sensible para crear un paisaje urbano reconocible pero tocado de un halo de misterio.

Los casi quince años que a contar desde 1972 viví en un piso cuasi abuhardillado del barrio, tuve a Goñi presente cada día. Para ver la ciudad, tenía que subirme a una escalera. Desde el peldaño cimero abría de par en par las dos hojas de mi única ventana a la calle, me acodaba en ella y miraba y contaba tejas y tejados. Una noche de verano, abierta la ventana, me interrumpió el sueño un gato negro encaramado en ella. Cosas de Goñi, que murió hace ahora treinta años. En estos paseos diarios del confino siento a menudo su invisible compañía.

Los asuntos del A Vivir de los domingos de la Cadena Ser me retuvieron en casa hasta casi las once. Valió la pena escuchar las averiguaciones de Jacinto Antón sobre dos militares tan ilustres como Montgomery y Rommel, y dejarlos retratados como si hubiera tratado personalmente con ellos. Y sus valoraciones sobre la falta de inteligencia japonesa para atreverse a provocar la entrada de los Estados Unidos en guerra tras el bombardeo sorpresa de Pearl Harbor que por toda prenda se cobró el hundimiento de tres acorazados viejos, la vida de dos mil quinientos hombres y millar y medio de heridos.

Las conversaciones sobre los elementos de la pandemia, sus cifras de víctimas inocentes, llevan a guerras. Alguna medio olvidada como la de Afganistán, devorados sus últimos acontecimiento por el chorreo de datos de covid19. Un fotógrafo español que lleva diez años viviendo en Kabul ha contado a las ocho de la mañana que los talibanes le habían quemado entero su archivo gráfico de diez años, de negativos y de vídeos, y de pronto nada, Había sido testigo del ataque que esta semana destruyó casi entera la Maternidad de Kabul en plena actividad. Un auténtico horror. Mujeres muertas en mitad del parto. Una matrona de Médicos del Mundo

Los americanos perderán esta guerra, sentenció Ramón Lobo, que lleva dos meses confinado en el barrio, en este mismo, pero tiene el oído puesto en el resto del mundo. Le preocupa el sufrimiento que para las librerías del barrio suponen las leyes del confino. Pero en cuanto ha abierto Méndez en la calle Mayor, allí ha ido en busca de género. Ha contado que se ha puesto a leer los Episodios Nacionales de Galdós, no para y piensa devorar las cinco series. Millás ha pintado un retrato muy preciso de la señora Ayuso. Un esperpento.

Por tanto, un paseo a contra reloj. La observación de pájaros, identificación de cantos, revista del arbolado, comprobación de que del Gure Etxea no queda más rastro que el escudo de piedra del Señorío de Guipúzcoa, “Fidelissima Bardulia nunquam  superata”.  En internet daban esta mañana al Gure Etxea por vivo y coleando. Ojalá. Y ojalá que no hubiera cerrado nunca Casa Aroca, en Puerta de Moros, la esquina de Don Pedro, frente al palacio del Infantado, que será dentro de poco el Museo Mahou y ya veremos cómo se soluciona la intervención, porque el palacio, de discreto tamaño, no va a admitir juegos de magia, O sí.

Quise confirmar en López Silva que Navarro abría al fin su asador de pollos. Se venden por la ventanilla que da a la calle. No se puede meter la nariz para oler el guiso. En Casa Álvarez, casi enfrente, venden para llevar –teicagüey- cocido en puchero de barro. Y un menú de cinco y cinco, primeros y segundos. O sea, lentejas viudas y albóndigas de ternera. Álvarez fue en su día fábrica de patatas fritas. Luego, una cuantas cosas más. Las mejores ampliaciones de fotos del Mercado de la Cebada están colgadas en una pared, junto a otras de la Peña Cascorro 1956 y un recuadro cariñoso dedicado al difunto Isacio Calleja, el futbolista abogado del Atleti. El Atleti de Madrid. El bar no ha abierto todavía.

La furgoneta de Aceitunas Jiménez esperaba cargar para repartir. Una caja de botes de verdes y negras de Campo Real. En la fachada curva que enlaza Cascorro con Vara de Rey he descubierto en altura inalcanzable de pared la plaza de bronce que rinde homenaje a Antonio Zozaya, el librepensador, traductor de Kant y Leibnitz al castellano, periodista de combate, del sector revolucionario de la Institución Libre de Enseñanza, abogado de los desfavorecidos. Un personaje: cautivo de los campos de refugiados franceses tras el 39, hizo fortuna en el exilio mexicano, donde murió. La placa es prácticamente invisible .La plaza llevó su nombre. Se lo quitaron el año 39.Tendrían que restituirlo.

Y Eloy Gonzalo en su pedestal. El héroe de Cascorro. Un kamikaze castizo. La imagen de la cabecera del Rastro.

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