viernes, 29 de mayo de 2020

ESCRITOS DEL CONFINAMIENTO – Cuentas pendientes. El Escaldón, disponible. Una empresaria china, un café cantante, una ruleta rusa. Jesús el Pobre. La Capricciosa siciliana LL

Ignacio Álvarez Vara “BARQUERITO”
Especial para VUELTA AL RUEDO

ESTÁ POR SABERSE de cierto lo que en los barrios viejos de Madrid se ha llevado por delante la pandemia. Los datos y las cifras de los tanatorios son abrumadores, pero no se detallan. Tampoco se trata de contar las muertes por barrios. En cuenta entran comercios y garitos. Dos días después de haberse aliviado las restricciones, los hay cerrados todavía. El Escaldón no ha abierto ni la puerta ni las ventanas de marco amarillo que parece siempre recién pintado. Es privilegio de ese color.

Tampoco ha tendido sillas ni mesas en su porción de terraza frente a la iglesia de San Pedro. Un bidón pintado en franjas de amarillo, azul y blanco –el tricolor de la bandera de Canarias- sigue sirviendo de reclamo. El bidón hace las veces de mostrador de calle. (Acabo de volver del paseo de las 7 y rectifico: terraza de cinco mesas, sillas metálicas azul cobalto de brazos y rejilla, lleno. Y dos macetas en el bidón, creo que de agave).

La Taberna de los Austrias y el Kairós, los dos locales vecinos, plantaron ayer sus reales. A las ocho de la noche tenían clientes. (Y ahora serán más). El chino de la travesía del Nuncio, lo mismo. Se llama Juan Sin Miedo. Y ya no es propiedad de la primera empresaria china que aterrizó por el barrio hace veintitantos años y se puso a comprar a precio bajo locales en abandono y decadencia. Entre ellos, el Café del Nuncio, que era un ultramarinos en el esquinazo de Segovia y la travesía, frente al dispensario Azúa, que es el Centro de Salud del distrito, y con vistas al falso ábside de San Pedro el Viejo.

El dispensario es un edificio de estilo segoviano, o sea, con fachada esgrafiada, graciosa, y balcones muy luminosos. En la consulta del doctor Saniger, mi muy querido médico de familia, a los pacientes nos cegaba el sol de cara. Un regalo en las consultas de las 3 de la tarde en invierno y otoño. En primavera había que entornar las lamas de la   persiana veneciana. Cuando se pudo elegir médico, la consulta de Saniger hizo pleno. El ojo clínico, la mirada bondadosa, la paciencia.

Pero cuando se convocó el concurso para tener plaza fija, el doctor tuvo que cambiar de destino por conciliar su vida de familia y se nos fue al centro de Aluche, al de General Fanjul. Allí fue un día a verle y no a que me viera él a mí. En la espera de la consulta del Azúa no había día en que los pacientes no lamentaran su marcha. La lloraron sin consuelo. ¿Y usted cree que volverá algún día? Muy difícil. Casi imposible. Se puede elegir y cambiarse o intentarlo, a Aluche, a la antepenúltima parada del 17, antes de llegar al Parque Europa. Pero es una hora de viaje en autobús y también allí se ha saturado su consulta. Y todos se curan. El apellido Saniger es alemán. De familia descendiente de la primera repoblación alemana de Sierra Morena durante la intendencia de Olavide. Y, además, los rasgos –la cabeza, los ojos azules, el cabello rubio, el tono de voz- son prueba de sangre. Su padre era médico rural en un pueblo de Jaén, y creo que su abuelo también.   

La terraza del Café, en la escalinata de la travesía, tan llena como la de El Escaldón, pero castigada por los autobuses y el tráfico de la calle Segovia. Si no se hubiera desfigurado más de la cuenta, el Café tendría su encanto. La china –en el barrio la llamaban así, sin más, como si hubiera solamente una en su gremio y en su género- se dejó aconsejar por un decorador extravagante y el salón parecía un café cantante de los años veinte. Sin cupletistas. Una noche de invierno estaba en el velador contiguo al mío llorando muy desolada Ana María Matute, la novelista, en compañía de su hijo y su nuera. Llorar de sollozo.

El café era del bueno. Los veladores, muy incómodos. En cambio, las sillas, de madera, de brazos y de recoger bien la espalda, eran pura ergonomía. Siempre que no cruzaras las piernas. La estrategia comercial de un empresario chino inteligente consiste en hacerse la competencia a sí mismo, en poner dos bazares en la misma calle, uno enfrente del otro, y, si no, en la misma acera. No es una fórmula ortodoxa. Tampoco la ruleta rusa. Es una aventura.

En la calle de Juanelo, que va el Rastro hasta Mesón de Paredes y en la senda apacible para desembocar en Tirso de Molina, los negocios chinos de ropa, diez o doce o más, quebraron de un día para otro. Todos a la vez. Un inspector del polígono Cobo Calleja, la central de la industria china en Fuenlabrada, había pasado dos semanas antes de la quiebra. No le gustaría. Pero para los vecinos era fascinante el espectáculo de los empleados descargando género y arrastrando carretillas de cajas y bobinas en silencio.

Las puertas de San Pedro están abiertas mañana y tarde. En la antecámara se exponen los preceptos de entrada: la mascarilla para todas las visitas y la separación salvo casos de dependencia. El día de la semana de mayor concurrencia es el viernes, y el primero de marzo, el de las colas más nutridas. Es la fecha del besapiés de la imagen del Cristo, de Jesús el Pobre, que tiene fama de milagrero y cientos de devotos de otros barrios. Este año, siete días antes de la declaración del estado de alarma, se suspendió la visita. Tampoco salió en Jueves Santo la procesión, que con los años ha ido imitando más y más el patrón de las hermandades, las cofradías y los desfiles de Sevilla.

La calle del Nuncio, toda peatonal, tiene su acento sevillano, un lejano parecido solamente. Cuando la procesión alcanza las viviendas de vecinos de la calle, entre Puerta Cerrada y la travesía del Almendro, se suele bailar al Pobre mientras la banda de música ataca una pieza del repertorio de marchas andaluzas de procesión. Dos veces se baila al Cristo solo en ese tramo. Se celebra más la segunda parada que la primera. Las dos se suceden sin apenas tregua ni distancia. Los balcones de más fronda son los del primer compás,  pero en el  segundo tiene el paso que tomar la curva de la tintorería y, nada más salir de ella, sortear el primero de tres alcorques donde se plantaron ligustres que han ido creciendo con el paso de los años.

La baza no es sencilla. La gente se pega a las paredes arracimada y la senda se estrecha tanto que la maniobra se hace compleja. Lo difícil, lo que la gente más celebra, es la salida del templo a las seis de la tarde. Hay que sacar el paso casi en cuclillas porque el ajuste del palio con el dintel de portada no supera los dos palmos. La operación es de riesgo y se ensaya. Pero este año ni siquiera pudo ensayarse la salida, que la tarde del Jueves Santo se hace con la plaza abarrotada.

Cuando vine a vivir al barrio, la procesión del Pobre hacía honor a su apodo popular. Ni palio ni banda de música. Solo una banda de cornetas y tambores, que sigue siendo atributo de la marcha pero en segundo plano. Ensayan con fe unos cuantos días de invierno. En una sala de la iglesia o en la calle. Música chirriante, entre militar y festiva. Trompetas que suenan desafinadas. No son la de la Filarmónica de Viena. Ni siquiera parece el mismo instrumento.

En el tramo de la tintorería había tres terrazas que ahora son dos, y de un mismo dueño. La otra, una franquicia de panecillos y cervezas, Los cien no se qué, cerró a principios de año. La de la franquicia generaba demasiados ruidos y desechos. El meandro de la calle propicia un corredor de viento suficiente para sembrar la calzada de servilletas y patatas fritas que vuelan. La llamada fase uno de la llamada desescalada ha prohibido el uso de servilleteros y servilletas de papel en las terrazas, pero no las patatas fritas. Solo una de las dos terrazas licenciadas abrió ayer. La menor de las dos. Es terraza de restaurante y no de bar, y ha estado vendiendo para el teicagüey de lunes a viernes platos del día. Del tipo de las lentejas con setas y fuá, por ejemplo. De 12 euros para arriba. Hace un rato, y todavía, reunión numerosa de gente joven sin protección ni guardando distancia. Hablan altísimo.

En restaurantes de la zona de Cascorro los precios han sido durante la emergencia mucho más baratos que los del comedero de Nuncio, y los menús, bastante más sencillos y lógicos. La oferta del Malacatín, en la calle de la Ruda, no ha pasado de los seis euros y ha entrado en el cupo de la cocina casera de arroces, pucheros, albóndigas y croquetas de carne de cocido. La de La Capricciosa, el siciliano de la calle Maldonadas, igual. No solo la pizza, la de verdad, sino lasagnas y canelones de carne o verdura, y postres tradicionales caseros. No es un lugar hospitalario en apariencia, pero la jefa y su gente tienen gancho, la comida gusta y el restaurante funciona. El Brote, célebre por su cocina de setas, muy prestigiado, no ha entrado en las ofertas de comida de encargo para llevar. Normal. El bistró de la esquina con Cascorro, l’Adoré, no se ha complicado la vida. La carta de raciones del Bar A Vins de la cabecera del Rastro, muy tentadora,  abundante. De los asiáticos vecinos no puede decirse lo mismo.

En la plaza de la Paja se han plantado ya dos terrazas. Ayer, apenas nadie. Haré una segunda visita dentro de un rato. Los amigos venezolanos del Domi me contaron de acera a acera que la semana que viene montarán terraza con licencia nueva. Se supone que La Malaje hará lo mismo. Y El Tío Timón, Y la plaza sufrirá la invasión prevista de antemano. En el Jardín de Anglona, hacían botellón tres jóvenes que habían tomado uno de los dos bancos de piedra románticos, el que está bajo los granados y el almendro. El otro banco, el de empedrado semiesférico, ha vuelto a ser vandalizado. Los gorriones se han asustado. No tardará el mirlo en huir. No he visto hacer el loco esta mañana por el cielo a los vencejos jugar y jugar. Todo para las palomas. Las palomas de la guerra. En el tejado del palacio del Infantado montan guardia cinco alineadas al borde en perfecta simetría. Como vigías.

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