La
edición número 60 de la Feria del Toro echa a andar con sus ritos tribales.
Fiesta inimitable. Protagonista, el llamado toro de doble uso, que corre sin
freno el encierro matinal y, once horas después, se bate en la arena de un
circo que dentro de tres años será centenario. Un ambiente siempre renovado
pero siempre fiel a sí mismo. “Cuando una ciudad se convierte en orquesta,
siempre brota de ella una sinfonía”, escribió de Pamplona Víctor Hugo en agosto
de 1843.
BARQUERITO
Redacción APLAUSOS
La octava taurina de San Fermín es, como su propio
nombre indica, una serie de ocho corridas de toros. Pero no solo. En vísperas
del 7 de julio, la fecha del santo patrón, un prólogo de dos partes que parecen
instaladas para siempre: la novillada nocturna del día 5 y la de rejones de la
tarde del cohete. El cohete por excelencia, vulgo chupinazo, disparado a las
doce en punto del mediodía del día 6. Un primer cohete y su coda de otros
cuantos más.
Y entonces, estruendo de incontenible alegría,
arranca desde el portal del Ayuntamiento el desfile de gaiteros uniformados que
atacan una pieza se diría compuesta para la ocasión: la Biribilqueta, de
Gainza. Un melódico pasacalle de acento vasco tradicional. El contrapunto de
melancolía tan propia de una ciudad que Víctor Hugo definió en 1843 como
“risueña y severa”. No sin aguda puntería.
“Estoy en Pamplona y no sabría explicaros lo que
me pasa. No había visto jamás esta ciudad y me parece que reconozco cada calle,
cada casa, cada puerta”, dejó escrito el propio Víctor Hugo en el párrafo
inicial de lo que se propuso como un libro de viajes destino Pirineos y
centrado en Pamplona, pero brusca y definitivamente interrumpido en el verano
del 43 por la muerte, ahogada en París y en las aguas del Sena, de su hija
Léopoldine.
Pese a su histórica tradición de plaza militar, no
todo en Pamplona se rige a golpe de cohete durante sus doscientas cuatro horas
de fiesta ininterrumpida, pero son dos cohetes los que enmarcan como si fueran
toques marciales el acontecimiento central de las ocho mañanas de la octava y
de la fiesta toda. A las ocho de la mañana, la carrera del encierro. Carrera y
encierro no son exactamente la misma cosa aunque, por lo imbricado, pueda
parecerlo. Comparten tiempo y espacio, sensaciones e instintos. El promedio de
duración de una y otra se ha establecido en torno a los dos minutos y pico, no
sin excepciones o imprevistos.
Carrera y encierro no son exactamente la misma cosa aunque,
por lo imbricado, pueda parecerlo. Comparten tiempo y espacio, sensaciones e
instintos
Por espacio hay que entender recorrido: los 870
metros que separan el portón de los corrales de Santo Domingo de los de la
plaza de toros. En unos velan a la intemperie los seis toros de turno desde la
diez de la noche de víspera hasta el cohete de las ocho de la mañana. En la
plaza la espera es mucho más corta: las apenas cinco horas que median entre la
agitada entrada en el corral al final de carrera, subrayada por el cohete de
cierre, y el apartado y enchiqueramiento, que rinden tributo y honores al toro
y, de paso, al ganadero.
El primero de los dos cohetes de Santo Domingo –el
segundo de ellos tan solo señala que la manada ha abandonado entera la
corraleta- estalla justo después de que las campanadas del reloj de la vecina
iglesia de San Cernin den las ocho y cuando los corredores ya han cumplimentado
sus tres invocaciones de protección al santo. “A San Fermín pedimos, por ser
nuestro patrón…”, etcétera. Es el cohete de la angustia que anuncia lo
desconocido. La moneda al aire.
El cohete de la plaza –el segundo de dos, que dos
o tres minutos después de los de Santo Domingo proclama la recogida de la
manada en un corral umbrío- es pura liberación. Igual que el prendido a
mediodía del 6 de julio desde el balcón de la Casa Consistorial que abre paso a
la mayor fiesta del toro conocida. La fiesta en torno al toro y por él.
Larga liturgia. Carrera, encierro, apartado y,
naturalmente, la corrida de la tarde, a las seis y media en punto. La proverbial
puntualidad en fiestas de Pamplona, donde, sin que apenas se sienta, todo
funciona con el ritmo de las tripas de un reloj de péndulo. Ese ritmo preciso,
secreto y de fondo ha podido incluso con su mayor amenaza: la masificación de
la carrera, anzuelo irresistible para quienes sienten como imperativa e
irrenunciable la emoción de correr los toros.
Carrera y encierro no son exactamente la misma cosa aunque,
por lo imbricado, pueda parecerlo. Comparten tiempo y espacio, sensaciones e
instintos
De la misma o parecida manera, en secreto y con
hermética precisión, la Casa de Misericordia, propietaria y empresaria de la
plaza de toros, servidora indispensable del encierro y sus avatares, elabora un
año tras otro los carteles de la octava, que en 1959 se acogieron a un
intencionado nombre de marca: la Feria del Toro. El sustrato de la idea no era
otro que el de poner el toro por delante. Lo sigue siendo. Quien dice toro,
dice ganadero, que en Pamplona es protagonista reconocido e inevitable. El
ganadero, más presente que en ninguna otra feria española. Y el mayoral,
retratado, atendido, sometido a entrevistas previas siempre a la lidia de los
toros de la casa.
Ocho meses antes de que la fiesta estalle, a
mediados de noviembre, ya quedan apalabrados y reseñados los toros de San
Fermín. Las celebraciones del cincuentenario de la Feria del Toro como tal
fueron mínimas. Sin solemnidades ni retóricas ni pasteles de postre. Los
sesenta años de la Feria son tan solo un número redondo. Como cualquiera
terminado en cero.
Echando la vista atrás, con todo, vale recordar
que de los veintitrés espadas anunciados en los sanfermines de ahora, seis de
ellos actuaron en los sobrios fastos del cincuentenario: Rafaelillo, El Juli,
Antonio Ferrera, Sebastián Castella, Miguel Ángel Perera, que toreó dos tardes,
y Rubén Pinar, que había repetido como novillero en los sanfermines de 2007 y
2008 cuando era todavía precoz prodigio. De las ocho ganaderías anunciadas en
2009, cuatro vuelven a ser de la partida diez años después: Miura, Jandilla,
Cebada Gago y Núñez del Cuvillo.
Miura, el hierro que más veces y con diferencia ha
lidiado en Pamplona, es a su manera el emblema que prestigia el nombre mismo de
la Feria. Cuando en 1997 la plaza de toros cumplió setenta y cinco años de
existencia, y solo dos -1937 y 1938- sin feria, ya era Miura el primero de su
escalafón. Del escalafón se fueron descolgando antes o después Pablo Romero -el
único hierro propiamente par y rival de Miura-, Salvador Guardiola, Conde de la
Corte, Fermín Bohórquez, Marqués de Domecq y Atanasio Fernández.
El ganadero en Pamplona es protagonista reconocido e
inevitable. Está más presente que en ninguna otra feria española. Y el mayoral,
retratado, atendido, sometido a entrevistas
La renovación de encastes, hierros y ganaderías se
acometió de sutil manera para abrir paso a Cebada Gago y Jandilla –presencia
inexcusable de ambas en el último cuarto de siglo-, a Dolores Aguirre, a Fuente
Ymbro, ausencia sonada en la edición de 2019, a Victoriano del Río y a Núñez
del Cuvillo. También a Adolfo y a Victorino Martín, pero solo por un periodo de
tres años. El hecho de que en 2017 y 2018, por primera vez en la historia de la
Feria, se repitiera íntegro el elenco de las ocho ganaderías de San Fermín
ilustra bien la regularidad y lo afinado del criterio de los criadores llamados
a Pamplona, donde este año debutará José Núñez Cervera con su hierro de La
Palmosilla, una derivación directa de las sangres varias de Núñez del Cuvillo, que
es su matriz de referencia.
A partir de la vuelta o cambio de siglo, las
ganaderías del llamado encaste Domecq han ido al copo de la Feria. En mayorías
absolutas o no, pero sin perder la mayoría y, atendiendo en todo caso, a los
rigores obligados de Pamplona: mucha, mucha cara. En el manifiesto de los
corrales del Gas, en el barrio de la Rochapea y a orillas del río Arga, los
toros de San Fermín se exponen tras gruesas cristaleras para curiosidad de miles
de visitantes. Echados o en pie, a veces posando como inertes modelos, los
cincuenta toros de la Feria están obligados a serlo y a parecerlo.
Con el cambio de siglo las ganaderías del encaste Domecq han
ido al copo de la Feria. En mayorías absolutas o no, pero sin perder la mayoría
y, atendiendo en todo caso, a los rigores obligados de Pamplona: mucha, mucha
cara
“Cruzado por mil reflejos de luz, el Arga se
desliza entre los árboles como una culebra de plata”, dejó escrito Víctor Hugo
en su brevísimo viaje de 1843 a Pamplona. En plenas fiestas: cuatro corridas en
el circo entablado de la plaza del Castillo; era estrella del toreo Curro
Cúchares, que Santiago Sánchez Traver acaba de reivindicar como primer
paradigma de la tauromaquia moderna; el encierro, antes de diversas
variaciones, ya subía desde Santo Domingo pero solo hasta Mercaderes, Chapitela
y la plaza del Castillo. Más corto el recorrido, menos gente que ahora. No se
sabe si la misma pasión.
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