Casi
al calco de un feliz título de la literatura taurina -“The dangerous Summer” de
Ernest Hemingway, el “peligroso verano” de 1959 vertido al español como “El
verano sangriento”- procede hablar de una sangrienta primavera. Dos semanas de
mayo y otras dos de junio sembradas de partes de toreros heridos. En el otro
platillo de la balanza, una temporada reñida y embalada antes de lo habitual.
BARQUERITO
Redacción APLAUSOS
De las cinco corridas fuera de abono jugadas en
las Ventas en junio, tres lo fueron en la feria tardía de San Isidro. Tan a
última hora que parecieron su colofón y en cierto sentido lo fueron: la mal
llamada mixta de la Beneficencia, la de la Cultura y la clásica de la Prensa.
Todo eso pasó los días 12, 15 y 16 de junio. No hace tanto. Y pasaron, además,
unas cuantas cosas.
Las dos corridas del 15 y el 16, la única de
Victoriano del Río jugada en la feria de este año y la del estreno en San
Isidro del hierro de Santiago Domecq, fueron las mejor puntuadas de la feria
dentro de la matriz Domecq. En una y otra saltaron dos toros extraordinarios.
Los dos cerraron corrida.
El de Victoriano del Río, quinto de sorteo, por
imperativo legal: Paco Ureña estaba siendo atendido en la enfermería de una
posible fractura de costilla y, a la espera de acontecimientos, se corrió turno
de salida. Las hechuras y la expresión del toro -la vieja idea del “este no
puede fallar”, y no falló- merecieron la espera y su estrategia.
El de Santiago Domecq, bravura en grado infinito
de bondad, hizo las veces de broche de oro de la feria. Solo que cambió de
destinatario poco después de las ocho de la tarde. El tercero de corrida, que
completaba lote y el único de remate discutible del envío, hirió a Pablo Aguado
en la reunión con la espada.
Sin revestir especial gravedad pero tan fea como
todas las cobradas en la ciega suerte suprema, la cornada precisó de cirugía
inmediata bajo anestesia total. Mientras Pablo Aguado empezaba a recuperar el
ser, El Fandi andaba a su antojo y albedrío con el toro broche, que fue de los
de llevarse a casa o al campo. Envuelto en papel de celofán y para echar la
tarde. El toro que, literalmente, se le fue a Pablo Aguado en Madrid.
En el diluvio de premios que, jurados anónimos o
no, y hasta repetidos, rejuzgan San Isidro desde la barrera de la memoria o a
capricho, tanto la corrida de Victoriano del Río como la de Santiago Domecq
pasaron las cribas de turno hasta la hora de los veredictos. Sus dos toros
ejemplares, también. La corrida de Adolfo Martín ha copado casi en pleno los
galardones para el conjunto de seis toros con su promedio.
Las hechuras y la expresión del segundo toro de Victoriano
del Río para Ureña -la vieja idea del “este no puede fallar”, y no falló-
merecieron la espera y su estrategia
El toro campeón fue uno de Juan Pedro Domecq de
inmaculada bravura que puso, además, a circular a un torero como David de
Miranda que no es que viniera tapado a San Isidro, sino que vino de incógnito.
Y a revienta calderas porque la corrida era de Juan Pedro, sí, pero era el
único tren que le pasaba por delante en primavera, y quién sabe si el
penúltimo. O el antepenúltimo.
La corrida de Santiago Domecq le ha disputado sin
éxito a la de José Escolar el severo galardón del hermético club de Los de José
y Juan, donde se filtran los toros al trasluz de la antigua bravura indómita,
anclada en la suerte de varas sin peto protector y en una ecuación
irrenunciable: bravura equivale a peligro. O lo que es lo mismo: sin peligro,
no hay bravura que valga.
En los premios convencionales, las calidades de
los tres toros de la segunda mitad de la corrida de Adolfo Martín habrán
resultado determinantes. Y eso que el saldo del festejo, heridos de gravedad
Manuel Escribano y Román, podría invitar a ponderaciones, barreras y cálculos
sentimentales.
La gran virtud de los tres toros clave de Adolfo
fue su rica y compleja diversidad. Tres toros distintos, pero de fidelidad
reconocible al patrón de Albaserrada hallado, fijado, abierto, recobrado y
refrescado por Victorino padre en su día. La presencia y la prestación de Roca
Rey con el bravo sexto revistieron la corrida de Adolfo de aura muy particular.
La balanza se inclinó del lado del gesto de Roca Rey, el único argumento de
verdad sostenible del famoso bombo. Las penas y tristezas de los dos toreros
heridos solo se dejaron sentir al cabo de los días, cuando hizo su aparición la
noticia de convalecencias más largas de lo imaginado, sobre todo en el caso de
Román -“¿Doctor, me voy a morir…?-, y empezó a correr entonces la pólvora de
las sustituciones.
Un final de mayo y una mitad y pico de junio muy
accidentados. En el mano a mano de Cáceres con Juan Mora, Emilio de Justo,
atropellado por solo el segundo de corrida, sufrió una fractura de clavícula.
En su obligada gira de retorno a las raíces, a las ferias solsticiales de Chota
y Cutervo en el Perú patrio, Roca Rey se resintió de una vieja lesión ya
crónica en el hombro. Aguado tuvo que cancelar tres fechas golosas. En Granada,
en Alicante, en Badajoz, en Soria, en Burgos y hasta en Teruel, hubo que
recomponer carteles cerrados antes del rosario de percances.
Con el abono de San Fermín a punto de ponerse a la
venta, tocó sustituir a Román en una corrida, la del 13 de julio, reservada
este año en exclusiva para toreros jóvenes. El derecho de los menores de edad a
franquear barreras y romper tapones aunque el relevo siga lastrado. Confirmada
la presencia de Emilio de Justo y Manuel Escribano en las dos primeras corridas
de San Fermín, se daba por seguro que Roca Rey y Pablo Aguado iban a cumplir en
Pamplona con su papel estelar.
En los peligrosos veranos de leyenda, en el
sangriento mes de agosto, las sustituciones fueron en épocas puede que
pretéritas el pan nuestro de cada día. Pero en las ferias felices de junio no
se había dado nunca un caso ni parecido. Ferias taurinas de larga tradición
como Algeciras o Badajoz han ido perdiendo en categoría y número de festejos lo
que han ido ganando en dimensiones y alcance las de Burgos y Soria. El peso de
la tradición taurina de Alicante es harina de otro costal.
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