miércoles, 24 de julio de 2019

La resurrección del torero Román: "Pensaba que me moría, era una sensación incluso placentera"

ZABALA DE LA SERNA
@zabaladelaserna
Diario EL MUNDO de Madrid

Baja la cicatriz mordiendo el muslo derecho con su veneno comprimido. Como una boca cosida de dos cuartas. Serpentea la carne con el escalofrío de Santanero. Que algo se dejó dentro, la furia ciega de sus ojos negros, el recuerdo zigzagueante de su terrorífica cabeza, la poderosa violencia de sus astas.

El toro de Baltasar Ibán lo colgó boca abajo como una pieza de carnicería en el escaparate de Las Ventas. Y borró su rubia sonrisa perpetua. Román se asustó mucho aquel 9 de junio sobre el charco de su vida. Recuerda el pitón chorreando la sangre oscura, las sacudidas estremecedoras, el bombardeo de los derrotes, los gritos despavoridos y el silencio.

Román Collado Gouinguenet (Valencia, 1993) afronta las últimas sesiones de fisioterapia en la frontera de su resurrección. Gasta unos pantalones cortos que enseñan los mapas de carreteras de sus piernas. La última de Madrid humea fresca todavía. En la ingle de enfrente se esconde la del by-pass que parcheó la tubería de la femoral trombosada y acuchillada aquella incierta madrugada, cuando preguntaba si le iban a amputar la pierna. Una Y le dibuja en la parte posterior del gemelo un Cristo abigarrado como estigma de Bayona. Un rayo le desgarra la espinilla izquierda como souvenir de Sevilla. Y hay otra bala perdida por la clavícula como muesca de su tierra. Así hasta siete zurcidos cuenta en sus cinco años de alternativa.

El sufrimiento se instaló hace dos meses en Román. Que revive el drama como de niños contábamos de vuelta a casa el partido que ganamos en el colegio: «Tampoco me gusta decirlo, pero yo pensaba que me moría. Hubo un momento en que estaba incluso a gusto. Era como una sensación placentera. Luego me han dicho que la gente que se corta las venas tiene la mejor muerte... La imagen de la camilla se me ha quedado grabada. Cuando quité la mano del agujero, se inundó... Dije ¡ostras!... Y en la enfermería me quedaba dormido mientras me quitaban la ropa. Perdí como tres litros de sangre o así. Una chica me repetía que no me durmiera. Y ahí es donde me asustaba. '¿Si me duermo, me muero?', me preguntaba. ¿Sabes lo que te quiero decir? '¿Si cierro los ojos, volveré a abrirlos?'»

Las piernas del diestro valenciano, con dos grandes cicatrices producto de la última cogida.

Y desde entonces su lucha ha sido contra el reloj y contra el dolor que trataba de asumir pronto y a pelo, sin los algodonales de los analgésicos: «Cuando me subieron a la UCI, pedí que me quitaran los calmantes. A Ferrera, que tiene muchas cornadas, le escuché que hay que quitárselos rápido para que tu cuerpo se acostumbre al dolor. Por las noches, cuando me movía, notaba la pierna hinchada como la de un obeso y me dolía. Aún me duele...»
Nada al lado de las primeras sesiones urgentes: «Se me saltaban las lágrimas cuando me pasaban una ventosa para despegar la cicatriz del músculo, no aguantaba más de 10 segundos sin llorar. Chillaba como si me torturasen. La gente se piensa que los toreros nos recuperamos muy rápido, pero no sabe ni del sufrimiento soportado ni de las horas invertidas». Sus jornadas de sol a sol dan fe.

No soy un loco de las actividades de riesgo. Lo pruebo todo pero al final no hago nada. Soy un cagón

La recuperación física casi está, casi. La psicológica suele contar con otros tiempos de cicatrización. Román ametralla las palabras con su desparpajo gestual. Las escupe apenas mordidas. Tiene algo de Harpo con voz, los ojos, los rizos, la expresión. Asegura que Santanero no le ha dejado huella: «Creo que ha sido una cornada de torero. Me ha servido para que me tomen en serio. Por irme detrás de la espada y asumir el riesgo. Si lo hubiera querido hacer fácil, no lo mato. Pienso que estoy mejor que antes. Las tres primeras semanas han sido como unas vacaciones...».

Hay un punto de locura en el trasfondo de este tipo capaz de pasar la delgada línea roja con una sonrisa. De pasear silbando, con las manos en los bolsillos, por una balasera de cuernos. Qué razón tenía Belmonte: «Se torea como se es». Niega su fama de amante de los deportes extremos de una forma rara: «A lo mejor me señalan así por haberme tirado en paracaídas o hacer puenting o practicar kitesurf... No soy un loco de las actividades de riesgo. Por mi forma de ser, por ser una persona muy activa, me gusta probarlo todo, disfrutar de la vida. Lo pruebo todo pero al final no hago nada. Soy un cagón». Y le miro las piernas.

En su carrera por volver cuanto antes, hubo momentos de derrota. De no avanzar. Cuando la musculatura destrozada de la pierna empezó a hervir. Y el muslo se agarrota por el fuego interno de los hierros retorcidos. Fueron 30 centímetros de trayectoria. De lado a lado ensartado por Santanero. Que sacó el pitón por el otro lado. Un agujero encostrado lo certifica.

Román sustituía en aquella pavorosa corrida a Emilio de Justo. Ya había pasado con nota por San Isidro en dos fechas. No sé si sintió que esa cornada no estaba para él, si piensa que sus apoderados -un 66% parte de la empresa de Las Ventas- son los ineptos que creo: «No lo he pensado. Yo quería torear esa corrida y ellos no lo veían. Es cierto que es una ganadería que no me gusta. Pero creía que a nada que me embistiese uno, en el momento en que estaba... Me puse chulo y al final cedieron. 'Oye, es tu decisión'». Pues eso. Que Román es todo corazón, tiene la hierba en la boca y el oficio tierno y en crecimiento.

Tres toros de Montalvo, no uno ni dos, mano a mano con De Justo, esperan el sábado en Valencia a este tipo que se define como ateo, va sin capilla y reza antes de cada guerra. Hará el paseíllo aún con anticoagulante en las venas: «Yo sólo quiero ser el mejor».

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