FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Leo en el Diario de Cádiz que a Paco Ojeda le han
ofrecido un cálido y emotivo homenaje para conmemorar el cuadragésimo
aniversario de su alternativa en el Puerto de Santa María. Jo, como pasa el
tiempo. Vuela. Si –según la letra del famoso tango– veinte años no es nada,
cuarenta es el doble de nada. O sea, la nada al cuadrado. Pero, no. Cuarenta
años dan mucho de sí, sobre todo ofrecen tiempo de sobra a la experiencia o la
veteranía para reposar, para comparar, para analizar sin apasionamientos ni
prejuicios las cosas que fueron y casi no nos dimos cuenta de cómo fueron, de
su apabullante dimensión y, en consecuencia, su trascendental importancia para
el abordaje del futuro. En aquél tiempo aquí el que suscribe no tenía acceso a
este tipo de acontecimientos; es más, solo conocía la Plaza del Puerto por
referencias de las revistas taurinas o los teletipos de las agencias de
noticias. Estaba en ello, desde luego, pero todavía me pillaba lejos. Por
tanto, aquél evento extraordinario estaba fuera de mis alcances de periodista
taurino en agraz, limitado a unos puntuales arrebatos microfónicos en el
entorno local, como mucho, derivados a los de la periferia provincial en la
meseta de la vieja Castilla. Paco Ojeda, no obstante, me tenía prendado por
referencias de toda solvencia y prendido
por las escasas imágenes que llegaron a mis dominios. ¡Cómo toreaba este tío!
¡Qué asombrosa forma de plantarse ante la cara del toro! Y eso que solamente lo
podía ver por fotografías o las pocas imágenes que ofrecía la televisión de
entonces.
Fue en los años 80 cuando acudí a Madrid para verlo torear en la
feria de San Isidro del 84 y un sobrero de Jandilla –¡un inválido!, gritaban en
el 7—que sacó un genio endemoniado y fuerza para regalar, le rajó el muslo
transversalmente, de lado a lado, mientras la gritería protestona se encogía,
acobardada por las increpaciones de la inmensa mayoría del público. Fue esa
tarde cuando me di cuenta de las consecuencias que puede provocar una maldad
incubada desde el sectarismo o la ignorancia, que ya no sabe uno qué es peor.
El caso es que, en aquél tiempo, podías leer al día siguiente que Paco Ojeda
fue gravemente herido ¡por torpe!, cuando en realidad se había jugado la cornada con esa sacrificial apostura
que solo se reserva para los grandes héroes. Pensó que así acallaría las bocas
infectadas de la maledicencia difundida en letras de molde. ¡Ingenuo, Ojeda! La
algazara fue inmensa, en la Prensa desafecta hacia el torero y entre los
sectores más localizados de “la afición de Madrid” (esto último es gratuito,
naturalmente; pura filfa). A los pocos días lo encontré en la sala de embarque
del aeropuerto de Barajas, con la pierna izquierda –la del cornalón–
aparatosamente vendada y extendida hacia la butaca de enfrente. Le saludé
respetuosamente y le deseé pronta mejoría. Él era un ídolo –mi ídolo, por
supuesto– y yo un aprendiz de todo, o sea, don nadie. Lo cuento ahora y el
propio Ojeda se sorprendería si llegara a leerlo, pero es tal cual. Al año
siguiente, el 15 de agosto, le vi cortar el rabo a un toro, también de
Jandilla, en Málaga. Vestía Paco de blanco y oro y aquella fue una de las
faenas más grandes, o al menos de las más impactantes, que vieran mis ojos en
su largo recorrido por los ruedos del mundo. A la salida de la Malagueta, en el
jardinillo de sus aledaños, se me acercó don Álvaro Domecq (que por aquél
entonces, y para mi sorpresa, comenzó a ofrecerme una amistad y confianza que
nunca sabré compensar) y me dijo, con su proverbial cautela y respeto: “¿Ha
visto usted algo semejante?, “¡Jamás, don Álvaro!”, le respondí. “Yo tampoco”,
concluyó. Mi respuesta, habida cuenta de la corta experiencia que aportaba, era
obvia, pero que me dijera “yo tampoco” quien supuestamente lo había visto todo
en el toreo, me dejó estupefacto. Refiero la anécdota para conectar con otra de
unos años después, cuando compartía con don Álvaro burladero en el callejón de
la Plaza de Castellón, en la feria de la Magdalena. Otra vez, el toro era de
Jandilla y en esta ocasión Paco se dedicaba a dar un pase natural y otro de
pecho sin enmendase, pero dejando llegar después los pitones del toro hasta los
bullones de su camisa, frenando en seco su acometida. “¿Cómo puede hacer eso?”,
le pregunté aturullado a don Álvaro. “Espérate, porque puede repetir lo del
otro día en un tentadero en los Alburejos, donde una vaca utrera, completamente
obnubilada por lo que le estaba haciendo con la muleta, acabó lamiéndole la
calzona”. Esperé en vano, porque tal hecho no se produjo, pero no me importó.
Hacía ya tiempo que, en lo tocante a
Paco Ojeda, solo me importaba lo que se producía en mi presencia. No
encontraba –ni he podido encontrar jamás—límites a la tauromaquia de este raro
ejemplar de la madre Naturaleza. Un tipo que comenzó luneando en la marisma de
Sanlúcar de Barrameda, toreando de furtivo vacas mostrencas y cuneras de pelo
rojizo, con el barro hasta los tobillos, y acabó con los pies clavados en las
arenas de España y Francia, haciéndoles a los toros lo que dictaba su
conciencia en cada instante. Porque Paco Ojeda se ponía ante los toros sin
guión previo, ni catecismo del padre Astete taurino que valga, ni siquiera se
acoplaba a las características de la embestida del animal; al contrario, era el
toro quien acabaría por aceptar los dogmas que le imponía el torero. Algo parecido
a lo que Manolete consiguió en su época de esplendor, absurdamente vilipendiada
después de su muerte por Domingo Ortega. A Paco el vilipendio le vino por parte
de tal cual falso gurú que la historia real –la auténtica– del arte del toreo
acabará por instalar en el estrato que verdaderamente le corresponde, porque
hubo un tiempo en que la mezquindad estuvo registrada en un domicilio
permanente, pero, al contrario que al coronel de García Márquez, sí tenía quien
le escribiera. Todo intento por minar solapadamente la inmensa trascendencia de
la forma de hacer ante los toros de este artista genial, fue poco a poco
atomizándose ante una palpable realidad: el toreo es, sobre todas las cosas, un
rapto de inspiración, poner el corazón por delante de la cabeza, abrir la
puerta al sentimiento cuando lo sobrenatural del genio creativo está por encima
del diabólico acecho del cuerno del toro. Ningún pase o suerte que Paco Ojeda
realizaba en el ruedo era igual que el anterior o que el siguiente, de la misma
forma que los versos de un poema tienen rimas y métricas bien diferentes entre
sí. Decía el “sociólogo taurino”
Santiago Araúz de Robles que “torear es
alumbrar una sabiduría intuitiva” y que “el pase es un poema improvisado sobre la curva de la embestida”.
En ambas frases encaja perfectamente la personalidad de Francisco Manuel Ojeda
González y su definitiva, y quizá insospechada, definición: un poeta, sin
quererlo ser, un incomprendido al que –como a todos los genios– le importa un
bledo la incomprensión. Y es que lo asombroso no se puede instalar entre
parámetros, ni mucho menos entre cánones que, en el caso del arte del toreo,
son de ignota procedencia y proclives a su desactivación en cuanto aparezca un
“ojeda” que se empeñe en poner en acción lo inexplicable. Claro que este tipo
de asombros solo suelen aparecer en ciclos de varias décadas. En el caso de
Paco Ojeda, exactamente cuatro, si nos atenemos a su etapa como matador de
toros. En el Puerto de Santa María han tenido el acierto, y el buen gusto, de
exaltar esta singular efeméride. Me parece tan justo como necesario; pero si
por algún raro acaso alguien tratare de minusvalorar la trayectoria de un
torero asombroso, me arrogo la cita de la canción titulada Ni tú ni nadie para
quitarle de la cabeza cualquier veleidad al respecto. La canta con melodiosa
voz una artista mexicana, de raíces españolas, llamada Fey, uno de cuyos
versos, dice: Hay cosas del corazón que la razón no entiende. Pues eso mismo.
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