JUANMA LAMET
Especial para El
Mundo El Puerto de Santa María
La triste actuación del diestro sevillano en el coso
portuense, ayer, supuso el empujón final hacia su sorprendente retirada.
Hubo un momento que definió muy bien la extraña última tarde
como torero de Morante de la Puebla. Ocurrió en el tercer toro, un cuvillo con
bastante que torear, noble y fijo. Que no se comía a nadie. Así como de la nada
emergió uno de los escasos, escasísimos muletazos buenos que trazó ayer el
Genio del Guadalquivir. El pecho por delante, el mentón hundido, la gracia sin
esfuerzo. Desde aquí hasta allá. Porque, cuando torea, Morante torea como dios.
El ole nos colgaba aún de los labios cuando, de repente, se
paró en seco. Él, no el toro. Por un instante, que cobró sentido más tarde,
Morante prefirió no seguir toreando. Se quedó frente al toro y, en lugar de
echar la muleta 'palante' y decirle "¡je!", le miró el testuz y lo
escudriñó como si buscara una respuesta o, mejor dicho, una confirmación. «Encumbrado»,
que así se llamaba el animal, lo esperaba literalmente boquiabierto: vamos,
toréame. Pero Morante negó con la cabeza.
Fueron sólo unos segundos, suficientes para que en los
tendidos de El Puerto de Santa María cundiese la perplejidad: "¿Pero qué
hace?". Morante bisbiseó para sí alguna maledicencia. O no. Quizá
simplemente dijera "¡no es esto, no es esto!". Algo terminó de hacer
clic en su cabeza, y no hubo más. Fuera cual fuera la confirmación que buscaba,
la había encontrado. Como un autómata, alargó el brazo y abanicó al toro con
desgana. Fue una imagen perturbadora, por cuanto no revelaba incapacidad, ni
miedo, sino un profundísimo hastío, un vacío enorme. En ese momento sufrí por
el hombre que tenía delante. Me angustió. Es increíble lo desnudos que pueden
llegar a estar los toreros en medio del ruedo.
Entre la vergüenza torera y el desencanto, Morante eligió lo
segundo. Olvidadas la torería y la técnica, escenificó tres o cuatro ademanes
con la franela, se dio la vuelta, frunció el ceño y agarró la espada, que le
alcanzaron antes incluso de pedirla. En un par de pestañeos, aquel ole fugaz se
había tornado en una sonora pitada; las cañas, en lanzas. Más que una
"bronca torera", como las llama Rafael de Paula, que andaba por el
callejón envuelto en una toalla blanca, aquello pareció un zarandeo colectivo:
"Reaccione, maestro".
Unas horas después, José Antonio Morante Camacho anunciaba
su retirada de los ruedos. Por tercera vez.
Las razones que ha esgrimido el de la Puebla del Río me
hacen pensar, inequívocamente, que ésta es una decisión que ya venía rumiando.
Probablemente, desde mayo. Los veterinarios, los presidentes, el maltrato a los
novilleros, el tamaño del toro actual... nada de lo que aduce Morante concurrió
ayer en El Puerto, adonde cada torero trajo sus toros bajo el brazo, sin
sorteo. Tampoco en San Sebastián, donde se estrelló contra la ganadería de su
apoderado, el sábado. No cabe colegir que un calentón causara el adiós del
cigarrero, pero sí que pudo precipitar el final. Fue, quizá, el último
empujoncito. Me duele decirlo, pero... para estar como ayer, mejor irse ya.
La apatía de Morante resaltó muchísimo más al compararla con
la plenitud boyante de El Juli. El sevillano se llevó tres broncas en el
esportón; el madrileño, cinco orejas y un rabo. El mano a mano acabó en manita,
diría García. El Juli, fiero y ambicioso, incendiaba la piedra portuense cada
vez que remataba una serie, desafiando al tendido con un golpe de flequillo.
Tres veces puso la plaza vuelta abajo, una por cada toro. Al morir la tarde,
sonaban palmas por bulerías y, tras el burladero, a Morante se le estiraba la
cara como si se le estuviera derritiendo.
El cigarrero tuvo peor lote, sí, pero no un lote malo. Sus
veedores (que algo de culpa tendrán, digo yo) le habían escogido tres toros
armónicos de la ganadería que él tildó de "talismán", Núñez del
Cuvillo. Pero Morante no quiso. Pocas veces he visto algo tan claro: aquél no
era Morante. No era ese novillero por el que peregrinábamos los chiquillos
sevillanos como si hubiera renacido el mismísimo Pepe Luis, ni el que rindió
Madrid en la cima histórica del toreo de capa. Tampoco aquel que se transfiguró
en Currito de la Cruz cuando murió Pepín. Delante de mí no toreaba mi torero,
por el que me he partido la camisa tantas veces. Dicen que ayer Morante fue una
sombra. Yo les digo que ojalá. Se puede estar mal, claro, pero no se puede no
estar. Créanme. "Uno no se puede prostituir", le dijo él a Dragó
cuando reapareció por última vez, en 2008. Créanlo a él.
Por cierto, su vestido, añil con hilos blancos, destacaba
otra realidad insoslayable: no está en forma. Lejos quedaron los años de Poli
Gallardo, su ex fisioterapeuta y consejero. Pero hasta eso daba igual en abril,
cuando Morante daba la receta de su temporada, que es también el epitafio
(temporal, seguro) de su carrera: "Espero contar con mucha motivación, y
nada más". Después vinieron los fracasos de Sevilla y Madrid, hasta llegar
a la nada más absoluta en El Puerto, fin de trayecto en pleno ferragosto.
"Morante, peor que cortocircuitado", le escribí a
Zabala de la Serna anoche, como quien lanza una botella al mar. Una hora
después, me llegó un mensaje suyo: "Morante se retira".
Volverá, y allí estaré yo. Lo difícil no es digerir esto. Lo
difícil es la ridícula idea de no verle torear, maestro.
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