FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Es de rigor considerar que las pesadillas son
historias oníricas que provocan en el durmiente un estado de inquietud, de
desazón o de pánico intermitentemente reprimido. De la pesadilla, se despierta
uno con las pupilas dilatadas, cargadas de sorpresa, incredulidad o
sencillamente miedo. Lo bueno que tienen las pesadillas es que cuando uno
regresa a la realidad cotidiana y abre el ojo a ras de la almohada, comprueba
que todo lo que acaba de vivir es cosa virtual, pura falacia, pura comedia, o
mejor, puro melodrama representado sobre el escenario de la imaginación. Y es
entonces cuando el cuerpo se relaja y disfruta en soledad como pocas veces.
Algo parecido al alocado disfrute que provoca la reconciliación de los amantes
tras la negra acritud de una disputa. En cambio, cuando el despertar viene
motivado por el zumbido de ese miserable mensajero que es el despertador
telefónico y compruebas que trae de reata una notica terrible, la pesadilla
pasa a primer plano de la realidad y te deja noqueado por varios minutos en la
lona de la sábana de abajo.
Algo de esto último me ha ocurrido esta mañanita.
El encerado luminoso –y maldito, esta vez– de la pantalla del móvil me insiste
en que es verdad, que debo creérmelo, que ha muerto Dámaso González. Llamo al
torero Vicente Ruiz El Soro y su voz me llega entre sollozos. Marco el número telefónico
de Luís Francisco Esplá –cuñado de Dámaso–, con quien ayer compartí tarde de
toros y programa de televisión en Bilbao
hasta bien entrada la noche y no obtengo respuesta, por lo que deduzco que ya
se ha puesto en marcha y, por tanto, el mazazo luctuoso no tiene vuelta de
hoja. Este 26 de agosto de 2017 pasará a la historia del toreo como un día
tristemente célebre: El día que perdimos a Dámaso. Así, sin apellido. Las
grandes figuras no lo necesitan.
Ha muerto Dámaso, así pian pianito, como toreaba a
los toros y a la vida. Y yo me acuerdo de aquellos años setenta, ya bien
avanzados, cuando le tuve al alcance de mi pluma primeriza, aún con el punto
sin desbastar y, por tanto, insolente y blasfema. A Dámaso, por aquél entonces,
la venalidad o maliciosa ignorancia de la crítica imperante le contaba los
pases en gran alarde peyorativo; y uno, que tenía a aquellos gurús por natural
referencia tardó muy poco tiempo en comprobar cuán injusta y bellaca es, a
veces, la herramienta del escribidor de toros. Y la mente que le da
órdenes, naturalmente.
Me hice damasista desde que le cortó el rabo a un
toro en la feria de Valladolid, allá por el año 77 o 78, no recuerdo muy bien.
Fue aquél ejemplar de la raza bovina de lidia, un claro exponente del toro
mansurrón, huidizo, remolón, incierto, malo de solemnidad, que se refugió en
las tablas; y allí, en el terreno elegido por el toro, Dámaso le llevó prendido
en los vuelos de su muleta cuantas veces quiso, pasándoselo por la faja o por la espalda una y otra vez sin que se
inmutara la figura del torero ni la tela roja de la franela presentara la más
mínima arruga. ¡Ah, el temple de Dámaso! ¡Qué gran descubrimiento!
Estoy seguro que los renglones de los obituarios de
la prensa de mañana se llenarán de temple. El temple por aquí, el temple por
allá. El temple, el temple, el temple… ¿Acaso Dámaso González solo ha
representado en el toreo la imagen del temple?
Creo, sinceramente, que ha sido mucho más. Ha sido
el último mohicano que se echó de bruces sobre el rocoso desfiladero de las
capeas, aquellas encerronas de los años sesenta, en las que no se sabía quiénes
eran más peligrosos, si los toros talludos y cargados de zunas o los mozos
forzudos y armados de garrota que tan bien supo retratar Ángel María de Lera en
su popular obra Los Clarines del Miedo. Miedo daba ver a esos muchachos
barbilampiños, cargados de ilusión y de bullidora entrega, que se ponían
delante de las tarascadas de vacas resabiadas y toros mostrencos, ayunas de
bravura las unas y ahítos de picardía
los otros y, cómo no, en ocasiones de los zurriagazos de las varas de fresno de
los lugareños. Las capeas, afortunadamente ya en desuso, eran un banco
pedagógico primario que presumía de axioma: la letra con sangre entra. A
Dámaso, por entonces, le conocían en Albacete como El Lechero, solo poco antes
de que se anunciara en los carteles de sus primeras novilladas como Curro de
Alba. Ciertamente, el nombre y el apellido de la pila bautismal no ofrecían
gran atractivo para la fonética taurina, pero en muy poco tiempo, ya en
Barcelona, un tal Dámaso González, acabó con el cuadro… en el redondel de la
Monumental.
No soy amante de la estadística. La considero,
simplemente, orientativa para encajar lo cuantitativo, no lo cualitativo. La
tendrán ustedes, ofrecida de forma prolija, en las oportunas biografías que
surgirán tras la desaparición de este gran torero. Me interesa más, por tanto,
destacar la cualidad de Dámaso González como dominador innato de toros mohínos
y reservones, pero, a la vez, la de un conductor maravilloso de los bravos y
boyantes, apoyándose siempre en ambos menesteres en la sólida quietud de sus
piernas, en la firmeza de sus brazos y en la inconsútil suavidad de sus muñecas
de seda. Valiente como el que más, sincero como ninguno, puedo asegurarles que
le he visto cuajar faenas sencillamente antológicas.
Queda, sin
embargo, un aspecto más a resaltar en la personalidad irrepetible de
este ejemplar de la raza humana que nos abandona: su innata bonhomía. Difícil
encontrar un pedazo de pan, vestido de luces o de paisano, del tamaño de Dámaso
González Carrasco, el torero y el hombre que nos ha dejado sorpresivamente,
pintando en el rostro de sus incontables amigos y admiradores el garabato que
representa el dolor de lo irreparable. Entre todos ellos me encuentro. Con
todos ellos me identifico.
Ah, una cosa más: admirado artista, querido amigo:
antes de que desaparezca tu figura de la faz de la tierra, déjate el nudo de la
corbata ligeramente desaliñado entre el cuello de la camisa. Es una de tus señas
de identidad. Dios, te reconocerá en seguida. Pasa, Dámaso, estás en tu
casa.
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