miércoles, 30 de agosto de 2017

DESDE EL BARRIO: Un corazón de caña y oro

PACO AGUADO

Otro grande que se lleva este maldito 2017. Ahora, Dámaso. El león de la Mancha, un hombre y un torero de una pieza. Su gran corazón, el de la persona humilde y abierta al mundo y el que latía despacio delante de la cara de los toracos, se paró en una fresca madrugada del siempre duro final de agosto. Y nos dejó helado el nuestro.

De caña y oro le recordará por siempre el toreo, con ese vestido que uniformaba e identificaba su valor y su temple. Contaba un día su mozo de espadas que, de tan fiel y sencillo, Dámaso llegó a enfundarse el mismo traje de ese color, cada noche lavado de sangre seca y repasado de sueltos hilos de ajado oro, hasta sesenta veces en una misma temporada. Como si fuera su segunda piel, o su inviolable disfraz de superhéroe de los ruedos.

Y se nos va demasiado pronto, justo cuando más disfrutaba de su buscada intimidad y del cariño y del respeto de todos sus compañeros. También de los más jóvenes, que siempre encontraban en él un trato familiar y un consejo discreto, expresado desde esa tímida prudencia con la que intentaba ocultar la grandeza real con la que otros, sin llegar ni a su mitad, se hubieran tirando alardeando todo el resto de sus vidas.

Porque siendo uno de los más importantes que uno haya visto, puede que Dámaso haya sido aún mejor persona que torero, que ya es decir. Y eso que en el ruedo se crecía como nadie sobre su propio desaliño, que henchía el pecho y levantaba la barbilla sobre el aflojado corbatín cuando, ya afincado entre los pitones, lograba rematar su ejercicio de doma con toros de la más variada condición, sometidos a ese exclusivo temple universal que, como una fórmula mágica e intransferible, hacía que todos acabaran embistiéndole sin remisión.

Él mismo contaba, desde la sinceridad de quien se siente agradecido a la vida, que ese temple que le convirtió en torerazo se lo enseñó un toro viejuno durante una de las duras capeas de la sierra de Albacete. Aquel "Lechero" de entonces, apenas un despierto chiquillo de Albacete que se escapaba de casa a cambiar su futuro, aprendió de la cansía actitud del toraco la lección de saber esperar las embestidas para poder despegar como Curro de Alba y consagrarse, definitivamente, como Dámaso González.

Claro que no todo le resultó tan fácil como la forma en que acabó metiendo a los toros en su muleta. Hasta ocho volteretas le pegó el de su alternativa en la Monumental Barcelona que le descubrió ansioso de éxito, entregado a su causa, remontándose a sus propias limitaciones estéticas para imponer la ética de su autenticidad.

Era la única manera que tenía a mano parar romper el infranqueable muro que representaban tanto los grandes maestros en sazón de los sesenta –hasta el mismo Benítez, en su última etapa, era reacio a torear con el incómodo chaval de Albacete– como los nuevos matadores que ya aspiraban a destronarles, por mucho que, pese a sus grandes condiciones, tuvieran que esperar a que estos se retiraran para conseguirlo.

En medio de ese panorama de rabiosa competencia entre tantas figuras deslumbrantes parecía improbable que Dámaso lograra hacerse hueco. Pero la honestidad y el temple, que todo lo pueden, acabaron por ser el mejor arma para conquistar su sitio ante los toros y en el negocio del toro sin que nadie pudiera pararle. Ni siquiera el recién estrenado toro del guarismo, cada vez más grande y aplomado, ni tampoco esa prensa cruel y protagonista que se burlaba cada tarde, negro sobre blanco, de la maravillosa simplicidad de la que hacía gala el torero de la honestidad sin adorno.

La "cátedra" de Las Ventas, que, de tan "sabia" y ciega a las evidencias, tardó más de veinte años en darse cuenta del verdadero valor de la tauromaquia de Dámaso, acabó también sometida por completo a su muleta aquella tarde de primeros de los noventas, la de ese toráncano del paisano Samuel Flores al que el pequeño gigante acabó metiendo la cabeza entre sus dos tremendos pitacos sin necesidad de agacharse.

Hasta entonces, como con muchos otros de sus compañeros de tan brillante y maltratada generación, para él en Madrid todo habían sido desprecios e injustas voces destempladas ante su sincero temple silencioso. Un hostigamiento instigado desde las columnas de una crítica agria y perdonavidas, hasta hacer que, también a gritos, todo un tendido contara, uno a uno, como si fueran vulgares trapazos, los muchos pases templados que Dámaso les pegaba a los toros, demostrándole así su ignorante desdén.

Pero eso ya es historia, un caldo pestoso que quizá no convenga remover ahora que, una vez más, el toreo y su tierra se han volcado una vez más con uno de sus personajes más queridos a fuerza de humildad y bonhomía. Tristemente, y al tiempo que otros de sus compañeros de fatigas, también este año nos ha dejado el gran Dámaso González. Con la inmensa pena de no tener una ocasión más, con un chato de vino y una tapa de queso, de disfrutarle hablando, modesta y sabiamente, de toros y de la propia vida.

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