PACO AGUADO
Otro grande que se lleva este maldito 2017. Ahora,
Dámaso. El león de la Mancha, un hombre y un torero de una pieza. Su gran
corazón, el de la persona humilde y abierta al mundo y el que latía despacio
delante de la cara de los toracos, se paró en una fresca madrugada del siempre
duro final de agosto. Y nos dejó helado el nuestro.
De caña y oro le recordará por siempre el toreo,
con ese vestido que uniformaba e identificaba su valor y su temple. Contaba un
día su mozo de espadas que, de tan fiel y sencillo, Dámaso llegó a enfundarse
el mismo traje de ese color, cada noche lavado de sangre seca y repasado de
sueltos hilos de ajado oro, hasta sesenta veces en una misma temporada. Como si
fuera su segunda piel, o su inviolable disfraz de superhéroe de los ruedos.
Y se nos va demasiado pronto, justo cuando más
disfrutaba de su buscada intimidad y del cariño y del respeto de todos sus
compañeros. También de los más jóvenes, que siempre encontraban en él un trato
familiar y un consejo discreto, expresado desde esa tímida prudencia con la que
intentaba ocultar la grandeza real con la que otros, sin llegar ni a su mitad,
se hubieran tirando alardeando todo el resto de sus vidas.
Porque siendo uno de los más importantes que uno
haya visto, puede que Dámaso haya sido aún mejor persona que torero, que ya es
decir. Y eso que en el ruedo se crecía como nadie sobre su propio desaliño, que
henchía el pecho y levantaba la barbilla sobre el aflojado corbatín cuando, ya
afincado entre los pitones, lograba rematar su ejercicio de doma con toros de
la más variada condición, sometidos a ese exclusivo temple universal que, como
una fórmula mágica e intransferible, hacía que todos acabaran embistiéndole sin
remisión.
Él mismo contaba, desde la sinceridad de quien se
siente agradecido a la vida, que ese temple que le convirtió en torerazo se lo
enseñó un toro viejuno durante una de las duras capeas de la sierra de
Albacete. Aquel "Lechero" de entonces, apenas un despierto chiquillo
de Albacete que se escapaba de casa a cambiar su futuro, aprendió de la cansía
actitud del toraco la lección de saber esperar las embestidas para poder
despegar como Curro de Alba y consagrarse, definitivamente, como Dámaso
González.
Claro que no todo le resultó tan fácil como la
forma en que acabó metiendo a los toros en su muleta. Hasta ocho volteretas le
pegó el de su alternativa en la Monumental Barcelona que le descubrió ansioso
de éxito, entregado a su causa, remontándose a sus propias limitaciones
estéticas para imponer la ética de su autenticidad.
Era la única manera que tenía a mano parar romper
el infranqueable muro que representaban tanto los grandes maestros en sazón de
los sesenta –hasta el mismo Benítez, en su última etapa, era reacio a torear
con el incómodo chaval de Albacete– como los nuevos matadores que ya aspiraban
a destronarles, por mucho que, pese a sus grandes condiciones, tuvieran que
esperar a que estos se retiraran para conseguirlo.
En medio de ese panorama de rabiosa competencia
entre tantas figuras deslumbrantes parecía improbable que Dámaso lograra
hacerse hueco. Pero la honestidad y el temple, que todo lo pueden, acabaron por
ser el mejor arma para conquistar su sitio ante los toros y en el negocio del
toro sin que nadie pudiera pararle. Ni siquiera el recién estrenado toro del
guarismo, cada vez más grande y aplomado, ni tampoco esa prensa cruel y
protagonista que se burlaba cada tarde, negro sobre blanco, de la maravillosa
simplicidad de la que hacía gala el torero de la honestidad sin adorno.
La "cátedra" de Las Ventas, que, de tan
"sabia" y ciega a las evidencias, tardó más de veinte años en darse
cuenta del verdadero valor de la tauromaquia de Dámaso, acabó también sometida
por completo a su muleta aquella tarde de primeros de los noventas, la de ese
toráncano del paisano Samuel Flores al que el pequeño gigante acabó metiendo la
cabeza entre sus dos tremendos pitacos sin necesidad de agacharse.
Hasta entonces, como con muchos otros de sus
compañeros de tan brillante y maltratada generación, para él en Madrid todo
habían sido desprecios e injustas voces destempladas ante su sincero temple
silencioso. Un hostigamiento instigado desde las columnas de una crítica agria
y perdonavidas, hasta hacer que, también a gritos, todo un tendido contara, uno
a uno, como si fueran vulgares trapazos, los muchos pases templados que Dámaso
les pegaba a los toros, demostrándole así su ignorante desdén.
Pero eso ya es historia, un caldo pestoso que
quizá no convenga remover ahora que, una vez más, el toreo y su tierra se han
volcado una vez más con uno de sus personajes más queridos a fuerza de humildad
y bonhomía. Tristemente, y al tiempo que otros de sus compañeros de fatigas,
también este año nos ha dejado el gran Dámaso González. Con la inmensa pena de
no tener una ocasión más, con un chato de vino y una tapa de queso, de
disfrutarle hablando, modesta y sabiamente, de toros y de la propia vida.
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