A la ciudad y al mundo hablará el toreo desde su
basílica durante treinta y un días continuos. Y todo lo que diga, bueno, malo, trascendente,
intrascendente, trascenderá.
JORGE
ARTURO DÍAZ REYES
En el mes mayor de la plaza mayor, la congregación
mayor con la mayor densidad, confesará sus
verdades, y para bien o para mal, los elementos del culto ya no serán
iguales, y así no pase nada, pasará.
Así es y así ha sido, desde aquel 15 de mayo de 1947
cuando “Capachero” de Rogelio del Corral, el
toro que inauguró la feria de San Isidro, se le fue vivo con tres avisos
a Rafael Ortega Gómez “Gallito”, y para
rematar Antonio Bienvenida tampoco pudo estoquear al sexto que le corneó. Feria
de mal augurio esa primera, sin las
figuras (Domingo Ortega, Manolete, Luis Miguel…), en la que además resultó herido grave “El Choni” y se declaró
triunfador sin orejas a Pepín Martín Vásquez.
Parecía que no pasaría nada y pasó. Sesenta y ocho
veces pasó, cada una con más eco. Feria magna,
que da y quita, que construye y destruye dogmas y prestigios. ¿Ser o no
ser? Ella es la cuestión. Su toro, su
público, su palco y su crítica que ahora son de todo el mundo, fraguan en el
ruedo pálido y ensangrentado la verdad
de cada día. La que pese a las banderías y artimañas de las claques, pone
al final, cada cosa en su lugar.
¿Acaso podemos olvidar, de la pasada, esos dos
cinqueños que despedazaron la terna. O los
soberbios encierros de Victorino y Miura, ovacionados de salida y
arrastre que sometieron a sus lidiadores
y desacreditaron a cuantos pretendieron infamarlos. O la brega de Perera con el
puntudo sexto de Adolfo Martín el 3 de
junio, que valió por todas la anteriores?
Yo al menos, que con pesar y por fuerza este año habré
de llegar tarde, no. Nunca.
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