FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Acabo de ver el partido de la Selección española de fútbol
(lo de “la Roja” me parece un maniqueísmo semántico innecesario) y estoy
cabreado. Por eso me pongo a escribir, para ver si ante el teclado se me pasa
el encocoramiento que me han inoculado en vena nuestros muchachos, tras empatar
ante la selección de Marruecos en el Mundial de Rusia. Téngase en cuenta que,
quiérase o no, estas cosas del fútbol de la Selección marcan carácter y tocan
la fibra sensible de la emoción. No queremos que gane un equipo de fútbol
entrenado, mimado y bien pagado, sino que gane el escudo que los jugadores
llevan bordado en la camisola, junto al corazón (que sonará cursi, lo sé, pero
es la pura verdad), con independencia del color que toque en cada caso, es
decir, en cada partido. Queremos que gane España. O sea, que cuando jugamos al
fútbol en la guerra fría –a veces, no tan fría— de un Mundial, nos jugamos
España, nada menos. Por tanto, espero que no se me tache de entrometido por
meterme a redentor en un tema que, supuestamente, no me compete; pero si tal
acaso ocurriera, pido humildemente perdón y, a la vez, licencia para esta
incursión a los compañeros de deportes del periódico, en especial, al maestro
García Candau, don Julián, que sabe de fútbol más que el que lo inventó y es un
gran aficionado a los toros.
Como la inmensa mayoría de los españoles (y españolas, que
diría aquél), he pasado un mal rato frente al televisor, viendo cómo nos
toreaban los moros, esto es, los muy lejanos descendientes de aquellos que
entraron por donde está la finca vejeriega de Jandilla y, según Francisco de
Goya, hicieron sus pinitos tauromáquicos en algunas, bien que fugaces,
apariciones por las arenas taurinas el siglo XVIII. Téngase en cuenta que uno
de los primeros toreros profesionales que gozaron de fama en la Maestranza de
Sevilla se anunciaba como El Africano, del cual, Néstor Luján hace hincapié en
su astucia enjabonada y en una audacia incisiva y acrobática.
Pues, bien, eso fue, precisamente, lo que hicieron los marroquíes con los españolitos sobre la verde
pradera del Baltika de Kaliningrado: emplear la astucia enjabonada de la
emboscada y salir al ataque con endiablada, incisiva y acrobática velocidad.
Los nuestros, por el contrario, se perdían en la apoteosis de los pases de acá
para allá, un toma-ten-no toma-tú, que me da la risa, una componenda que
alguien bautizó con el glorioso nombre del tiki-taka, y que nos es más que una
tomadura de pelo, una horizontalidad insufrible, una exhibición de técnica
futbolera libre de toda coherencia. ¡Solo faltaría que estos magnates del
balompié no supieran tocar la pelota de cuero! Es como si a toreros con varios
años de alternativa se les alabara que pegan pases, aunque sea sin orden ni
concierto, sin que los coja el toro, pero también sin una pizca de hondura y
verticalidad ni miajita de sentimiento. A estos toreros se les moteja de
pegapases, porque se lían a torear y aburren a las ovejas. ¿Tiene mérito dar un
pase al toro con la capa o con la muleta? Ya lo creo. ¿Y dar treinta pases es,
por tanto, más meritorio? En modo alguno; antes al contrario, si después de esa
treintena el público sigue comiendo pipas y consultando la pantalla del
teléfono móvil, es de lo más pernicioso que se conoce en el mundo del toreo. Al
hilo de lo antedicho, a cierto torero de correctas formas, pero de sosería
insoportable, después de la enésima tanda de muletazos de palmaria mediocridad,
un sevillano zumbón le gritó en la Maestraza: ¡Fulano, que te llaman por
teléfono!
A los futbolistas de la selección española debieron haberlos
gritado algo parecido desde los graderíos del imponente estadio Arena Baltika,
en la parte en que se concentraba la hinchada española, por cierto bien exigua.
Veías a Piqué pasando el balón a Ramos con ampuloso ademán, enarcando con empalagosa despaciosidad la pierna del toque
y pasándola por debajo del cuero con la
displicencia del consumado artista que acaba de realizar una obra maestra y,
como poco, entras en fase de apoplejía. Y ahora, va Ramos, imitando a
Beckembauer y se la pasa a Jordi Alba, y este se la devuelve a Ramos, y Ramos
de nuevo a Piqué, y así una y otra y otra vez… ¿pero, qué clase de fútbol es
este? Pues es el fútbol de los pegapases del balón. Los moritos de Marruecos lo
sabían bien, y a punto estuvieron de hacernos un Guadalete. Hasta Manolo, el
del Bombo debía estar desesperado.
Menos mal que el VAR estaba abierto y que constantemente la
pelota caía en los pies de Isco, el único talentoso del combinado nacional, el
único de los colorados que cada vez que se hacía presente prometía que algo
podría suceder. Da gusto verle jugar. Es distinto a todos. Isco es el Morante
del balompié. Pero Isco no puede ganar solo los partidos, aunque marcó un gol y
a punto estuvo de lograr el segundo. El resto del equipo necesita disciplina,
coraje y… ¡arte! Los pegapases del balón no nos representan, quede claro. “Pues
así, ganamos un Mundial”, me dirán algunos. Claro, pero con la contundencia de
Puyol y Ramos, la calidad de Xavi y el
Iniesta en su mejor forma; pero, fundamentalmente, gracias a los aciertos
providenciales de Villa y Casillas en momentos decisivos. También algunos
pagapases del toreo han sido sacados en hombros por la Puerta Grande. La
Historia de los juegos y las artes es así de caprichosa.
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