ANTONIO LUCAS
Diario EL MUNDO de Madrid
A Zabala de la Serna lo puedes ver cualquier tarde de San
Isidro en la plaza de Las Ventas. Enclavijado siempre en el mismo sitio, como a
perpetuidad. En el balconcito preferente que hay sobre toriles. Lleva libreta y
bolígrafo. El móvil conectado a la oreja. Un ojo en el folio y el otro en el
ruedo. Silencioso y concentrado. Pasa la tarde armando frases que después salen
en las ediciones del periódico como una tolvanera de entusiasmo o desacuerdos.
Precisando lo que ha visto. Lo que se pudo ver. Lo que sucedió. Lo que no debió
pasar. Hace literatura con lo imprevisto de una tarde de toros, con su
incertidumbre y su descarga.
Zabala de la Serna escribe con el idioma limpio, con la
palabra capaz de tocar cumbres o sembrar infiernos. Es el mejor cronista de ahora.
Un barroco de ojos azules, rubio, fuerte, casi danés y con tatuajes.
En sus crónicas está todo aquello que importa de la
tauromaquia: el silencio, el misterio que acontece cuando acontece, el pulso de
los tendidos, el tedio, el hastío, la belleza, la violencia contenida, la
verdad de un muletazo que llega a oírse. Son muchas las tardes de redacción en
las que este hombre demuestra que la pasión no necesita argumento explícito.
Igual en la amistad, en la derrota, en el daño y en la alegría. Nunca le he detectado
ese sensible agotamiento del que adolecen los que no le encuentran la postura
al folio.
Zabala de la Serna no ejerce de taurino a tiempo completo.
Es un cabal que ama el toreo sobre todas las cosas. Le viene de lejos (y de
genes) la singularidad, la elegancia, el filifí que pulsa el corazón y la
escritura. Viene del linaje de Victoriano de la Serna, el abuelo al que nunca
llamaba abuelo. De Peñuca de la Serna, su madre, elegante y tocada de gracia y
audacia. De la sangre de Vicente Zabala Portolés, mítico cronista taurino del
diario 'Abc'. No es leve su lumbre originaria.
En estas piezas de aquí despliega una antología donde la
excelencia perdurable del texto revive un acontecimiento irrepetible, aquel que
se da en una plaza de toros y tiene algo de redoble de conciencia, de
correspondencia estética y de golpe psíquico. Ahí se concentra el ritual
taurino y eso mismo es lo que alumbra Zabala de la Serna con un puñado de
palabras que en los momentos de gracia se convierten en un tratado de armonía.
No es un escritor enardecido, sino un observador que del
reposo y la distancia extrae rachas de fuerza reveladora. Y sabe, por decirlo
con Bergamín, que "torear es desengañar al toro, no engañarlo. Burlarlo,
que no es burlarse de él".
En periodismo conviene tener clara la certeza de que a cada
crónica, a cada artículo, a cada reportaje, a cada párrafo es importante
ampliar el campo de la búsqueda. Que un texto no sea igual al de anteayer,
aunque pueda serlo su motivo. Que cada entrega intente abrir un surco nuevo,
dispensar algo no escuchado. Y eso lo encuentro en el trabajo de Zabala de la
Serna, que se desplaza con paso seguro de la descripción a la reflexión, del
fervor al aforismo, de la sentencia a la duda.
Porque Zabala de la Serna -lo diré: en EL MUNDO le llamamos
'Zabalón'- hace del ejercicio de contar un instante cualquiera del toreo un
episodio de inequívoca singularidad. Más pedagógico que amable. Más exigente
que académico. Él cuenta y no traspapela su quilate de rigor en la prisa del
dictado. Ni olvida la información a dar. Ni escurre la ironía. Y en medio deja
vibrando salpicaduras de poesía y de relato, de narración que va en busca de
las valiosas significaciones que se dan cuando un hombre se coloca delante de
un toro y aquel mundo abigarrado y caricaturesco que acumula la actualidad se
transforma lentamente en tiempo quieto, en liturgia, en algo mítico.
Porque Zabala de la Serna escribe a compás. Como gusta a
Rafael de Paula: "Se torea a compás, como se baila; y se canta a compás,
como se vive o ha de vivirse. A compás".
El toreo de los últimos 20 años pasa por este hombre. A él
le debemos la memoria de tardes como aquella en que el misterio prendió y una
vez concluidas sólo repican ya en la memoria. En la memoria y en la escritura.
Porque más allá del recuerdo sobrevive la palabra. Y eso lo sabe Vicente Zabala
de la Serna, que ya tiene parte de su legado periodístico y caducifolio reunido
para perdurar.
Es el centinela infatigable de ese tesoro custodiado por
unos pocos: el lenguaje taurino. Ese desvío entrecruzado de vida y de lo otro.
Qué fortuna tenerte cerca, 'Zabalón'.
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