jueves, 14 de julio de 2011

DEL DIOS TORO: Madame Batterfly

BARQUERITO

El toreo es emoción o no es, dicen los clásicos. No todo lo que dicen los clásicos tiene que ser dogma de fe. Un toro no es emoción por el hecho de ser toro. Ni un torero. Sin embargo, el espectáculo –es decir, la corrida, conformada por toro, torero y público- se atiene a pautas precisas en lo que toca a emociones.

Si vibra y brama la mayoría del público, la emoción puede medirse por grados. Y hacerse contagiosa, destilarse, evaporarse, fundirse. Una corrida sin emociones comunes puede ser un bello espectáculo.

Si el toreo fuera invención japonesa, por ejemplo, podría hacerse la prueba. El día de los miuras estaba sentada en una de las gradas de sombra de Pamplona una joven estudiante japonesa que por primera vez presenciaba una corrida de toros. Se emocionó con todo lo que estuvo pasando de principio a fin. Abría la boca de admiración, se comió su bocadillo de ajoarriero, dio las gracias, hizo reverencias, no hablaba una palabra de español, con la mirada y las manos dio a entender que estaba maravillada. Tal vez vuelva el año que viene. Pero ayer no estaba.

Todos somos gente de paso. Todos: los de las peñas de sol, los de las andanadas, los del palco de la Meca, etcétera. La pena fue que esta muchacha japonesa no estuviera ayer donde había que estar: en la plaza. Porque fue, en punto a emoción, la corrida de la feria. Juan Mora en la enfermería con dos cornadas, un quinto toro descarado y cornipaso de Cuvillo que tuvo la fiebre suficiente y El Juli desatado pero dueño de sí, como suele, para volcar el ambiente como si el toreo fuera una tragicomedia –algo de eso hay siempre- y para sembrar emociones como una carcasa de fuegos de artificio que explotan por todas partes y todo lo iluminan: en capote a la verónica, un quite de chicuelinas buenas, una faena de arrojo, cerebro y poder, un ritmo trepidante y despacioso, la imaginación desbordada en comunión con quince mil gargantas subrayando la cosa toda.

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