Tres toros sobresalientes en el debut del hierro de San Mateo en la de rejones de San Fermín, una faena magistral de Pablo y otra de alardes de uno de sus discípulos.
BARQUERITO
DE TODAS LAS CORRIDAS del venero Urquijo-Murube que los Capea vienen echando para rejones hace casi diez años, ésta de Pamplona fue la de más cuajo. Espectacular la presencia. No cabe hablar de trapío en los toros de rejones, porque se juegan despuntados, y, sin embargo, todos los toros del envío, salvo un segundo más escurrido o más terciado, tuvieron presencia imponente. Incluso un primero llamativa y exageradamente desmochado; y, desde luego, los tres últimos. Siendo una corrida de aparatoso tamaño, no careció de armonía. No fue, por lo demás, corrida igualada o pareja, sino que quedó la sensación de que los cinco del hierro de San Mateo venían de sementales distintos, y no solo por las hechuras o el remate, sino también por la condición, la manera de emplearse y combatir, y hasta por la forma de morir, que tanto define a los toros.
Virtud común a esos cinco de San Mateo fue la de galopar de salida como ya no se estila. La divisa espoleó a los cinco y los cinco se asomaron con una velocidad extraordinaria. Para hacer los honores a un rasgo clásico en la sangre Murube, el sexto quiso saltar la barrera incluso después de herido por un rejón de castigo trasero, y no logró su propósito porque la barrera de Pamplona alza más de metro y medio y juega el papel de pared disuasoria.
Se soltó de carrera al principio alguno de los toros, pero sin llegar a irse del todo ninguno. Fieles al estilo de la estirpe, fueron a más cuatro de los cinco: en particular el sexto, que con un solo hierro de castigo se cambió después del amago de salto en un error de cálculo, porque, en banderillas, que son como la muleta de un rejoneador, el toro cobró bríos y vida nueva, y no paró. El quinto, levemente lesionado en un recorte, era el de más peso de todos: 570 kilos. Le costó poder con ellos más que a cualquiera de los otros.
Todos fueron de nobleza más que notable. El cuarto, no tanto: fue el único que se decidió a escarbar, ¡ay!, y el único que le pegó al aire dos cornadas y, penúltima deshonra, el único que se vino a tablas para aconcharse antes de rodar y morir. El toro segundo, del hierro de San Pelayo, se lanzó de partida con las manos por delante; formas y fondo fueron diferentes; y se aplomó antes de lo previsto. Los Capea habían lidiado en corridas a pie tres o cuatro veces en San Fermín, y más de un toro más que notable, pero el compromiso de la de rejones era nuevo y un reto: ocupar el puesto que siempre se había reservado para Bohórquez. Salió la apuesta a pedir de boca.
Pablo Hermoso hizo con el primero las cosas más difíciles y logradas de la tarde: costó pararle los pies al toro, pero Pablo lo fijó en cuatro someros recortes y rodeos, arriesgando lo indecible, reuniéndose al estribo y clavando arriba; fijaron al toro con capotazos en las transiciones y Pablo hizo renovadas maravillas con dos de sus grandes caballos muleteros: «Chenel», espectacular en los pasos atrás, e «Ícaro», que se enrosca con el cuello sobre el cuello del toro como si cargara la suerte. El trabajo fue de una torería rotunda: toreo puro. Con adornos finales. El acierto al clavar –ni una pasada en falso, los hierros reunidos en una gavilla mínima- y el temple en cada viaje fueron una delicia. Sensacional el rejonazo de muerte. Por el hoyo de las agujas.
El hecho de abrir Pablo cartel no fue tan duro para él –por abrir, con público aún frío, y por torear el cuarto en plena merienda de los paganos- como para sus compañeros de terna, pues la diferencia se dejó sentir inevitablemente: a Galán le costó parar y fijar al segundo, Armendáriz pasó apuros con el tercero, que se arrancaba de bravo en cuanto lo llamaban. El toro de la merienda fue el menos propicio de los de San Mateo: escarbó y pegó taponazos. Consintió y expuso Pablo. El tordo «Manolete», nuevo en Pamplona, dibujó piruetas en plena suerte y como no aires de adorno. ¡Genial! Lo notorio fue la seguridad de Hermoso en los ataques en corto y en el platillo sobre un caballo «Machado» que de mes en mes parece esmerarse.
La entrega de Sergio Galán, el entusiasmo de Roberto Armendáriz. A remolque o rebufo del canon del toreo a caballo que impuso Pablo. Mérito de Armendáriz fue acabar acoplándose al bravo ritmo del sexto sin desmoralizarse. La cuadra de Roberto es excelente, está a punto y parece que los caballos saben torear. Todavía abusa Roberto de los gestos, pero se ha enriquecido como jinete.
Galán se llevó el toro de San Pelayo que completaba corrida, y que se aplomó, pero supo apurarlo. Un caballo estrella: «Apolo», que parece el de Troya. El quinto, muy noble, fue el de menos vida de los seis, y jugó tranquilo con ella Sergio.
FICHA DEL FESTEJO
Cinco toros de San Mateo y uno -2º- de San Pelayo (todos, de la familia Gutiérrez Lorenzo). Fue corrida de gran cuajo, largo fondo y muy buen juego. El primero, de particular fijeza, el tercero, pronto y en galopes vivos, y el sexto, que se vino arriba de manera espectacular, fueron los de mejor nota. Manejable el cuarto, que escarbó, pegó algún taponazo y murió aconchado en tablas; bondadoso el segundo, que se fue apagando; el quinto, que descolgó con estilo, tuvo menos fuerza que los otros.
Pablo Hermoso de Mendoza, dos orejas y saludos. Sergio Galán, una oreja y silencio. Roberto Armendáriz, vuelta y dos orejas.
Miércoles, 6 de Julio 2011. Pamplona. 2ª de San Fermín. Lleno. Soleado, templado, ventoso.
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