BARQUERITO
La inteligencia como lidiador es una de tantas virtudes de El Juli. No todo el mundo distingue la lidia precisa de la que no lo es. Sin conciencia de ello, el primero que lo advierte es el propio toro, que se resabia con los capotazos malos o de más, con los toreros mal colocados o con los puyazos traseros. Empezó un día a hablarse de toros agradecidos y toros ingratos, como si tales especies fueran reales. Una metáfora justa. Una lidia precisa y sucinta, y las de El Juli y su cuadrilla suelen ser modélicas, resultan mano de santo para el toro que sea.
Los dos que mató ayer El Juli fueron de distinta condición. El primero, cobardón, no se encelaba ni venía cierto, se dolió con genio en dos puyazos y estaba por ver cuando tocaron a muerte. Ha cundido la mala idea de que al toro encogido hay que pegarle muchos capotazos para desengañarlo o ponerlo en claro, y El Juli hizo exactamente lo contrario: no forzarlo, ni pretender sujetarlo ni llevarle la contraria.
El Juli es torero de largo repertorio, y largo porque sabe convertir el repertorio en suertes de lidia y no en meros fogonazos. A ese segundo toro que entre vara y vara pretendió hacerle un regate le pegó de repente un lance por delante revolado como media serpentina. Una de las cosas más sabrosas de la tarde. Dejó fijado al toro.
El talento de El Juli se transparenta tanto en los gestos grandes –el sentido de terrenos y distancias, el compás y la cabeza para ligar- como en los que parecen pequeños. Ese capotazo magistral, por ejemplo. Hasta en la renuncia a quitar por chicuelinas al quinto, y en quite ya iniciado, hasta en eso se deja sentir lo largo que es El Juli. Al segundo lance, el toro se distrajo con el monosabio que guarda el caballo de puerta y se arrancó de bravo al tercero de cuadrilla. Y entonces El Juli desistió. Le había gustado el toro. Le dio fiesta luego. La que todo el mundo vio, la que vivió el toro mismo y la que se pegó el propio Julián.
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