lunes, 20 de julio de 2020

OBISPO Y ORO - Mia no es de nadie

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman

He ido al cine, la otra noche; mejor dicho, el cine ha venido a mí, en forma de proyector casero, en uno de esos conciliábulos familiares que se forman en las  tardías anochecidas del verano, este verano loco, de hidroalcohol y mascarilla a mogollón. El caso es que, sin entrar en grandes especificidades, la otra noche fui espectador ocasional de una sesión de cine sobre la blanca pared de un salón comedor. Una peli de grado infantil, dado que había “ropa tendida” en el improvisado patio de butacas.  Niñas. Dos, de siete y tres años, concretamente. Fue elegida por aclamación popular el largometraje Mia y el león blanco, dado el “efecto llamada ” que produjo en Lola, la niña mayor, el tráiler visionado unos días antes. Luces apagadas y –esta vez-- fuera palomitas.

Cuando el tibio ronroneo del proyector dejó ver el haz blanco de luz que se proyectaba sobre el yeso y el temple de la pintura, me quité una pila de años de encima. A la edad de Lola, veía yo en Matapozuelos las películas en blanco y negro con galanes de bigote recortado y pelo engominado y señoritas de labios remarcados y enormes polisones, que se acercaban las bocas hasta la “distancia de seguridad” cifrada por la censura de entonces, con lo cual, el beso previamente guillotinado, desaparecía del celuloide, entre la tremebunda silbatina del personal machuno que ya fumaba cigarros liados de caldo de gallina. Era el cabreo del rijoso frustrado. Un abucheo tan cerril como incomprensible para los de pantalón corto y escarpines. Nada que ver la ingenuidad de aquellas cintas de 35 milímetros mutiladas adrede con estas superproducciones impecables de imagen y sonido HD o 4K, dotadas de un color hiperreal, deslumbrante y majestuoso. Lo que se proyecta ahora parece ser cultura total, cine avanzado para sociedades avanzadas, un cine ideológico que porta mensajes de alto grado de compromiso con el Planeta, consignas idealistas que hacen funambulismo cabalgando sobre el filo de una verdad oculta que es menester “poner en valor”. ¿Alguien lo duda?  Comienza Mia y el león blanco. Atentos  la pantalla.

La trama se basa en una familia que se dedica a la cría de animales salvajes en una granja de su propiedad, a la cual --a la familia, no a la granja—les ha salido una hija ”asilvestrada”, cerril, contestona, bocachancla, impertinente e irrespetuosa, que  manifiesta de viva voz su odio a la familia –tal cual-- y amenaza constantemente con  tomar la puerta, sin cerrar al salir; es decir, el paradigma de una mujer en embrión –rondará los catorce—alistada en la moderna sociedad de la feminización castrense. El negocio familiar es una industria cara y complicada de manejar, porque precisa personal especializado en la convivencia a distancia con toda clase de carnívoros de alta peligrosidad, donde reinan varias manadas de leones en estado de libertad vigilada. La niña protagonista, la Mia en cuestión, se rebota por cualquier tontería y rechaza todo lo que le rodea. A los animales, también…hasta que nace un león blanco, especie rarísima que puede salvar la paupérrima economía del negocio. No explican los guionistas por qué el pequeño león blanco elige a la niña grande como ama de cría y ésta responde con un enamoramiento desbordante por la criatura, al punto de hacerse inseparables. Y aquí comienza un interminable rosario de escenas almibaradas, con incesantes arrumacos, lametones, revolcones llenos de ternura y una serie de lances dedicados a demostrar que uno no puede vivir sin la otra y viceversa. Abreviando: Mia y el león blanco se hacen amigos inseparables, obrándose el milagro de que  la fiera, ya talluda y hambrienta, de afilados colmillos y abundosa  melena, respeta las tiernas carnes de su amiguita y en sus soledades de la sabana, no le tira un bocado ni por ensoñación.  Solo quiere jugar con ella y hacerse mimitos. Ja.

Viendo estas cosas, uno se da cuenta de la deriva irresponsable que ha tomado la mentecatez animalista. A los niños no se les puede inocular la falacia de que las fieras no matan a los que son buenos y cariñosos. Más que falacia diré que es el detonante de un asesinato que se incuba en la ignorancia previamente programada. El león y demás individuos de su especie superviven gracias a las armas –colmillos y garras—“que Natura les dio por naturales”, para proveerse de alimentos. Matan sin compasión, porque así lo dicta su instinto. Otra cosa es el adiestramiento que le hayan dado al animal para el rodaje de esta película y las precauciones inevitables que habrán tomado los veterinarios y especialistas en tan ardua cuestión; pero querer demostrar que un león en la sabana si se le da el biberón de pequeño, de mayor se mete contigo en la cama y no te desayuna es un barbarismo absoluto.

Hablando de barbarismos: el más grande y más duro, acaece cuando la tal Mia le apunta a su propio padre con un rifle y le dispara. A la chica no le importa matar a su padre, con tal de salvar a su amiguito  --el leonazo de luenga melena y colmillos afilados-- de la venta, supuestamente, a unos cazadores. A ver si lo entiendo: ¿para salvar a un animal –y al  Planeta--, una niña debe estar dispuesta a matar a su padre con un fusil ametrallador? Menos mal que era de dardos anestésicos; pero la niña no lo sabía y apretó el gatillo, lo cual provocó en Lola, la niña espectadora del esperpento, un grito de angustia que acabó con aquella sesión de cine palomitas de una noche de verano.

En esas estamos. La corriente animalista está llegando a extremos que rayan el delito, por incitación al odio contra la especie humana, incluido el padre de una niña preadolescente. Y lo proyectan en salas de cine, sin el menor rubor. ¿Adónde vamos a llegar? Por lo menos Walt Disney les ponía humor a sus películas de animación, pero esta de referencia supera todo lo imaginable. Me parece un bodrio peligrosísimo. De  parecida opinión es el crítico John De For, que escribe en The Hollywood Reporter : los espectadores podrán perdonar la torpeza de la dirección, la artificialidad de la trama o los diálogos obvios. Pero hacer que los niños se identifiquen con una niña que se mete en jaulas de leones es un error cinematográfico.

Creíamos que la tonta del bote que hace unos días se metió en una finca de labor con su galgo de compañía y en cuanto salió una liebre el perro le dio caza después de una larga carrera y se llevó el botín entre los dientes, mientras ella aseguraba que “estaban jugando, no más”, había sido la última consecuencia del amancebamiento entre la estupidez y la ignorancia. Pero, no. La aventura de  Mia lo ha superado con creces.

Espero no contribuir a publicitar tal aberración. Mia (sin tilde) no es de nadie con dos dedos de frente. Por si acaso, un ruego: no la vean. Y, menos, con  niños.

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