ZABALA DE
LA SERNA
@zabaladelaserna
Sabía del delicado estado de salud de Juan Silveti
desde hacía mucho tiempo. Y, sin embargo, su muerte me ha sorprendido fuera de
juego. Los recuerdos de Juan se agolpan en mi memoria. Fui afortunado por tener
un trato tan cercano. Sólo oírle hablar de toros resultaba un privilegio. Pero
como todos los grandes sus relatos se alejaban de la egolatría. Rara vez se
situaba en el centro del cuento. El hijo del Tigre de Guanajuato, aquel héroe
de las treinta y dos cornadas, cuatro balazos y dos puñaladas, el mexicano
bravo que bautizó a su colt con nombre de mujer -"Genoveva"-, encarnó
la finura en los ruedos españoles de la década de los 50. Madrid y Sevilla
fueron testigos de la grandeza de su orfebrería.
Forjamos la amistad vía Joaquín Almero durante el
tiempo que apoderó a Alejandro Amaya. Vimos a su hijo David en su última tarde
en la Monumental del D.F. y le esperamos emocionados en el hall del hotel
Camino Real para jalearle su gloria. Pero el Rey David nunca bajó de la
habitación. Como una premonición del adiós decidido por su propia mano. Nunca
me faltó de Juan la llamada de agradecimiento tras las crónicas a su nieto
Diego.
Hace relativamente poco tiempo, en verano
probablemente, Alejandro Silveti me telefoneó con cariño porque cité su péndulo
en televisión. Ya ves. El señorío como sello inconfundible de la casa.
De Juan Silveti, el Tigrillo que fue mucho más que
el hijo del Tigre, no olvidaré muchas líneas de vida ni aquella de una mañanita
mexicana en la que trazó una frontera entre ser mito y figura en el toreo,
porque no es lo mismo. "Ser mito es mucho más chingón. Conlleva más
privilegios y menos responsabilidades", me aclaró. Y lo decía él, que ha
sido mito y figura más allá de la leyenda de su dinastía.
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