PACO AGUADO
Es probable que la fiesta de los toros necesite
algunos cambios para mejorar más que para adaptarse a este siglo XXI en el que
ya estamos inmersos. Pero ninguno de ellos puede ir en contra, ni siquiera
mínimamente, de la esencia de un espectáculo que, ciertamente, ha ido variando
en sus formas durante tres siglos pero nunca ha llegado a perder ese intrínseco
fondo de autenticidad que le mantiene vigente.
Conviene insistir en ello justo ahora que, como se
sabe en algunos ámbitos restringidos, el reaparecido e hiperactivo Enrique
Martín Arranz anda empeñado en desarrollar un inédito tipo de espectáculo
taurino en el que, reuniendo distintas tauromaquias en una extraña mezcolanza,
se reduzca de cara al público la visión de la sangre y se acabe con la sensación
de crudeza de la lidia.
Al parecer, los estudios del veterinario Julio
Fernández, que son una de las bases sobre las que se sostiene el proyecto,
apuntan especialmente hacia las novedades a aplicar en la suerte de varas, en
tanto que el facultativo dice haber comprobado que las heridas de la puya no
ahormarían tanto a los toros de cara al último tercio como el simple esfuerzo
de romanear en el caballo.
Es decir que, sin dudar de su buena voluntad, los
ideólogos del experimento están metiéndose de lleno en un terreno pantanoso,
por la gran polémica interna que siempre provocan estos asuntos. Pero también,
y eso es lo realmente peligroso del caso, estarían inconscientemente dándole al enemigo
argumentos, todavía no contrastados plenamente pero sí suficientes, como para
poner en bandeja al animalismo la victoria final sobre la tauromaquia.
Porque antes que a los estamentos taurinos,
siquiera a la Fundación del Toro de Lidia, a los profesionales que luchan por
la dignidad de su oficio o a algún grupo de buenos aficionados, Martín Arranz y
los miembros de su Asociación de Tauromaquias Integradas se han ido
directamente a presentar sus conclusiones nada menos que a los “podemitas” del
Ayuntamiento de Madrid, lo que sucedió hace unos días en la Venta del Batán.
Puede que en su afán por mantener abierto para el
toreo ese mítico recinto de la Casa de Campo, de donde salieron tantos toreros
al calor de la vieja y ejemplar Escuela Taurina de Madrid y donde, por
desgracia, hoy solo entrenan algunos banderilleros, Martín Arranz haya querido
congraciarse así con unos políticos radicales a los que, creemos y esperamos,
apenas les queda un año y medio al frente del ayuntamiento madrileño.
Lo preocupante es que, como consecuencia de ello,
los argumentos de este espectáculo pre-incruento puedan estar ahora circulando
alegremente entre ciertos sectores animalistas –puede que no tardemos en
comprobarlo– como una confesión de parte, como un arrepentimiento taurino que
nadie siente y como un síntoma claro de claudicación a las machaconas y
sufragadas campañas abolicionistas.
Y es que no será otra la interpretación que harán
de este proyecto experimental unos concejales y una alcaldesa que han mostrado
sin ambages su intención de cerrar la desahuciada Escuela Marcial Lalanda, a la
que ya le cortaron dictatorial, aunque momentáneamente, las ayudas y que se
están frotando las manos a punto de que expire el plazo del contrato firmado
con el anterior ayuntamiento del Partido Popular y que no han tenido más
remedio que respetar contra su voluntad.
Si la fiesta de los toros necesita algunos
cambios, como parece, puede que, en vez de lanzarse al vacío o en manos del
enemigo, mejor hubiera sido debatir el proyecto de puertas adentro, intentando
llegar a un consenso entre sectores, siempre difícil pero nunca imposible si
hay voluntad y sentido común en el debate, con el que presentarse en las únicas
instancias donde pueden cambiarse las normativas taurinas.
Peo en todo caso, y volviendo al arranque de esta
artículo, ninguno de esos cambios formales que lleguen a plantearse puede
afectar en lo más mínimo a la verdadera esencia de la tauromaquia, a su
autenticidad y a su espíritu, a esos valores que le convierten en un
espectáculo incomparable cuando se desarrolla en toda su dimensión de valor,
arte y bravura.
Sin sangre, ya sea del toro o del torero, sin la
evidencia apabullante del riesgo, sin ese necesario triunfo de la vida sobre la
muerte que es cada faena y cada festejo, las corridas de toros dejarían de ser
ese rito inquietante que ha apasionado y educado a millones de personas durante
generaciones.
Cualquier cambio hacia lo "light",
cualquier merma o cualquier concesión a la memez dominante hará que se
conviertan, para su decadencia y extinción definitivas, en uno más de los
intrascendentes y consumistas espectáculos de esta sociedad deshumanizada por
lo virtual. Por eso mismo, en la partida de futuro que nos estamos jugando
estos días, el tremendo contraste que la tauromaquia auténtica representa
frente a la estupidez globalizada es nuestra única baza ganadora. Sólo podemos
ir al todo o nada.
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