lunes, 4 de enero de 2021

OBISPO Y ORO - Pagés, la verdad de "don Verdades"

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
 
Siendo la empresa, por definición, una entidad que emplea como factores de producción el capital (dinero) y el trabajo (esfuerzo) de quien la gestiona o dirige (el empresario), encontrar en el mundo de la Tauromaquia individuos que hayan logrado rentabilizar el uso de los citados factores se antoja poco menos que quimérico. Aun considerando las consabidas excepciones, es preciso reconocer que, por lo general, el organizador de festejos taurinos es un tipo mal visto, repudiado, cuando no odiado, por el entorno social en que se integra. Al menos, en España. Utilizando un prejuicio inaudito, el empresario taurino es considerado reo del fracaso de una tarde de corrida, como si el fiasco hubiera sido buscado adrede, para zaherir la buena fe de quienes se acercan a la taquilla. Protesta el cliente ante el gestor de la empresa por la mansedumbre o debilidad del toro o por la impericia o absentismo obsceno del torero; una protesta fundada en el lógico derecho a recibir un producto de calidad, pero presuponiendo, ladinamente, la iniquidad de quien se juega en la inversión su caudal y su prestigio, olvidando que el producto (el espectáculo, en sí) es cuestión tan impredecible como perecedera.
 
Asumiendo los postulados que anteceden, y a pesar de que media una distancia considerable entre los años de su mayor esplendor y mi uso de razón taurina, déjenme que, por una vez, haga pública confesión de mi admiración hacia un gestor de plazas de toros: don Eduardo Pagés Cubiñá. No tanto por su alabado y reconocido ingenio para descubrir nuevos horizontes en la fiesta de los toros --la creación del toreo cómico o el invento de las corridas goyescas fueron sus logros más novedosos-- como por el ejercicio de una vocación perfectamente desconocida por la gente del común: la literatura. Don Eduardo, fuera del callejón de sus plazas de toros, fue un ávido consumidor de la faceta literaria que acompaña al hecho cultural de la Tauromaquia. Una vez culminada la contratación de ganados y artistas –y aún sin consumarla--, Pagés se encerraba en su despacho ante la impávida y solitaria desnudez del folio en blanco y se daba con avidez a la escritura, cultivando el género literario del ensayo con libros como Dominguín, su arte y sus éxitos, Toreo cómico, torero serio y toreo triste, La república del toreo…, comedias como Salustiano Patrono o, en fin, conferencias que dictaba allá donde fuera requerido a tal efecto; pero en el género que se entregó con mayor entusiasmo fue el del drama, llegando a escribir hasta cuatro obras de teatro… pero en verso, porque esa fue su principal debilidad literaria: la poesía. Mira que alcanzó gran popularidad con un semanario taurino, por él fundado, titulado El Miura, incluso el seudónimo --don Verdades-- con que firmaba sus reseñas o crónicas en esa y otras publicaciones de toros; mira que  causó estupor –y envidia entre los colegas de la época—la propuesta de exclusivas a toreros, unas para abonar la simiente de promesas en puertas de la adolescencia –los “niños” de Bienvenida, en el año 28— y otras para rescatar a eméritos ilustres, reclamados por aficionados nostálgicos –Belmonte, El Gallo, y Sánchez Mejías, en el 34--; pero la poesía fue su gran pasión, desde la romántica amorosa a la dulce y divertida del romance. Diríase que fue su otra gran pasión; una pasión semioculta, porque la externa y más oreada era la que sentía por el arte del toreo; tan es así que no dudaba en empuñar capote o muleta para emular al mismísimo Juan Belmonte –su leal amigo—en aquellas mañanitas frescas de tentadero en la Moral de Castro, el predio salmantino del ganadero de bravo Lamamié de Clairac, sede habitual de la insurrección protagonizada por algunos criadores de bravo (Belmonte y Pagés, entre ellos) contra la dominante Unión de Criadores de Toros de Lidia, que les acusaba de incumplir la prohibición de venta de ganado fuera de nuestras fronteras.
 
Un empresario que llega al mundo de los toros impelido por su desbordante afición, que adquiere parte de la ganadería parladeña de Curro Molina mientras compra y gestiona plazas de toros como la de San Sebastián y Valladolid, o timonea las de Santander, Bilbao, Salamanca, Murcia o Bayona, además de otras de menor fuste, atiende a sus “inventos” ya mencionados y apodera a máximas figuras, como Juan Belmonte y Domingo Ortega, ¿cómo se explica que tuviera tiempo para ejercer la literatura con tan apasionada entrega? Tengo para mí, que estamos ante el hecho más insólito que haya protagonizado un personaje taurino de tan alto rango. Un catalán poeta manejando miles de duros puede llegar a ser un enigma inexpugnable. Ya tiene mérito, la cosa.  Nadie pudo jamás descifrarlo porque Eduardo Pagés murió a los 55 años. Demasiado joven para morir. Le llega a pillar activo en estos tiempos y es a él a quien conceden la Medalla al Mérito en las Bellas Artes que este año ha recaído en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, la última y gran perla de Pagés (“la mayor ilusión de toda mi vida”, declaró), una joya que culminó su impecable trayectoria, con la que aseguró, además, la gestión familiar del santuario taurino maestrante hasta su actual y tercera generación. ¿Tiene o no tiene mérito lo logrado por este hombre?
 
Pues que quede bien claro: Pagés, además de un factótum del ingenio empresarial, amaba la Fiesta desde dentro, con un capote en la mano o paseando junto al toro entre los morriles del pienso; pero también supo explorar y encontrar su vena literaria, empleando otro tipo de ingenio: el que nos descubre a un romántico empedernido y a un soñador melancólico. De esto sabía más que nadie el cronista taurino de ABC Antonio Díaz Cañabate, a quien Pagés dedicó un romance castizo plagado de añoranzas.
 
Porque creo justo destacar esta última faceta, desconocida para el gran público, del que considero el mejor empresario taurino de todos los tiempos, me parece oportuno traerla a colación. Será, si me lo permiten, la absoluta verdad de don Verdades.

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