FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Siendo la empresa, por definición, una entidad que
emplea como factores de producción el capital (dinero) y el trabajo (esfuerzo)
de quien la gestiona o dirige (el empresario), encontrar en el mundo de la
Tauromaquia individuos que hayan logrado rentabilizar el uso de los citados
factores se antoja poco menos que quimérico. Aun considerando las consabidas
excepciones, es preciso reconocer que, por lo general, el organizador de
festejos taurinos es un tipo mal visto, repudiado, cuando no odiado, por el entorno
social en que se integra. Al menos, en España. Utilizando un prejuicio
inaudito, el empresario taurino es considerado reo del fracaso de una tarde de
corrida, como si el fiasco hubiera sido buscado adrede, para zaherir la buena
fe de quienes se acercan a la taquilla. Protesta el cliente ante el gestor de
la empresa por la mansedumbre o debilidad del toro o por la impericia o
absentismo obsceno del torero; una protesta fundada en el lógico derecho a
recibir un producto de calidad, pero presuponiendo, ladinamente, la iniquidad
de quien se juega en la inversión su caudal y su prestigio, olvidando que el
producto (el espectáculo, en sí) es cuestión tan impredecible como perecedera.
Asumiendo los postulados que anteceden, y a pesar
de que media una distancia considerable entre los años de su mayor esplendor y
mi uso de razón taurina, déjenme que, por una vez, haga pública confesión de mi
admiración hacia un gestor de plazas de toros: don Eduardo Pagés Cubiñá. No
tanto por su alabado y reconocido ingenio para descubrir nuevos horizontes en
la fiesta de los toros --la creación del toreo cómico o el invento de las
corridas goyescas fueron sus logros más novedosos-- como por el ejercicio de
una vocación perfectamente desconocida por la gente del común: la literatura.
Don Eduardo, fuera del callejón de sus plazas de toros, fue un ávido consumidor
de la faceta literaria que acompaña al hecho cultural de la Tauromaquia. Una
vez culminada la contratación de ganados y artistas –y aún sin consumarla--,
Pagés se encerraba en su despacho ante la impávida y solitaria desnudez del
folio en blanco y se daba con avidez a la escritura, cultivando el género
literario del ensayo con libros como Dominguín, su arte y sus éxitos, Toreo
cómico, torero serio y toreo triste, La república del toreo…, comedias como
Salustiano Patrono o, en fin, conferencias que dictaba allá donde fuera
requerido a tal efecto; pero en el género que se entregó con mayor entusiasmo
fue el del drama, llegando a escribir hasta cuatro obras de teatro… pero en verso,
porque esa fue su principal debilidad literaria: la poesía. Mira que alcanzó
gran popularidad con un semanario taurino, por él fundado, titulado El Miura,
incluso el seudónimo --don Verdades-- con que firmaba sus reseñas o crónicas en
esa y otras publicaciones de toros; mira que
causó estupor –y envidia entre los colegas de la época—la propuesta de
exclusivas a toreros, unas para abonar la simiente de promesas en puertas de la
adolescencia –los “niños” de Bienvenida, en el año 28— y otras para rescatar a
eméritos ilustres, reclamados por aficionados nostálgicos –Belmonte, El Gallo,
y Sánchez Mejías, en el 34--; pero la poesía fue su gran pasión, desde la
romántica amorosa a la dulce y divertida del romance. Diríase que fue su otra
gran pasión; una pasión semioculta, porque la externa y más oreada era la que
sentía por el arte del toreo; tan es así que no dudaba en empuñar capote o
muleta para emular al mismísimo Juan Belmonte –su leal amigo—en aquellas
mañanitas frescas de tentadero en la Moral de Castro, el predio salmantino del
ganadero de bravo Lamamié de Clairac, sede habitual de la insurrección
protagonizada por algunos criadores de bravo (Belmonte y Pagés, entre ellos)
contra la dominante Unión de Criadores de Toros de Lidia, que les acusaba de incumplir
la prohibición de venta de ganado fuera de nuestras fronteras.
Un empresario que llega al mundo de los toros
impelido por su desbordante afición, que adquiere parte de la ganadería
parladeña de Curro Molina mientras compra y gestiona plazas de toros como la de
San Sebastián y Valladolid, o timonea las de Santander, Bilbao, Salamanca,
Murcia o Bayona, además de otras de menor fuste, atiende a sus “inventos” ya
mencionados y apodera a máximas figuras, como Juan Belmonte y Domingo Ortega,
¿cómo se explica que tuviera tiempo para ejercer la literatura con tan
apasionada entrega? Tengo para mí, que estamos ante el hecho más insólito que
haya protagonizado un personaje taurino de tan alto rango. Un catalán poeta
manejando miles de duros puede llegar a ser un enigma inexpugnable. Ya tiene
mérito, la cosa. Nadie pudo jamás
descifrarlo porque Eduardo Pagés murió a los 55 años. Demasiado joven para
morir. Le llega a pillar activo en estos tiempos y es a él a quien conceden la
Medalla al Mérito en las Bellas Artes que este año ha recaído en la Real
Maestranza de Caballería de Sevilla, la última y gran perla de Pagés (“la mayor
ilusión de toda mi vida”, declaró), una joya que culminó su impecable
trayectoria, con la que aseguró, además, la gestión familiar del santuario
taurino maestrante hasta su actual y tercera generación. ¿Tiene o no tiene
mérito lo logrado por este hombre?
Pues que quede bien claro: Pagés, además de un
factótum del ingenio empresarial, amaba la Fiesta desde dentro, con un capote
en la mano o paseando junto al toro entre los morriles del pienso; pero también
supo explorar y encontrar su vena literaria, empleando otro tipo de ingenio: el
que nos descubre a un romántico empedernido y a un soñador melancólico. De esto
sabía más que nadie el cronista taurino de ABC Antonio Díaz Cañabate, a quien
Pagés dedicó un romance castizo plagado de añoranzas.
Porque creo justo destacar esta última faceta,
desconocida para el gran público, del que considero el mejor empresario taurino
de todos los tiempos, me parece oportuno traerla a colación. Será, si me lo
permiten, la absoluta verdad de don Verdades.
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