FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Antes de que Filomena hiciera de las suyas, antes
de que los fríos y las nieves se apoderaran de buena parte de nuestro
territorio peninsular, el campo bravo español refulgía al sol otoñal sobre la
línea intangible del horizonte que habrá de echarle al día el manto oscuro de
la noche. Oscuro, no; negro zaino ha sido el año innombrable que ya cuelga de
los garfios del desolladero de la historia. Los ganaderos de bravo, sin duda,
han sido los que han sufrido el mayor descalabro. Quienes han pagado la más
dura alcabala: tener que llevar gran parte del ganado al matadero. No hay peor
castigo para un criador de reses bravas que forzar la caducidad de su preciado
producto.
Mientras los toreros de variado rango se preparan
–y rezan—para que lo venidero tenga visos de razonable recomposición o
viabilidad asequible—reconstrucción, le dicen--, algunas de nuestras figuras
del toreo se solazan en el campo, en lo que en lenguaje ecológico se conoce
como "bosque mediterráneo", que es su hábitat más apreciado, su
ambiente más confortable porque se encuentra en contacto con quien será un
inseparable compañero de viaje: el toro. Y también --atendiendo a los
antecedentes inmediatos en el proceso biológico de los mamíferos-- la vaca y el
becerro, protagonistas junto a Miguel Ángel Perera de las impactantes imágenes
que circulan estos días por las redes sociales.
Miguel, como la mayoría de los grandes toreros
contemporáneos, tiene una finca de ganado de lidia. Su pequeño edén. La
realidad de un sueño largamente esperado y afortunadamente cumplido. Es un
paraje boscoso, de verdeante pastura, por el que corretean los novillos que
componen el batallón de choque de su incipiente ganadería. Machos y hembras,
llevan en sus venas sangre de Fuente Ymbro, esto es, los jandillas que se
fueron a San José del Valle para recocinarse en su propia salsa, esto es,
encastarse, aún más, en su propia casta.
La escena que encabeza estas líneas está capturada
de un video en que se ve al torero de la Puebla del Prior tratando de colocar
los crotales a un becerrillo que vino a nacer en la dehesa hace pocas semanas.
Se resiste el recental a la mordedura metálica del clip que penetra en el
cartílago de sus orejas… y protesta con un mugido tenue, al que pone sordina la
mano del torero, para no soliviantar a la madre que merodea en torno al
vehículo en que se encuentra atrapado por el amo. El amo, sí, porque los
animales domésticos –los que viven en compañía del hombre, aun sin llegar a ser
domesticados—tienen amo, mientras no se demuestre lo contrario.
El caso es que este amo se arrima a los animales
bravos desde que nacen, sean machos o hembras. Se arrima tanto que la madre del
animalito en cuestión muestra su preocupación por la suerte que pueda correr la
cría de sus entretelas y pone sitio al vehículo donde se trata de realizar la
citada faena campera. Anda la vaca presurosa, amusgada, mosqueada, cada vez más
alevosa y amenazante. Es una vaca talluda, que lleva años pariendo por entre
encinas, jaras y piruétanos. Por tal motivo, como madre veterana, sabe que su
cría pasa por un penoso contratiempo. Y va en su rescate. Lo asombroso es la
forma en que Miguel Ángel aguanta el berreo monocorde de la hembra barriguda y cornalona,
aspirando su aliento y dejado llegar el humedal del hocico hasta la manga del
antebrazo. La vaca, hace valer su autoridad de madre desairada. El hombre, su
condición natural de mantenerse estoico ante el peligro inminente. Al final, la
vaca lo derribará y el torero-ganadero soltará su presa, un sufrido becerrito
que se irá haciendo hilo con la campanuda progenitora.
Está claro que Perera le planta cara a la bravura,
venga de donde quiera y sea cual fuere el escenario. Su quietismo es proverbial
con su forma de ser. No para de hacer gala de una increíble imperturbabilidad
ante situaciones límite, ante el riesgo que parece tan inminente como
irremediable. No se cansa de arrimarse. Lo curioso es que su finca se llama
“Los Cansaos”. ¡Habrase visto!
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