El
genial diestro trianero profesó una extraña veneración por aquel torero,
trágicamente muerto en México, al que nunca pudo ver torear en una plaza de
toros
ÁLVARO R.
DEL MORAL
Diario EL
CORREO DE ANDALUCÍA
“No teníamos más que una superstición, un
verdadero mito que amorosamente habíamos elaborado: el de Antonio Montes. Lo
único respetable para nosotros en la torería era aquella manera de torear que
tenía Antonio Montes, de la que nos creíamos depositarios a través de unas
vagas referencias. Todos nos hacíamos la ilusión de que toreábamos como toreó
Montes, y con aquella convicción agredíamos implacablemente a los toreros que
entonces estaban en auge”. Lo escribió –poniéndolo en boca de Juan Belmonte- el
periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, retratando los orígenes taurinos
del genio de Triana en aquella inigualable biografía que acompañó su última
reaparición en 1934.
Aquellas vagas referencias, seguramente,
pertenecían al veterano banderillero Calderón, primer panegirista y protector
de Juan Belmonte, que había acompañado al infortunado Montes hasta su último
aliento en México. ¿Era Montes el sueño de Belmonte? Hay que contextualizar las
palabras del futuro astro en sus anárquicos inicios taurinos, enrolado en una
extraña tropa de aspirantes desarrapados y desesperados –unos auténticos
‘outsiders’de la época- que pululaban en torno a un antiguo puesto de agua
adosado a los muros del convento de San Jacinto. Belmonte, en ese momento,
estaba muy lejos de ser un proyecto serio de torero. Pero en aquella caterva de
maletillas malditos, toreros furtivos en Tablada y ajenos a los modos y
aposturas de la torería oficial, latía esa idolatría por Montes, que había
muerto en México en enero de 1907 a consecuencia de una cornada que derivó en
una irremediable septicemia.
Juan Belmonte |
Belmonte no había cumplido aún los quince años
cuando cayó su ídolo pero el eco de la tragedia, que llegó pronto a aquella
Sevilla de corrales y miserias de principios de siglo, debió calar hondo en la
caterva de torerillos agrandando la leyenda de su ídolo. Belmonte narraba a
Chaves Nogales las escapadas nocturnas a los cerrados de Tablada sin perder de
vista el poderoso referente de su ídolo mitificado: “Llegué a creerme que toreaba
como Antonio Montes por una milagrosa intuición de su estilo, que me hacía la
ilusión de haber exhumado...”
Ha pasado un siglo largo pero la cercanía del
aniversario de la trágica muerte de Antonio Montes sigue siendo una buena
excusa para bucear en las singularidades de ese torero de creciente culto que
Belmonte seguía invocando, maduro y a la vuelta de todo, al dictar sus andanzas
al prestigioso periodista sevillano. No hay que olvidar que el ‘Juan Belmonte,
matador de toros’ fue en origen un serial de entregas publicado por la revista
‘Estampa’ en 1934, año de la reaparición del Pasmo de Triana en unión de otras
viejas glorias como Rafael El Gallo e Ignacio Sánchez Mejías que aceptaron la
exclusiva de Eduardo Pagés. Juan ya lo tenía todo. Era el momento de hacer
memoria...
Algunas
preguntas por responder
Pero... ¿Quién fue Antonio Montes? ¿Se le puede
conceder el rol de precursor de la figura de Juan Belmonte? ¿Hay algún hilo
invisible que le vincula al Espartero? ¿Fue un heterodoxo del toreo? Todas esas
preguntas siguen sin contestar y posiblemente sea imposible hacerlo más allá de
las conjeturas que podamos poner en pie atendiendo a los testimonios de la
época o el tributo de admiración del propio Belmonte. Pero hay que tejer una
red más ancha que alcanza a Espartero que, como Montes, encontró la muerte en
las astas de un toro dejando algunas puertas entreabiertas. Belmonte –que se
otorgó a sí mismo otro fin trágico- pudo recoger esas llaves para consumar su
propia revolución conceptual, complementaria de las aportaciones de Joselito,
verdadero precursor del toreo ligado en redondo por un único pitón.
¿En qué se basaba entonces la admiración por
Montes? José María de Cossío nos da una pista para empezar a ubicar y valorar
su dimensión abundando en un dato fundamental: la quietud. “Junto con el
academicismo y el arte dominador, pero movido y de mediana calidad de Ricardo
Torres ‘Bombita’, el toreo paradísimo de Antonio Montes marcaba una orientación
que había de prevalecer años más tarde en Juan Belmonte”. Hay que subrayar el
término “paradísimo” y advertir, una vez más, que Juan no vio torear a Montes.
Pero contaba con el testimonio de aquel entusiasta banderillero, José María
Calderón, que pudo ejercer de cadena transmisora de lo que Espartero sólo había
esbozado y Montes, desde ese “aguante”, también había intuido. Solo faltaba un
definitivo choque de trenes, la Edad de Oro de José y Juan, para sentar las
tímidas bases de una forma de torear que trascendería de los colosos y que sólo
se desarrollaría en plenitud en los años de la Edad de Plata.
Montes, posiblemente, sí pudo ver torear al
Espartero, caído el 27 de mayo de 1894 en Madrid. El torero de la Alfalfa hizo
del valor ciego la máxima de su toreo protagonizando una efímera competencia
conceptual con Guerrita que, de alguna forma, estaba anticipando la que
dirimirían José y Juan entre 1914 y 1920. Seguramente hubo algo más que arrojo
descarnado en la particular puesta en escena del malogrado Espartero que,
probablemente, empezó a esbozar con trazos difusos la misma senda por la que
acabarían transitando el propio Montes y Juan Belmonte. Era la eterna
dialéctica del academicismo y la transgresión.
El torero y la muerte
Montes nació en 1876 en la calle Pureza. Fue
sacristán de San Jacinto pero el veneno del toreo pudo más, logrando atraer la
atención de público y profesionales en sus años novilleriles. Antonio Fuentes,
una de las últimas figuras del siglo XIX, fue el encargado de darle la
alternativa en Sevilla el Domingo de Resurrección de 1899. Tardó mucho en
despegar como matador pero su carrera, después de una incursión mexicana en
1905, dio un giro en España en la temporada de 1906 a raíz de su actuación en la
corrida de la Prensa. ¿Había encontrado antes en la embestida del toro criollo
el hilo necesario? Esta hipótesis no es descaminada si atendemos a experiencias
parecidas. Ahí está el caso de Chicuelo, eslabón imprescindible para entender
el hilo del toreo moderno, que halló en las reses aztecas la puerta a ese
tiempo nuevo.
Pero el destino de Montes estaba escrito. Se
encontraba haciendo temporada en México en la bisagra de 1906 y 1097. Después
de torear algunas corridas, el 13 de enero se anunció junto a Bombita y Fuentes
para estoquear un encierro dividido entre los hierros de Saltillo y
Tepeyahualco que marcaba al segundo de la tarde, llamado ‘Matajacas’. Ya había
llegado a alcanzar a Montes en los primeros lances que dieron fe de su
particular estilo. Una crónica de la época, más allá de la narración de la
cogida, nos sirve para dar fe de lo dicho anteriormente: “el trianero lo lanceó
de capa, aguantando como él sabe hacerlo y mereciendo una gran ovación en tres
ceñidísimas verónicas...” Volvemos a los conceptos de aguante, parón,
cercanía...hablamos, en definitiva, de esa quietud que acabaría siendo una de
las virtudes cardinales del toreo que estaba por venir.
Pero Montes no tendría tiempo de concluir ese
camino, truncado aquel 14 de enero de 1907 en la plaza de México. ‘Matajaca’
volvió a cogerle al entrar a matar después de cobrar una gran estocada. Quedó
al descubierto y recibió una fuerte cornada en la región glútea izquierda. El
pitón había alcanzado el hueso sacro después de destrozar toda la musculatura.
Cuatro días después fallecía comido por una infección.
Montes no tuvo suerte ni después de muerto. Su
cadáver había sido conducido al depósito del Panteón Español de México para ser
velado. Pero la mala fortuna y un viento inoportuno quisieron que los hachones
dispuestos en torno al féretro cayeran sobre éste hasta prenderlo y calcinarlo
por completo. El cadáver quedó, según reflejó la prensa de la época, totalmente
carbonizado e irreconocible. Aún quedaba un largo viaje hasta España, desde el
puerto de Veracruz hasta el de Cádiz embarcado en el vapor ‘Manuel Calvo’. Allí
pasó al vapor ‘Cristina’ que condujo el cadáver hasta el puerto de Sevilla
donde esperaba una multitud, con toreros como Antonio Carmona ‘El Gordito’ y
Emilio Bomba al frente, que acompañaron el cortejo fúnebre hasta el cementerio
de San Fernando. Calderón, perdido entre la multitud, traía algunos secretos.
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