domingo, 31 de enero de 2021

HISTORIA - Antonio Montes: el sueño de Juan Belmonte

El genial diestro trianero profesó una extraña veneración por aquel torero, trágicamente muerto en México, al que nunca pudo ver torear en una plaza de toros
 
ÁLVARO R. DEL MORAL
Diario EL CORREO DE ANDALUCÍA
 
“No teníamos más que una superstición, un verdadero mito que amorosamente habíamos elaborado: el de Antonio Montes. Lo único respetable para nosotros en la torería era aquella manera de torear que tenía Antonio Montes, de la que nos creíamos depositarios a través de unas vagas referencias. Todos nos hacíamos la ilusión de que toreábamos como toreó Montes, y con aquella convicción agredíamos implacablemente a los toreros que entonces estaban en auge”. Lo escribió –poniéndolo en boca de Juan Belmonte- el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales, retratando los orígenes taurinos del genio de Triana en aquella inigualable biografía que acompañó su última reaparición en 1934.
 
Aquellas vagas referencias, seguramente, pertenecían al veterano banderillero Calderón, primer panegirista y protector de Juan Belmonte, que había acompañado al infortunado Montes hasta su último aliento en México. ¿Era Montes el sueño de Belmonte? Hay que contextualizar las palabras del futuro astro en sus anárquicos inicios taurinos, enrolado en una extraña tropa de aspirantes desarrapados y desesperados –unos auténticos ‘outsiders’de la época- que pululaban en torno a un antiguo puesto de agua adosado a los muros del convento de San Jacinto. Belmonte, en ese momento, estaba muy lejos de ser un proyecto serio de torero. Pero en aquella caterva de maletillas malditos, toreros furtivos en Tablada y ajenos a los modos y aposturas de la torería oficial, latía esa idolatría por Montes, que había muerto en México en enero de 1907 a consecuencia de una cornada que derivó en una irremediable septicemia.
 
Juan Belmonte
Belmonte no había cumplido aún los quince años cuando cayó su ídolo pero el eco de la tragedia, que llegó pronto a aquella Sevilla de corrales y miserias de principios de siglo, debió calar hondo en la caterva de torerillos agrandando la leyenda de su ídolo. Belmonte narraba a Chaves Nogales las escapadas nocturnas a los cerrados de Tablada sin perder de vista el poderoso referente de su ídolo mitificado: “Llegué a creerme que toreaba como Antonio Montes por una milagrosa intuición de su estilo, que me hacía la ilusión de haber exhumado...”
 
Ha pasado un siglo largo pero la cercanía del aniversario de la trágica muerte de Antonio Montes sigue siendo una buena excusa para bucear en las singularidades de ese torero de creciente culto que Belmonte seguía invocando, maduro y a la vuelta de todo, al dictar sus andanzas al prestigioso periodista sevillano. No hay que olvidar que el ‘Juan Belmonte, matador de toros’ fue en origen un serial de entregas publicado por la revista ‘Estampa’ en 1934, año de la reaparición del Pasmo de Triana en unión de otras viejas glorias como Rafael El Gallo e Ignacio Sánchez Mejías que aceptaron la exclusiva de Eduardo Pagés. Juan ya lo tenía todo. Era el momento de hacer memoria...
 
Algunas preguntas por responder
 
Pero... ¿Quién fue Antonio Montes? ¿Se le puede conceder el rol de precursor de la figura de Juan Belmonte? ¿Hay algún hilo invisible que le vincula al Espartero? ¿Fue un heterodoxo del toreo? Todas esas preguntas siguen sin contestar y posiblemente sea imposible hacerlo más allá de las conjeturas que podamos poner en pie atendiendo a los testimonios de la época o el tributo de admiración del propio Belmonte. Pero hay que tejer una red más ancha que alcanza a Espartero que, como Montes, encontró la muerte en las astas de un toro dejando algunas puertas entreabiertas. Belmonte –que se otorgó a sí mismo otro fin trágico- pudo recoger esas llaves para consumar su propia revolución conceptual, complementaria de las aportaciones de Joselito, verdadero precursor del toreo ligado en redondo por un único pitón.
 
¿En qué se basaba entonces la admiración por Montes? José María de Cossío nos da una pista para empezar a ubicar y valorar su dimensión abundando en un dato fundamental: la quietud. “Junto con el academicismo y el arte dominador, pero movido y de mediana calidad de Ricardo Torres ‘Bombita’, el toreo paradísimo de Antonio Montes marcaba una orientación que había de prevalecer años más tarde en Juan Belmonte”. Hay que subrayar el término “paradísimo” y advertir, una vez más, que Juan no vio torear a Montes. Pero contaba con el testimonio de aquel entusiasta banderillero, José María Calderón, que pudo ejercer de cadena transmisora de lo que Espartero sólo había esbozado y Montes, desde ese “aguante”, también había intuido. Solo faltaba un definitivo choque de trenes, la Edad de Oro de José y Juan, para sentar las tímidas bases de una forma de torear que trascendería de los colosos y que sólo se desarrollaría en plenitud en los años de la Edad de Plata.
 
Montes, posiblemente, sí pudo ver torear al Espartero, caído el 27 de mayo de 1894 en Madrid. El torero de la Alfalfa hizo del valor ciego la máxima de su toreo protagonizando una efímera competencia conceptual con Guerrita que, de alguna forma, estaba anticipando la que dirimirían José y Juan entre 1914 y 1920. Seguramente hubo algo más que arrojo descarnado en la particular puesta en escena del malogrado Espartero que, probablemente, empezó a esbozar con trazos difusos la misma senda por la que acabarían transitando el propio Montes y Juan Belmonte. Era la eterna dialéctica del academicismo y la transgresión.
 
El torero y la muerte
 
Montes nació en 1876 en la calle Pureza. Fue sacristán de San Jacinto pero el veneno del toreo pudo más, logrando atraer la atención de público y profesionales en sus años novilleriles. Antonio Fuentes, una de las últimas figuras del siglo XIX, fue el encargado de darle la alternativa en Sevilla el Domingo de Resurrección de 1899. Tardó mucho en despegar como matador pero su carrera, después de una incursión mexicana en 1905, dio un giro en España en la temporada de 1906 a raíz de su actuación en la corrida de la Prensa. ¿Había encontrado antes en la embestida del toro criollo el hilo necesario? Esta hipótesis no es descaminada si atendemos a experiencias parecidas. Ahí está el caso de Chicuelo, eslabón imprescindible para entender el hilo del toreo moderno, que halló en las reses aztecas la puerta a ese tiempo nuevo.
 
Pero el destino de Montes estaba escrito. Se encontraba haciendo temporada en México en la bisagra de 1906 y 1097. Después de torear algunas corridas, el 13 de enero se anunció junto a Bombita y Fuentes para estoquear un encierro dividido entre los hierros de Saltillo y Tepeyahualco que marcaba al segundo de la tarde, llamado ‘Matajacas’. Ya había llegado a alcanzar a Montes en los primeros lances que dieron fe de su particular estilo. Una crónica de la época, más allá de la narración de la cogida, nos sirve para dar fe de lo dicho anteriormente: “el trianero lo lanceó de capa, aguantando como él sabe hacerlo y mereciendo una gran ovación en tres ceñidísimas verónicas...” Volvemos a los conceptos de aguante, parón, cercanía...hablamos, en definitiva, de esa quietud que acabaría siendo una de las virtudes cardinales del toreo que estaba por venir.
 
Pero Montes no tendría tiempo de concluir ese camino, truncado aquel 14 de enero de 1907 en la plaza de México. ‘Matajaca’ volvió a cogerle al entrar a matar después de cobrar una gran estocada. Quedó al descubierto y recibió una fuerte cornada en la región glútea izquierda. El pitón había alcanzado el hueso sacro después de destrozar toda la musculatura. Cuatro días después fallecía comido por una infección.
 
Montes no tuvo suerte ni después de muerto. Su cadáver había sido conducido al depósito del Panteón Español de México para ser velado. Pero la mala fortuna y un viento inoportuno quisieron que los hachones dispuestos en torno al féretro cayeran sobre éste hasta prenderlo y calcinarlo por completo. El cadáver quedó, según reflejó la prensa de la época, totalmente carbonizado e irreconocible. Aún quedaba un largo viaje hasta España, desde el puerto de Veracruz hasta el de Cádiz embarcado en el vapor ‘Manuel Calvo’. Allí pasó al vapor ‘Cristina’ que condujo el cadáver hasta el puerto de Sevilla donde esperaba una multitud, con toreros como Antonio Carmona ‘El Gordito’ y Emilio Bomba al frente, que acompañaron el cortejo fúnebre hasta el cementerio de San Fernando. Calderón, perdido entre la multitud, traía algunos secretos.

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