Jandillas
de pobre nota, pero los dos toreros se encienden en un tercio de quites
memorable. Una excelente faena de Julián. Y otra bella y temeraria del torero
peruano.
BARQUERITO
Foto: EFE
POR INTELIGENCIA, por temple y por la manera de torear en posado desmayo, El Juli. Por frescura, ambición, poderío, descaro, temeridad, temple y desmayo también, Roca Rey. Con uno y otro, y con los dos únicos toros de Jandilla que lo permitieron, cada uno a su manera, se midieron sin disimulo los dos toreros. El brujo y el aprendiz de brujo. El águila y el aguilucho, que ya vuela solo y planea y, si fuera preciso, muerde. Igual que El Juli hace veinte años.
Dieron los dos la talla. No solo por separado en
sendas faenas que no tuvieron en común nada más que sus muchos recursos, su
cabeza y su firmeza, sino también en una misma y sola baza juntos. En el
segundo toro salió Roca Rey en su turno a quitar. Con gesto de retar, calentar
y desafiar, un quite mixto de cuatro caros golpes, muy despaciosos, casi tanto
como los tres lances sueltos a pies juntos con que El Juli se había hecho
admirar en el primer quite propio. El remate de ese quite fue una espléndida
media ceñida y a pulso. Contó además la manera de irse Julián de la cara del
toro después de dejarlo puesto en suerte. Pura marchosería.
El quite de Roca fue celebradísimo. Por
inesperado, por teatral y porque el torero limeño domina mejor que nadie los
lances en bucle rescatados del repertorio barroco mexicano -saltilleras,
gaoneras, los faroles en rizo de El Calesero- y los interpreta con aire ligero
y seco, soltura notable y la imprescindible y elástica verticalidad. El toro se
había empleado en dos puyazos de Salvador Núñez, iba a cambiarse el tercio y El
Juli tuvo la brillante idea de recoger el guante y de salir a replicar con toda
la tropa cerca. Se abrió de rayas afuera
y en distancia, cobró dos chicuelinas de giro raudo y manos muy bajas, jaleadas
las dos, y, sobre todas las cosas, remató esa réplica con dos lances de recorte
a pies juntos antológicos, uno por cada mano.
Esos dos recortes sentenciaron a su favor la partida.
Fue el momento cumbre de la corrida. Contando incluso el supino primor con que
El Juli, en desmayo no impostado sino todo lo contrario -tensión cero-, llegó a
torear con la izquierda muy a su antojo al toro de los quites. En los medios,
en el tercio, entre las rayas también. Donde convino, porque el viento, que lo
descubría, hizo a Julián rectificar su primer camino -las rayas delante de la
Puerta del Príncipe- y buscar abrigo debajo de los músicos, que se arrancaron
con una versión muy rica del Suspiros de España.
Siendo metódica, fue faena cargada de
improvisaciones. Algunas del calado de seis muletazos por tanda y su broche.
Por la mano derecha no había dejado de protestar el toro, que amagó con rajarse
cuando El Juli quiso aplicarle el tercer grado. Por esa mano lo acabó obligando
también. Sobró la coda de la faena. Tal vez estuviera Julián desatado. El toro
se puso gazapón, se resolvió la cosa. Una estocada en la suerte contraria. Hubo
petición sobrada. El palco se enrocó sin contar pañuelos. La vuelta al ruedo
fue una fiesta.
Contando el quite, en fin, pero de otra manera
tanto o más que el arrojo, la astucia y la limpia resolución de Roca Rey para
buscarle y llegar a hallarle al sexto jandilla el cómo, el dónde, el cuánto y
el cuándo. Un toro que huía de su sombra, no aguantaba más de dos viajes
seguidos y solo tuvo una secreta virtud: no puntear ni cabecear. Dentro de la
mansedumbre, su nobleza. Eso fue lo que adivinó Roca Rey, juncal, suelto de
brazos, la muleta en vilo suave, sin carreras ni prisas ni pisotones, aunque
tocara perseguir al toro y recorrer en pos de él el perímetro casi entero del
óvalo de la Maestranza. Poderle a un toro tan rajado como ese -más que ninguno
en unas cuantas ferias-, taparlo y gobernarlo y hasta someterlo en una
penúltima tanda en carrusel pareció milagro.
Al tercero de corrida, de viajes cortos y
revoltosos, lo había tumbado Roca de una estocada en corto hasta el puño tan de
las suyas. A este lo pinchó cuando ya acariciaba un triunfo de peso.
Por lo demás, la corrida de Jandilla fue un jarro
de agua fría. Por su falta de combatividad, entrega y hasta fijeza. Las
hechuras, sí. El fondo, no.
Ferrera, distinguido en la brega como siempre, se
llevó un lote deslucidísimo: se echó el primero, se aplomó el cuarto.
El quinto, último de los cuatro que El Juli mataba
en la feria, solo pegó taponazos antes de pararse.
FICHA DEL FESTEJO
Cinco toros de Jandilla y uno -4º- Vegahermosa,
que completaba corrida. Los seis, de Borja
Domecq Noguera.
Antonio
Ferrera, silencio en los dos.
El
Juli, vuelta al ruedo y silencio.
Roca
Rey, saludos y saludos tras un
aviso.
Jueves, 19 de abril de 2018. Sevilla. 11ª de
abono. No hay billetes. 12.000 almas. 27 grados a la sombra, algo de viento.
Dos horas y diez minutos de función.
Postdata para los aficionados:
Los franceses prefieren en Sevilla el centro: Canalejas, el museo, Adriano, el
paseo Colón, el Arenal y, desde luego, Las Piletas, que es, en feria, su
cuartel general. Los ingleses, el barrio de Santa Cruz con su lunita plateada,
Mateo Gago, los Venerables, los jardines de Murillo y los coches de caballos.
El perro y el gato. Los japoneses hacen disciplinados colas en silencio.
Visitan la Maestranza cuando no hay toros. Por la mañana. La plaza de España,
tan discutible por todo, es gancho para los touristas españoles. Todas estas
observaciones no solo son caprichosas. Son años de venir a dar todos los años
una vuelta por estos lindos pagos. Triana, villa marinera, está lejos de
Inglaterra y de Francia.
Hay, como se sabe, dos o tres Trianas y no una
sola, y las tres tienen poco que ver entre sí. O eso creo. La Triana de
Alfarería, San Jacinto, el Cachorro, la O y esa vía tan misteriosa y
desarraigada que es la calle (de) Castilla. La Triana de la calle Betis y Santa
Ana, Pureza, el Altozano y la estatua de Juan Belmonte, el remoto Charco de la
Pava y sus aledaños industriales y esa tierra de nadie que es la plaza de Cuba.
Y la Triana de los Remedios, la opinión de la cual me reservo por no abrir
heridas viejas.
Yo prefiero el desarraigo antiguo de la Alfarería
y, en la calle Castilla, las buganvillas de Chapina, el busto de Antonio
Machado, los pasadizos de acceso a la margen del río, desde donde se ve Sevilla
y su puente de hierro mejor que en las postales. Y el mercado de Triana, que
tiene su poso y su museo. Y, en fin, lo que prefiero a la hora de comer es el
Sol y Sombra casi en la esquina de la Ronda.
No el salón de restaurante sentado, que está
fresco, cómodo y silencioso, sino la taberna vieja donde la grasa chorreante de
los jamones que penden de los garfios del techo ha ido posándose en el espíritu
como hace el alma con el cuerpo. ¿O es al revés? Aquí se come lo mismo que hace
cincuenta, cien y ciento y pico años. Las chacinas, las carnes guisadas de
cerdo con sus dientes de ajo guisados en rico y densísimo aceite, moluscos
varios y, en fin, ese lomo de merluza cocido al jerez con su ajito laminado y
su confeti de jamón. Y muchas cosas más que se anuncian en tarjetas amarillas
grapadas en un mural de papel donde está todo muy clarito: el nombre de lo que
se come y el precio. Las medias raciones y las enteras. Y da gusto si no hay
agobio de gente. Como hoy. Al Sol y Sombra hacen más excursión los ingleses que
los franceses. No encuentro explicación. Víctimas futuras del Brexit, estaban
hoy tres amigos antiguos del CTL, el Club Taurino de Londres, que ahora viven
en Antequera y son felices, como si les bastara con ver salir todos los días el
sol. El sol por Antequera.
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