El
diestro sanluqueño entró en la historia con un toro de Juan Pedro Domecq.
ÁLVARO R.
DEL MORAL
@ardelmoral
Correo de
Andalucía de Sevilla
Sevilla, 15 de abril de 1988. Hoy hace treinta
años. El cartel, estrella de la Feria de Abril, reunía los nombres de Curro
Romero, Paco Ojeda y Espartaco. En la taquilla no quedaba un solo papel y en
los corrales se había encerrado una corrida de Juan Pedro Domecq. Los analistas
de la época profetizaban que el cetro del toreo estaba en juego en ese festejo.
Pero esa batalla no iba con el camero que se marchó de la plaza, impasible, con
la habitual cosecha de pitos. El duelo se dirimía entre Espartinas y Sanlúcar
de Barrameda; era el choque del amable Aljarafe sevillano y la Marisma más
feraz...
Ojeda ya se había destapado en gran torero después
del eclipse que siguió a su alternativa pero la irrupción de Espartaco tras la
famosa faena al toro Facultades de Manolo González en la Feria de Abril de 1985
le iba a situar a la cabeza del escalafón hasta el inicio de la siguiente
década. Pero la batalla de Ojeda no pertenecía al mundo de las estadísticas. Su
lucha era distinta, pertenecía a un íntimo impulso creativo; a la reafirmación
de un nuevo lenguaje taurino que estaba reinterpretando los propios fines del
toreo.
El diestro de Sanlúcar se vistió aquella tarde con
un traje marino de la sastrería madrileña de Fermín orlado con un inusual
bordado de avispas idealizadas. Había dado la vuelta al ruedo después de lidiar
al segundo pero en los corrales esperaba el quinto, llamado Dédalo y destinado
a entrar en la historia. Se trata de un ejemplar serio, alto, largo y vareado,
astifino y marcado con el histórico hierro del duque de Veragua. La crónica
publicada en el número 11 de la efímera y recordada revista Toros’92
–imprescindible testigo del devenir taurino de finales de los 80– recogía los
pormenores de aquel trasteo revelador, definido como «un nuevo concepto
taurómaco». Aquella crónica, firmada por José Carlos Arévalo, señalaba que
«Ojeda había sometido al toro toreando; sus redondos tenían hondura y un temple
infinito; sus naturales, pureza, cuajo, y los pases de pecho, forzados, eran lo
que ese muletazo liberador siempre debe ser. Y así aconteció que el torero domó
al toro y le robó todo su terreno, por lo que el animal debía corregir su
sitio, yendo y viniendo sin que el hombre renunciara al suyo». La crónica se
adentraba en la propia filosofía del toreo de Ojeda: «La ley belmontina del parar,
templar y mandar se corregía y aumentaba con la consagración del sitio como
concepto fundamental del toreo». Ojeda, decidido a rubricar su obra, se tiró a
matar o morir: «Se pasó de la emoción artística a la dramática, y de ésta, en
la suerte de matar, a la emoción trágica».
Ojeda le cortó dos orejas a Dédalo pero, por
entonces ya se había impuesto la absurda dictadura aritmética de los tres
despojos para abrir la Puerta del Príncipe. El propio Ojeda había sentenciado
un día que los reglamentos están para los que no saben de toros. Seguramente,
aquel día, algunos no se enteraron de nada. Siguen sin hacerlo. El escritor y
crítico José Antonio del Moral, privilegiado testigo de la carrera del diestro
sanluqueño, definió su labor como «una faena para la historia». Del Moral
hablaba de «la tercera fase de la revolución de Ojeda» y la «conversión de su
novedad en clasicismo».
El torero se marchó ese mismo año del toreo sin
demasiadas explicaciones después de una corrida veraniega en Marbella. ¿Se
había vaciado la lámpara del genio en aquella tarde abrileña? «De todas las
campañas del genio sanluqueño ésta ha sido la más desconcertante», escribió
Arévalo en las páginas de Toros’92, profetizando la inmortalidad de un trasteo
que, treinta años después, permanece en la memoria como la magistral foto
icónica de los Arjona que retrata al genio sanluqueño con la pernera destrozada
y la zapatilla en la mano. La campaña ojedista «tuvo su principio y su fin en
una sola tarde, la del 15 de abril en la Maestranza de Sevilla. Aquel día vivió
la Meca del toreo la consagración de la última revolución taurina, una faena
que crece al paso de los días y que los años situarán a la altura mítica que
merece. Nunca el toreo ligado, natural y cambiado, largo y profundo, hondo y
dominador se había visto en una plaza de primera categoría», señaló Arévalo. En
el mismo texto, que resumía la temporada de 1988 en un número especial de la
revista, el escritor madrileño explicaba que «nunca una faena habrá marcado, en
los cortos e infinitos minutos que dura, el paso de una época a otra del
toreo». Tenía razón.
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