jueves, 19 de abril de 2018

El cambio de paradigmas en la crianza del toro de lidia, la raíz del mal de nuestros días

Por ese camino no se ha conseguido devolverle su integridad
Hace unos años se escribía en estas páginas acerca de la batalla que unos pocos libraron en los años 60, que fue dura pero que sirvió para subir un escalón en cuanto exigencia se refiere. Ahora, la cuestión del trapío y la edad no resultan ya tan relevantes, en buena medida porque es batalla ganada; el problema nace del descastamiento general, del toro al que se le ha domesticado hasta tal punto su raza y su bravura que ha pasado a ser verdaderamente ese "toro predecible", que en el fondo se define por su escasa acometividad y su mínima aportación a la épica del toreo. El cambio de paradigmas ganaderos, que es una cuestión compleja, subyace en todo trasfondo.

ANTONIO PETIT CARO

Hace bastante años había un ganadero histórico, nada charlatán por cierto, que se quitaba de encima a los que preguntaban acerca de la corrida que acababa de lidiar con una frase lapidaria: “tres para el torero, tres para el ganadero”. Podía caer la mundial, que de ahí no había quien le sacara. Por eso, siempre entendí que al ganadero en realidad  lo que de verdad no le gustaba era hablar con los curiosos, que en el mundo del toro se cuentan a miles. Pero él no se autoengañaba, porque cuando hablaba con sus íntimos reconocía las realidades con toda su crudeza.

Hoy en día, cuando un ganadero experimentado declara que le han gustado tres de sus toros, todos los cuales han estado más tiempo en el suelo que embistiendo, se llena uno de asombro. Y este ganadero contemporáneo tampoco quiere autoengañarse; lo que ocurre es más trascendente: es que los criadores han cambiado los paradigmas por los que se mide y se entiende la realidad del toro bravo al que dedican su vida.

En unas jornadas, muy interesantes como todas las suyas, el Aula de Tauromaquia de la Universidad CEU-San Pablo invitó a hablar, entre otros a José Luís Lozano, en una mesa redonda sobre la situación de la cabaña de bravo. Remontándose a las primeras décadas del siglo XX, con Juan y José en a puerta de cuadrillas, Lozano ponía en valor el trabajo de los criadores de la época: “el trabajo que entonces realizaban –comentó-- marcan la realidad ganadera hasta nuestros días, a los que llegan los encantes que entonces supieron crear. Fue su gran mérito y por eso se ganaron el respeto y la admiración de los aficionados”. Y al referirse al día de hoy, reconoció sin rodeos: “Se le va quitando casta para sustituirla por la docilidad, un concepto que no es un sinónimo de nobleza, sino de mansedumbre, que es algo muy diferente”.

Las sabias palabras de Lozano nos coloca en la realidad actual: hemos cambiado la casta por la docilidad. Es decir: hemos dado un paso atrás. Y se ha hecho de forma tan rotunda que muy pocos, sobran los dedos de una mano, han sobrevivido a semejante tentación. Hemos venido a caer en eso que Carlos Núñez definió como “el toro predecible”, aquel que no molesta casi ni cuando es manso.

Frente a esta realidad, algunos proclaman que el futuro necesariamente tiene que construirse sobre la base de la recuperación del toro en toda su integridad. Luego, sin embargo, la realidad del día a día parece enseñarnos que tal es, más o menos, como un sueño de primavera, que por bonita que sea se diluye con  los primeros calores del verano.

Si es que estamos de acuerdo en que la Tauromaquia no tendría su sentido cabal en ausencia del toro bravo, cuando se oye hablar de que las reformas que piden los tiempos modernos pasan por la “humanización” del toreo --tentación tan agudamente denunciada por Gerardo Diego hace ya 50 años-- , da toda la impresión de que de lo que se trata es de eludir el fondo de la cuestión.

¿Que aportaría a la realidad y autenticidad de la Fiesta que el regulador fijara el número de descabellos que un torero puede intentar?, por ejemplo. La verdad es que absolutamente nada. Como mucho, acortaría el tiempo de la lidia. Pero el problema de la Tauromaquia no va en esa aritmética de una suerte menor. La cuestión verdadera es que el toro no cumple los requisitos que sí cumplía hace un siglo. Y no las puede cumplir, dicho lisa y llanamente, por lo ya apuntado: los paradigma del ganadero, qie sí quiere vender sus camadas, han cambiado por completo. Bien podría decirse que antes el ganadero criaba el toro que a él le gustaba como modelo de bravura; hoy, en cambio, tiene que amoldarse a los gustos del torero, porque en otro caso rehusaría anunciarse con ellos.

Debe reconocerse que por esa vía más de una vacada acabó en el Matadero, cuando además los costes de mantenimiento se han disparado. Y las que se mantuvieron, tuvieron que modificar sus planteamientos. Es una de las razones por las que hoy se ha impuesto de forma abrumadora los orígenes domecq, aunque en ese origen haya de todo: no es lo mismo el original que las copias de segundas y terceras manos.

Pero a lo que vamos: nunca como en esta época se han prestado tantos cuidados al toro bravo. Algunas de las terapias no parecen servir para mucho: tanto trabajo en esos corredores modernos, para que el animal gane en musculatura, no ha debido servir demasiado para que el animal tenga más fortaleza; se caen lo mismo los que corren y los que no. Y toda esa alquimia alimenticia, que ha venido a sustituir al clásico pastos+habas, en la plaza no se ve si es que dan resultados. Y para colmo, cuando se produce un error en las combinaciones de alimentos y otros nutrientes, ocurre como le pasó a Ricardo Gallardo hace unas temporadas.

No se pone en duda aquí que los ganaderos se han preocupado de estos temas. Basta repasar el libro de Juan Pedro Domeqc Solís “Del toreo a la bravura” –una obra indispensable-- para advertir el mucho tiempo y los muchos medios que se han puesto en juego. Por eso las dudas se agrandan acerca de cómo salir de la crisis presente.

A lo mejor es que no cabe hacer nada, pero lo que de verdad se echa en falta es algo bastante sencillo: es que el toro de hoy en día sea capaz de superar con bien la suerte de varas, además de dejarse pegar 50 muletazos. Con 470 kilos un toro de hace 50 años podía llevar de cabeza a un torero y a su cuadrilla; hoy con más cuidados y más kilos --y en la mayoría de los casos, más edad--,  ante el caballo hay que cuidarlos, que se dice pronto. Eso de dejar al toro frente al caballo a la voz de “no le pegues”, lleva hasta la depresión.

Es verdad que el caballo de hace medio siglo no guarda parentesco con los percherones de hoy, salvo en Sevilla, que de eso se preocupa Enrique Peña; ni los petos protectores --que ahora son como tanquetas de la segunda guerra mundial-- tienen nada que ver con los de ayer; ni las puyas son como las se usaban entonces. De hecho, con que hoy peleen simplemente contra el percherón y su peto, aunque no se utilice la puya, la mayoría ya van más que sobrados.  Y frente a eso, ¿existe una terapia posible en la dehesa? Salvo en primar criterios como la nobleza y la suavidad sobre el poder, en los tentaderos se busca lo de siempre: el animal que sea bravo. Sin embargo, la experiencia enseña que se consigue más bien poco; luego en el ruedo la suerte de varas no puede alcanzar toda su razón de ser.

En el fondo, bien podría pensarse que nuestra realidad actual es la consecuencia de un cambio radical de paradigma: antes el ganadero criaba a sus toros para sí mismo, a su estilo; ahora lo hace pensando en el torero que le pedirá al empresa anunciarse con éste o aquel hierro. En el tránsito del siglo XIX al siglo XX la historia enseña que los ganaderos de estirpe modificaron palatinamente sus criterios, pero los elementos básicos se mantuvieron. Hoy en día, en cambio, toda aquella herencia se ha sustituido por unas razones mucho menos consistentes, diríase que incluso mirando a la comercialización.

No deja de ser legítimo que el criador lo haga. Al fin y al cabo, se anda jugando sus dineros, en un negocio tantas veces ruinoso. Lo que se quiere decir, y se dice, es que por ese camino por el que hoy se transita, lo único que no se ha conseguido es devolver toda su integridad al toro bravo, cuya ausencia es el mal de nuestros días.

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