JORGE
ARTURO DÍAZ REYES
@jadr45
En Zaragoza y Jaén, la Virgen del Pilar y San
Lucas han cerrado sacramente la temporada europea. Se acerca el invierno y el
toreo cruza el mar hacia Lima, Bogotá (si el terrorismo lo permite), México DF
y ciudades intermedias. Lugares que le son caros porque han sido suyos desde
hace cinco siglos.
Pero también pasará por otros parajes que jamás
gastan titulares de prensa ni lirismos de crónica, como Thornton, Chima, Lerdo,
Malco, Dzibikak… donde también se vive, se goza y se muere ante los toros... El
Pana, Renato Motta, Alejandro Celis…
Esta parte del mundo taurino, es propia y
particular. Sí, pero no inferior. La sangre vale igual, y harta que ha puesto.
Como también pasión, dinero y creación. Con todo eso y más ha nutrido el rito.
Hasta el oro y la plata de los ornamentos han salido de aquí.
El toro y el hombre, acá y allá, son de las mismas
especies. Los cánones del arte son los mismos. Los reglamentos a imagen y
semejanza. La corrida en todas partes habla un solo lenguaje. El del honor.
¿Por qué habrían de tener valores diferentes, la edad, el peso, la integridad,
la bravura, la lealtad, los honorarios?
¿No acabamos de lamentar con tristeza común la
muerte de un anciano sabio? ¿No prometimos juntos honrar su memoria? ¿No
rezamos en voz alta sus letanías, como para que todos nos oyeran (y vieran)?
“El toro no debe ser tonto ni fácil. Tiene que ser
serio y bravo, infundir emoción y respeto, porque sin ellos la corrida no
vale”. Dichos y hechos de una vida tenaz, construida sobre los pétreos
fundamentos del culto milenario.
En el reciente duelo compartido, ganaderos,
empresarios, toreros, aficionados y críticos comulgamos con esa doctrina.
¿Cierto?
Entonces, “hacer la América” no puede ser poner el
choto en el ruedo y el oro y el moro en la bolsa. Eso es abjurar y “destruir la
América”.
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