En un
cite de largo, cogido y corneado en el muslo. *** Dos orejas de recompensa. *** Corrida seria
pero sin fuelle. *** Ponce, aclamado. *** Ginés, sin suerte.
Enrique Ponce |
BARQUERITO
Foto: EFE
EL TORO DE LA corrida de Juan Pedro Domecq y de
cuanto va de feria fue el segundo. Del hierro de Parladé, negro zaino, casi 600
kilos, las borlas del rabo barriendo la arena, bello galope, estirado sin
demora. Bravo y pronto de salida, briosos viajes al tomar engaño -lances
acompasados y de acompañar de Cayetano, bien sujeto-, cumplidor en un primer
puyazo tomado por dentro, suelto de un segundo apenas señalado, vivo en un
quite de Ginés Marín por chicuelinas despegaditas, pies en banderillas, fijeza.
Cayetano se acopló sin pruebas, sencilla y
llanamente, desde el primer muletazo de una primera tanda bien compuesta y
resuelta, en redondo y el remate de una trincherilla cosida a un cambio de
mano, molinete de dibujo agitanado -el giro frontal a pies juntos, la muleta
por debajo de las rodillas- y el de pecho, ampuloso, bien tirado. No hicieron
falta las pruebas en la que fue segunda tanda, tomado entonces el toro en
distancia. Cuatro y el de pecho. Muy fácil pero bien contado: mecido más que
gobernado el toro en los vuelos, de donde no se soltó hasta un rato después.
Vuelo tuvo la faena. Por la manera de encajarse
Cayetano, por su apuesta y su descaro de rayas afuera. Vuelo, sí, pero no final
feliz. Una tanda de naturales dejando al toro venir de largo nuevamente, pero
sin meterlo Cayetano en la muleta. En una segunda tanda y solo en el segundo
viaje, el toro, a su aire entonces, prendió a Cayetano por el muslo izquierdo.
La sensación de cornada fue inmediata porque manó mucha sangre y, además de la
del toro que Cayetano llevaba en cuello y rostro, se tiñó de rojo la taleguilla
de seda azul cobalto. Sin gestos de más, ni siquiera dolerse, en renuncio de la
épica postiza, Cayetano se negó a pasar a la enfermería. Cojeando, volvió
calmoso a la cara del toro, le pegó tres redondos, un cuarto todavía y el
cambiado de pecho y, cuadrado el toro, lo despenó de certera estocada. La gente
estaba impresionada, se hizo un clamor de respeto. Dos orejas. Una cornada
grave.
Ovacionaron en el arrastre al toro, que no solo
fue el mejor de los siete que asomaron -corridos los turnos, se jugó de quinto
un feo sobrero zancudo con la cara por las nubes y sin la menor fijeza- sino el
único que hizo los honores al hierro y su encaste. Una corrida de Juan Pedro
Domecq, con cualquiera de los dos hierros históricos de la casa, reclama la
atención de muchos ganaderos derivados.
Manso, sumiso y sin celo, algo descaderado, el
primero de los seis -con el hierro de Parladé también- no tuvo fuerza ninguna.
Ponce vendió humo al peso. Ni así se animó el toro. El tercero, 605 kilos pero
muy bien hecho, metió una mano en uno de los muchos hoyos del ruedo, se partió
la mano derecha por el brazuelo y la llevó colgando. La devolución fue a tercio
cambiado después de banderillas. Ginés Marín, sustituto del herido Jesús
Enrique Colombo, hizo correr turno y salió de tercero bis el tercero de los
tres parladés del envío, de infalibles hechuras -pechugón, la papadita de la
casa- pero pobre condición y justas fuerzas, la cara entre las manos, pereza
incurable. De abajo arriba el trazo de muletazos sueltos al hilo. Se paró el
toro.
En la segunda mitad de festejo se jugaron los tres
del hierro de Veragua. El sobrero fue deslucidísimo y la faena de Ginés Marín,
alargada sin razón, solamente justificatoria. El toro que se dejó Cayetano en
toriles, quinto de sorteo, y soltado en sexto lugar, muy ofensivo, fue un gran
mozo. Solo el escaparate. Se vino abajo a las primeras de cambio. Escarbador,
rebrincado, la cara entre las manos, una desgana infinita. Ponce había brindado
a la cuadrilla porque era su última corrida del curso -y la enésima de Juan
Pedro que mataba- y se empeñó en faena hueca y postural, de las de nunca
acabar. Le dieron dos vueltas al pasodoble: el Manolete, de Orozco, tan
solemne.
Y, en fin, como argumento de la corrida, ya al
margen de la cornada, un cuarto toro de frágiles apoyos, astifino, mansurrón,
distraído y protestante. Con él se empeñó Ponce en una faena abierta con fe y
resuelta casi a pico y pala porque el toro dejó de emplearse enseguida, y al
dejar de hacerlo echaba la cara arriba, y al poco se rajó sin remedio. A toro
rajado insistió Ponce en medios muletazos o tres cuartos, por las dos manos, en
la vertical o en la genuflexa a compás abierto lo indecible. La mayoría lo
celebró como lo que no era: Cayetano, herido de gravedad
En sus manos el mejor toro de la corrida de los
dos hierros de Juan Pedro Domecq. Descubierto enun acontecimiento. Un trabajo
interminable. Un chorro de ceremonias y reverencias. Una oreja.
FICHA DEL FESTEJO
Tres toros -1º, 2º y 3º bis, sexto del
sorteo- de Parladé (Juan Pedro
Domecq Morenés) y tres -4º, 5º (sobrero jugado a turno corrido) y 6º de Juan Pedro Domecq.
Enrique
Ponce, silencio, oreja tras un
aviso y vuelta tras un aviso.
Cayetano, dos orejas, que blandió desde la boca del
burladero Alberto Zayas, tercero de
cuadrilla.
Ginés
Marín, que sustituyó a Jesús Enrique Colombo, saludos y
silencio.
Pares notables de Joselito Rus, Iván García, el Fini
Diaz y Manuel Izquierdo.
Miércoles, 11 de octubre de 2017. Zaragoza.
5ª del Pilar. Veraniego. Plegada la capota de la corona de cubierta. Casi lleno.
10.000 almas. Dos horas y veinticinco minutos de función.
Herido de gravedad Cayetano por el segundo toro. Cornada de tres trayectorias de 10 y
20 cms. en el muslo izquierdo, cara interna, tercio superior, con orificio de
entrada de 6 cms. y destrozo de aductores.
Postata
para los íntimos.- Plegaria de un fariseo:
Espero, Señor, que al alcanzar la edad provecta no
consintáis que yo sea como esos ancianos aficionados de la andanada de La
Misericordia que, a la salida de los toros y en la cola del 22, en la parada de
María Agustín delante de de la Jefatura Superior de Policía, no respetan el
orden tácito de la fila, sino que entre ellos mismos -tres o cuatro de un
golpe- porfían por entrar antes que nadie para encontrar asiento que los lleve
hasta el final de Duquesa de Villahermosa o hasta las casas obreras de La
Bombarda. También quisiera, Señor, que no me falte una ducha siquiera somera de
agua caliente y jabón para esos duros momentos, si es que llegan y en Zaragoza
me encuentran en esa parada del 22 a las ocho y media de la noche de una tarde
de toros o dentro del ambiente irrespirable del coche. Yo no llego a la
Bombarda, Señor, que en la primera parada de la calle de Santander pongo pie a
tierra y siento que he salido de una pesadilla o huido a escape de una zahurda.
A una muchacha boliviana que llevaba tiempo esperando ayer la llegada del
autobús estuvieron a punto de atropellarla los tres reyes de bastos y de la
edad tercera, que es la mía, Señor, pero todavía no calzo bastón ni garrote.
Garrote baturro, Señor, como en esa pelea de Goya que tanto duele contemplar
casi a diario. Con la mirada me dio sus gracias la dulce boliviana. Y eso me
basta. Más no pido ni quiero.
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