PACO AGUADO
Dejemos
de lado, antes que nada, la artificial y forzada polémica creada en torno a la
presencia de José Tomás y la ausencia de Enrique Ponce en el cartel de la
corrida monstruo que se celebrará en la México el próximo 12 de diciembre, en
la que lo único importante, por encima de los egos, será que los tendidos
monumentales se llenen a rebosar.
El
análisis de la actual situación de toreo es suficientemente importante como
para perder el tiempo entrando a ese trapo y, en definitiva, hacerles el caldo
gordo a quienes siguen empeñados en negar interesadamente hasta las más abrumadoras
evidencias. Entre ellas, el abismo que, en cuanto a interés popular, existe
entre uno y otro torero.
Los
ecos de ese falso "affaire" han llegado también hasta España, donde,
con temperatura aún de verano, comienzan ahora a hacerse las cuentas del invierno y se
redactan ya unos resúmenes de temporada que nada aclararán, salvo la mayor o
menor "influencia" mediática de toreros, empresarios y hasta
ganaderos.
Pero
más allá de las habituales lecturas complacientes, la temporada taurina europea
de 2017 ha arrojado un balance extraño, una mezcla de circunstancias cuya
confusión responde, sin duda, a la dilatación en el tiempo de una palpable
etapa de transición del espectáculo, a caballo entre el nuevo y aún no rematado
reparto de poderes y un relevo
generacional que no llega a completarse.
A
falta de un recuento definitivo, lo que sí parece claro es que esta temporada
ha seguido descendiendo, o al menos no ha remontado, la celebración de festejos
mayores. Hasta tal punto que en primer lugar del cada vez más desvirtuado
escalafón figura Juan José Padilla con un total de 56 paseíllos, la cifra más
baja alcanzada por el líder de los matadores desde hace 63 años. En concreto,
desde que el venezolano César Girón sumara dos menos que el jerezano en 1954.
Es
decir que, si la crisis económica que estalló en 2007 bajó las entonces
desmesuradas cifras del toreo en España hasta equipararlas al aparentemente
buen nivel de los años 80, algunos de los indicativos de 2017, cuando se supone
que el país y el mundo están saliendo de esa larga recesión, nos llevan, en
cambio, a hacer comparativas aún más preocupantes. Por ejemplo, con los números
de la árida y crítica década de los cincuentas, años de escasez de la autarquía
franquista que, taurinamente, fueron mucho más brillantes en el ruedo que en
las estadísticas y la taquilla.
Por
el contrario, una vez que la mayoría de ayuntamientos y corporaciones locales
han dejado de ayudar definitivamente en sus presupuestos a los festejos
formales en plazas de tercera, año tras año sigue subiendo como la espuma el
número de festejos populares, convertidos en una insospechada base de afición
en estos tiempos difíciles, pero a punto de definirse también como una
amenazadora y recurrente alternativa que puede frenar para siempre la
recuperación de las imprescindibles novilladas.
Sea
como sea, conviene dejar de mirar para otro lado, y reconocer que si la caída
de las novilladas atenta directamente contra el futuro, el efecto de la
reducción de las corridas de toros, limitadas en su mayor porcentaje a plazas
de primera categoría y una parte de las de segunda, está siendo el de
concentrar el poder empresarial en unas pocas manos.
Además,
de esta evidente ralentización y reducción de la economía taurina, tan
estrechado el volumen de negocio, se derivan consecuencias que también atentan
contra el nivel artístico. El asunto daría para mucho más, pero señalemos
únicamente que, sin grandes estímulos salariales y en manos de una extendida y
poco cuidadosa lista de comisionistas, los toreros "protegidos" van
convirtiéndose en una especie de desmotivados funcionarios de luces, al tiempo
que se deja en el ostracismo a los diestros que le apuestan al toro y a caminar
por libre.
El
escalafón de matadores es muy elocuente en ese sentido, pues basta comparar los
números de los toreros a la sombra de los grandes árboles –otra cosa serán los
números de sus liquidaciones- con los de aquellos que no gozan de ese supuesto
“privilegio”, incluidas grandes figuras que han tenido que reducir sus actuaciones
de manera notable para poder mantener sus elevados cachés.
Y es
precisamente esta restrictiva situación la que contribuye también a frenar el
relevo generacional, en tanto que, sin apoderamientos enfocados por vías más
clásicas y estimulantes, no acaban de tomar el sello de verdaderas figuras
toreros jóvenes que, tiran de la taquilla o que han triunfado con más
regularidad en las grandes citas.
Porque,
además, la prensa endogámica sigue sin hacer distingos y renuncia a su función
de jerarquizar los éxitos, que siempre presenta revueltos, los menores y los
mayores, los trascendentes y los que no dejan memoria, bajo la tabla rasa del
ditirambo vacío que huye de las evidencias y acaba por contribuir a la cada vez
más extendida vulgarización artística.
Todo
ello se ha hecho patente en este 2017 donde tanto hemos llorado, por Iván
Fandiño, por Gregorio Sánchez, por Chucho Solórzano, por Palomo Linares, por
Manolo Cortés, por Dámaso González, por Victorino Martín… pero en el que
también, a pesar de que apenas se ha aplicado la tan ansiada bajada del IVA en
el precio de los boletos, hemos festejado un notable aumento de asistencia a
los tendidos –en los primeros y últimos meses de la temporada, no en su parte
central– y, esa es la verdadera gran noticia, la gran cantidad de toros que, en
todas las ferias, han embestido más y mejor que en campañas anteriores, en
consecuencia directa de la estricta selección que la crisis obligó a hacer a
los ganaderos. Los únicos que supieron reaccionar a tiempo.
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