FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Estamos, como estamos: en régimen de
confinamiento. Es la pena que nos impone la “autoridad competente”: la pena de
la trena, aunque sea la propia, que no hay peor castigo que convertir en cárcel
la vivienda donde vives. Una cárcel eventual, provisional, temporal, nos dicen
las autoridades sanitarias, según los políticos. Vamos, un talego “de andar por
casa”, que en definitiva eso es este confinamiento. Si no te quieres anquilosar
o comerte el coco, uno de los remedios más simples es andar. Anda que te anda
por la casa, de acá para allá, de la cocina al salón, pasillo adelante, ida y
vuelta. Y contando los pasos para despistar al aburrimiento, como los
ojipláticos cuentan ovejitas para desactivar el insomnio.
En uno de estos interminables espacios de ocio forzado,
cargado de soliloquios, he imaginado al toro de lidia pastando en la dehesa o
comiendo pienso, corriendo por el corredero y reburdeando a la inminente
primavera. Si todo se hubiera desarrollado con normalidad, algunos ya habrían
sido lidiados en la feria de Fallas y otros muchos todavía estarían a la espera
de salir al ruedo en Castellón y Valencia o ser embarcados para Sevilla, que es
lo más inmediato. Pero, no. La temporada taurina ha sufrido un hachazo
criminal, apenas iniciado este mes de marzo que ya ha cruzado la mediana.
Valdemorillo, Olivenza y cuatro festivales mal contados es el bagaje y la única
referencia que tenemos para sacar consecuencias y hacer arqueo. El resto,
incertidumbre y ruina.
Mira que tengo a gala ser optimista por naturaleza,
pero el panorama que se abre de aquí en adelante me supera. Me rindo. No le veo
salidas razonables para recuperar la ruina que se nos viene encima. Ruina para
el toro bravo y para todo lo que en su entorno subyace. Todos salen perdiendo,
incluso hay una amenaza de crisis total e inminente en varios sectores,
especialmente, dos de ellos: los empresarios y los ganaderos. Digo esto a
sabiendas de que el empresario, en España, es un sujeto mal visto por cierta
clase social, incluso un espécimen a batir por las facciones progres que están
en fase “subidón”, por su llegada al poder, y que los criadores de reses de
lidia se incluyen en el estereotipo del ricachón terrateniente de tiempos muy
lejanos; pero lo cierto es que, salvo muy puntuales excepciones, ambas imágenes
están fuera de catálogo.
Las situaciones más claras y más sangrantes se han
presentado con las suspensiones (o aplazamientos) de las dos ferias taurinas
más importantes de la temporada española, que es tanto como decir del mundo: la
de abril de Sevilla y la de mayo de Madrid. Ya pueden hacer las cábalas,
números o ringorrangos que quieran, pero su reposición en el calendario tiene
muy engorrosa ubicación. A nadie se le escapa que la feria de San Isidro es la
caja fuerte de la empresa, la despensa de la que hay que tirar para completar
la campaña, hasta que llega el apéndice de otoño. Y lo mismo ocurre con la de
abril en Sevilla y su añadido de San Miguel. Ambas, naturalmente con el
indispensable aporte de la televisión, son las que pueden hacer rentable –y lo
son, en distinta medida—la inversión empresarial en toros, toreros, personal,
publicidad, etcétera. Sin estos dos ciclos taurinos en sus fechas tradicionales
y en plena actividad, el proyecto de temporada parece inviable.
Insistiré en las fechas tradicionales, porque ya
pueden darle vueltas al asunto que, al menos en España, este es un dato difícil
de soslayar. ¿Las Fallas en Julio? Prueben y verán. ¿San Isidro en Otoño? A ver
donde colocan treinta tardes, que es la cifra que otea la rentabilidad. Hay
tantas cuestiones colaterales incompatibles con semejante traslado que obviaré
su enunciado, porque no me place entrar en tierra de agoreros. Quizá Sevilla lo
tenga mejor, pero para ello habría que copar buena parte del mes de septiembre,
ya de por sí copado por otras ferias tradicionales, a saber, Palencia,
Albacete, Valladolid, Salamanca y Logroño, entre otras. ¿Cómo se pueden encajar
las de Sevilla y Madrid en el mes de septiembre con semejante galimatías?
Pasapalabra…
Lo de las ganaderías es otro gran problema. Los
toros van a estar en el campo hasta que el virus esté mordiendo el polvo.
¿Cuándo? ¿Y quién lo sabe? El gobierno, desde luego, no. Ya les aseguro que lo
de quince días es una broma de mal gusto, o una salida de pata de banco, o ambas
cosas. Entre tanto, el toro come y cumple, es decir, se hace más grande y más
viejo, incluso tengo la impresión de que intuyen algo, porque su mirada irradia
un fucilazo de pesadumbre. Los ganaderos
piden que se puedan lidiar en 2021 toros con los seis años cumplidos, para
enjugar pérdidas y dar salida al desmesurado estocaje. Eso supondría un bucle
de cinqueños también para el 2022… y una correa sin fin para los sucesivos.
Salvo Victorino y Miura, que tienen asegurado (¿?) el mercado para España y
Francia, el resto de los ganaderos lo tienen crudo. ¿Cómo se arregla esto?
Pasalalabra.
Estamos, como estamos: viviendo un momento
lamentablemente histórico. Todos somos conscientes de que la salud es
primordial, y velar por ella es el primer mandamiento del ser humano; pero que
nadie desdeñe lo que caerá después, con un país en parálisis económica por el
despeñamiento del consumo. A ver quién es el guapo que se atreve a montar
festejos taurinos, sabiendo que los “clientes” todavía tienen fresco el
resquemor del contagio. La mayoría de las plazas de toros –al menos, las españolas–
mantienen los asientos a piedra, ladrillo o madera a culo visto, sin más
alivio que el dudoso mullido de una vieja almohadilla. Los espectadores están
hacinados, rodilla contra espalda. En estas condiciones, ¿cómo se garantiza el
aluvión de gentes ante las taquillas? Pasapalabra…
Llegados a este punto, supongo que alguien dudará
de mi confesado positivismo, y lo entenderé. Ser vaticinador de negruras
venideras es mal asunto; pero también lo es matar al mensajero, un ejercicio
común entre mortales, desde Plutarco hasta nuestros días. Agorar no es mi
oficio, sino reflexionar sobre el inmediato futuro desde los sucesos del
presente. El realismo, no tiene nada que ver con el pesimismo, aunque en
ocasiones emparenten. En casos como este, créanme, deseo fervientemente
equivocarme, pero la situación de la fiesta de los toros –por si algo le
faltara—se agrava considerablemente. La gente del toro tiene puestos los ojos
en septiembre, como tabla de salvación de la temporada; pero en este país,
dejar algo para septiembre siempre fue remedio de urgencia y cosa propia de
malos estudiantes. ¿Aprobaremos en septiembre? Pasapalabra…
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