FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
En este enclaustramiento sine die, se ve el mundo de otra forma. Se ve como no es el mundo:
quieto, amustiado, desesperadamente sórdido. Es un mundo dormido, anestesiado,
de mascarilla y látex. Por mucho que te esfuerces en comprender lo excepcional
de esta inconcreta temporalidad, por mucho que se idealice el silencio como
lenitivo beatífico para desactivar el ajetreo del estrés que mortifica y
desgasta a quien lo padece – y somos mayoría–, un mundo encendido por fuera y
apagado por dentro, te deprime. Yo lo veo así.
Para que nada falte en este aturdimiento diario,
de libro y pantalla de bolsillo, me llega la noticia de la muerte de Borja
Domecq Solís, el ganadero de Jandilla. Una muerte para nada anunciada, sino
provocada por la locura coronavírica del día-a-día, que dan ganas de apagar la
radio, cerrar el móvil y no encender el televisor. Mi madre, la pobre, hubiera
dicho “no prender”, que quizá sea verbo más apropiado en este tiempo que
vivimos, de permanente prendimiento.
Y aquí, entre las cuatro paredes de mi casa, me
pongo ante el teclado con el ánimo más contrito, si cabe, para evocar a este
vástago de la dinastía Domecq Solís, ganaderos de bravo; el tercero de la muy
extensa prole –diez, si no marro– que trajeron al mundo don Juan Pedro Domecq y
Díez y doña Matilde Solís. Es una evocación que nace envuelta de tristeza y
melancolía, pero me resisto a instalarla en el paño caliente y blanco del
obituario, aunque los recuerdos se amontonen en ruidosa manifestación por mi
memoria.
La primera vez que visité Jandilla, Borja todavía
no era titular de este hierro ganadero, el que la familia compró para sus
hijos, dejando al primogénito, Juan Pedro, el dinástico y principal de la “uve”
de Veragua, encerrada en un escudo
coronado. Allí me encontré al entonces titular de Jandilla, su hermano
Fernando, un tipo amabilísimo que me recibió en el porche bajo un sombrero de
ala ancha. Allí me empapé de la genealogía ganadera más importante de este
país, dígase lo que se quiera. Allí Fernando me mostró el poemario de su padre
y me emocionó su visión romántica y apasionada del toro de lidia, especialmente
con el poema a Desteñido, el toro que indultó César Girón en Jerez en la
corrida concurso de su feria de la Vendimia, ese breve ciclo tan añorado por
los viejos aficionados que ahora quiere recuperar Morante de la Puebla. Qué
bellísima la prosa que encandila la rima (cito de memoria): En la tierra de
Janda/aguanosa y bravía/donde soplan coléricos los vientos/de mugientes
acentos/ y engendra fiero ardor la hierba blanda… Todo lo que sigue es una
muestra de amor sin reservas por el toro bravo y por el arte que pueda crear
quien a él se enfrenta. “Claro –me decía Fernando, entre admirado y
cariñosamente burlón–, los poemas que le hizo a mi madre destilaban tanta y tan
fina sensibilidad, que no pararon de tener hijos”. Borja, entonces, estaba al
pie de la ganadería, junto al tío Perico, solterón empedernido. Fernando, un
año más joven que él, era algo así como la voz diciente, que no cantante. Y, ya
ven, va para un año que éste se fue por delante. ¿Quién iba a esperar que el
hermano que le sigue en las cuentas de tan dilatada descendencia iba a
protagonizar hoy una funesta noticia?
Siento que decir “lo siento” pueda parecer el
formulismo habitual al que se echa mano cuando ocurren desgracias como estas,
de insolente imprevisión. Diré, pues, que el mundo de los toros ha perdido uno
de sus más sólidos baluartes y uno de los hierros más emblemáticos de nuestra
cabaña de bravo: el de las estrella de seis puntas que la familia Domecq compró
a las hermanas De la Cova Benjumea, la estrella de los alféreces provisionales
de la guerra civil. Un puntal del encaste que ha sido –y es—pie de simiente de
un altísimo porcentaje de las actuales
ganaderías de lidia, al menos las inscritas en la Unión.
Cuando Borja, como su hermano Fernando, se
trasladó de los humedales de la Janda a las tierras de Extremadura, dio la
impresión de que algo se moría en la raíz del árbol genealógico familiar.
Acepto que serán figuraciones propias. Me van a perdonar, pero Jandilla y su
lindera Las Lomas, de la familia Mora Figueroa,
son historia viva del toro bravo, hontanar prolífico y feraz en la cría
de reses de lidia que ha posibilitado el advenimiento de obras de arte
inconmensurables. Aunque solo fuera por eso, esta rama de la familia Domecq, y
este nombre tan identitario como amoroso del hierro ganadero que ahora
ostentaba Borja Domecq, deberían ser tratados con la admiración y el respeto
que su larga trayectoria demanda. La maledicencia gratuita solo puede derivarse
de una ignorancia pertinaz. No es este el momento más oportuno, pero algún día
habrá que hablar sobre este tema, y desbrozar la morralla que intenta
obstaculizar el crecimiento de las ramas que nacen de un tronco de indudable
magnificencia, casi centenario.
Jandilla es una de ellas. Y Borja Domecq Solís el
jardinero encargado de impulsar la savia que alimenta a tan valiosa joya del
campo bravo, ayudado y estimulado por
los sabios conocimientos que mamó de sus antepasados. Así, como suena. Ahora,
Jandilla ha quedado tocada del ala, pero no abatida, faltaría más. Ahí quedan
sus hijos, ya ganaderos consolidados, para dar potenciar el hierro heredado y
proyectar el injertado de Vegahermosa.
Se nos ha ido Borja, así, a secas, que es como
siempre le hemos identificado quienes habitamos en este extraño “planeta” que
se inventó el viejo Cañabate. A este Domecq Solís que se ha llevado por delante
un toro de nombre Coronavirus, negro zaino, manso y traicionero. Un marrajo no
apto para poemas.
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