FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
Que no se me pase octubre –la última hoja del
calendario que se ha puesto un capote de paseo–
sin hacer un ejercicio de reflexión sobre la gran feria taurina que va
al careo del otoño y se celebra, naturalmente, en Zaragoza. Digo naturalmente,
porque las fiestas de toros tienen lugar en el vetusto coso del prócer
Piganatelli en torno al 12 de octubre, día del Pilar, y las otras fiestas, las
propias del devocionario mariano, tan arraigado en la capital de Aragón, tienen
por escenario a lo más céntrico de su callejero y por colofón la monumental
basílica erigida en honor de su Patrona. Zaragoza por estas calendas alberga
una de las manifestaciones públicas más multitudinarias que conozco, una
explosión de júbilo que mezcla canciones y devociones –sus jotas y su intocable
Pilarica— en esas mentes baturras del mejor cuño que se adornan con el
cromatismo a cuadros del cachirulo.
No hace tantos años, a este más que
bicentenario coso taurino se iba en peregrinación y se hablaba de toros antes y
después de la corrida. Mucho y bien, casi siempre. Era una feria bien
estructurada, en sintonía con aquellas que se celebraban en otras Plazas de
primera categoría. ¡Que feria tan apasionante era la de Zaragoza, con las
figuras librando sus últimas batallas! ¡Y que festorros se organizaban por las
noches, dirigidos por el torero que había echado el cierre a su campaña!
Zaragoza for ever, sí, señor.
Los resultados de esta feria del 2012 no
invitan precisamente a la festera algarabía. No tanto los que se refieren al
tema artístico como al asistencial, aunque no crean que los del primero son
para echar cohetes. Un faenón de El Juli y la emotiva y exitosa reaparición de
Padilla en el lugar de su gravísimo percance, y punto. Lo peor, las paupérrimas
entradas que se han registrado en los ahora confortables tendidos del coso de
la Misericordia. De los once festejos anunciados y celebrados, solo dos
merecieron el dibujo de un cónclave aceptable. El resto, cuartos y tercios de
entrada. Expectante desolación. Una
ruina.
Así no vamos a ninguna parte. Recuerdo que en
el pasado mes de febrero, cuando se concedió la explotación de la Plaza a la
empresa Servicios Taurinos Serolo (por cinco años, nada menos), el Presidente
de la Diputación zaragozana, propietaria del inmueble, hizo unas declaraciones
asegurando que la plica ganadora de Serolo generaba “mucha expectación”, porque
había mejorado el Pliego de Condiciones en una corrida de rejones. Le habría
dado un aire al hombre sin duda. Del Moncayo, que es el más lacerante y
agresivo. Estos políticos, son la leche. Ahí tiene la respuesta a esa
expectación. Ni las vaquillas mañaneras han congregado al público como en años
anteriores. No está el horno del país para una bollería festiva
sobredimensionada.
De los datos que arroja la feria, se infiere
una revisión de las condiciones en que ha de llevarse a cabo la gestión de la
plaza de toros de Zaragoza en el inmediato futuro. Una revisión a la baja en lo
que al número de espectáculos se refiere. Una drástica rebaja. Ignoro el
procedimiento administrativo, y supongo que será engorroso, sobre todo porque
el resto de los licitantes pueden alegar perjuicios, así que la patata caliente
la tiene en sus manos el flamante y optimista Presidente de la Diputación. A
estas alturas del partido y tal como está el terreno de juego, no se pueden
celebrar ¡nueve! corridas de toros, una de rejones y una novillada picada en
las postrimerías el año. Once festejos seguidos son muchos, demasiados, para el
bolsillo del abonado. Comprendo que, merced a ese tamaño, en la feria caben
otros nombres de matadores que están en una retaguardia más o menos justificada,
pero echen una ojeada al saldo artístico de sus actuaciones. Hagan también una
valoración del ganado. Y, sobre todo, pregunten a las gentes del común, las que
antes iban a los toros porque el espectáculo les resultaba rentable, en todos
los aspectos.
El caso de Zaragoza y su feria del Pilar es
trasladable al resto de los ciclos taurinos de España. Hay barullo en Granada
por las reciente espantá de los últimos empresarios. Se ha pergeñado de
urgencia una solución para Córdoba y en otras ciudades y pueblos de arraigada
tradición taurina se ha ido cerrando el grifo paulatinamente. Las cosas no
están para grandes alharacas. Si una empresa pierde dinero una y otra vez,
entrega la cuchara. O no paga, que es peor. Las gentes del toro (de todos los sectores)
habrán de pensar en una remodelación que abarate costes, aunque tengan que
dejarse pelos en la gatera. Los que mandan en las plazas de toros de propiedad
pública, sobre todo, pero los principales actores del espectáculo, también.
Dicho queda. Como inventiva seguro que no les falta, y tienen capacidad y
facultad para hacerlo, pido prestada la frase de don Miguel de Unamuno: ¡que
inventen ellos!
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