BARQUERITO
FRANCISCO
RIVERA Ordóñez se retiró del toreo en Zaragoza sin
previo anuncio ni mayor ceremonia. A mediodía, después del apartado y sorteo de
los toros en los corrales de la plaza de La Misericordia, corrió entre las
cuadrillas el rumor que había empezado apenas a circular la tarde del jueves
pasado. Manolo González, apoderado
de Francisco, anunció a principios
de semana que dimitía de sus funciones pero dejó claro que procedía un cambio
de apoderamiento. Una declaración disuasoria, pues, íntimo de Francisco, Manolo González estaba en el secreto y era su mayor cómplice.
A la hora de comer, los portales de Internet
–Mundotoro y Aplausos- dieron por confirmada la notica de la retirada pero la
inmensa mayoría de las 8.000 personas que entraron a los toros no estaban en el
secreto. A la hora del paseíllo, Rivera
confirmó a los toreros que lo hicieron con él que ésta del 13 de octubre era la
última tarde que se vestía de luces, pero a todos hizo saber que no iba a ser
una despedida de ceremonial clásico: ni corte de coleta, ni brindis a la
cuadrilla ni siquiera al público.
Hasta que no tuvo El Cid la idea de sacar a
Francisco al tercio para brindarle
con un largo parlamento y gesto muy afectuoso la muerte del quinto toro, no se
extendió por la plaza la noticia. En una barrera de sombra, junto al burladero
de capotes, estaba sentada su hija Cayetana
y a ella le brindó el que podría ser último toro de su carrera. Un brindis, por
cierto, sin alardes ni flashes de fotógrafos.
Francisco tuvo una tarde más que aceptable. Tiró con asiento, templado y
valeroso, de un primer toro grandullón del hierro de Las Ramblas, noble pero
que buscó las tablas al cabo de veinte viajes. Fue faena de distinguido ritmo,
cadencia en el toreo con la diestra, ligazón en pureza y dos remates de pecho
excelentes. Al segundo viaje, una ortodoxa estocada cobrada con decisión y
acierto. Sacaron a Francisco a
saludar al tercio.
El que iba a ser toro del adiós fue también
del hierro de Las Ramblas –ganadería instalada en Elche de la Sierra, casi en
la frontera de las provincias de Albacete y Jaén. Un toro retinto, bajo de
agujas pero abierto de cuerna, astifino. Muy bello pero justo de fuerzas y cobardón. Curiosamente, con él puso en escena
Francisco parte de su mejor
repertorio. Dos largas cambiadas de
rodillas en el tercio, porque se prodigó en ese lance y esa suerte a porta gayola y llegó a hacer de ello
seña propia de identidad en sus cuatro primeros años de matador de toros, los
más brillantes y regulares de su carrera.
A ese cuarto le puso tres notables pares de
banderillas. Los tres fueron cuarteos clásicos, el tercero reunido de dentro
afuera porque el toro empezó ya a entonces a buscar tablas. En los tres hubo
exposición, riesgo y pureza en las reuniones y las clavadas. Se aplaudieron con
mucha fuerza los tres. La banda tocó un pasodoble del repertorio clásico: La Giralda, de Juarranz.
La faena tuvo un bello arranque entre rayas y
tablas: dos muletazos por alto muy encajados, limpios, uno genuflexo en la
suerte natural abrochado a una linda trinchera,
y cosido con la trinchera un circular
retemplado pero del cual ya salió el toro al paso y en fuga. El toro se recostó
en las tablas y a ellas volvió las dos o tres veces en que, sin éxito, Rivera trató de sacarlo de ellas. Con
el toro recostado y en la suerte natural porque no había más remedio, Francisco atacó con la espada y volvió
a cobrar un estocada precisa, arriba y suficiente. Pitaron el arrastre el toro.
Para Francisco hubo palmas fuertes.
La ovación mayor llegó, sin embargo, al
término del festejo, que, con dos sobreros de El Torreón en juego, duró
casi dos horas y media. Las cuadrillas abrieron paso a Francisco y lo dejaron salir del burladero a solas y por delante de
todos los demás. Rivera abrazó
cariñosamente a José Chacón y Javier Ambel, de la cuadrilla de Castella, que estaban todavía en la
arena y junto a la barrera, abrazó también a la gente de El Cid -Rafael Boni, José Alcalareño y David Pirri- y a los suyos les hizo el
gesto de siempre: “Señores, adelante….” El paseo final desde capotes a la puerta de
cuadrillas, apenas veinte metros, fue breve. Contuvo el gesto Rivera, hizo dos o tres señas de
despedida a gente que reconoció en el tendido o en la meseta de toriles. Y se
acabó.
La última entrevista de tinte exclusivamente
taurino concedida por Francisco Rivera, al periodista Íñigo Crespo y publicada el pasado 8 de octubre en el semanario Aplausos, contiene algunas frases
susceptibles de ser entendidas como una revelación de sus secretas intenciones,
No un testamento taurino, pero sí un legado doctrinal y una especie de autoanálisis
con los cuales Rivera parece querer
rubricar de antemano su adiós a los ruedos.
Nadie sabe si la retirada es definitiva o
temporal. Caben todos los cálculos. El propio Iñigo Crespo sostiene que Rivera
no quiso que trascendiera la historia de la despedida para evitar así en
Zaragoza la presencia masiva de la llamada prensa del corazón. En esa última
entrevista, por cierto, Rivera
reniega de la etiqueta de “torero
mediático” con que ha venido siendo castigado por los aficionados puristas,
reivindica el valor de ser torero de mayorías y sostiene llanamente que los
toreros tienen la obligación primera de arrastrar espectadores a las plazas de
toros. Además, lamenta que en el mundo del toreo se haya perdido el respeto
tradicional entre pares y, sobre todo, de los noveles a los veteranos. Francisco se duele de que algunos
toreros jóvenes con los que ha alternado ni siquiera le deseaban últimamente
suerte. El desearse suerte es tan ritual como el traje de luces.
A pesar de ser el torero en activo de mayor
ascendiente dinástico o pedigrí taurino- sangre de Rivera, de Ordoñez, de Dominguín,
torero de cuarta generación en el caso de estas dos últimas sangres, hijo y
nieto de toreros tan importantes como Paquirri (apodo del primer Francisco Rivera) y Antonio Ordóñez, sobrino nieto de Luis Miguel Dominguín…-, Francisco
no fue torero precoz precisamente sino que la alternativa, en Sevilla y en
abril de 1995, la tomó con veintiún años de edad. Se ha retirado con 38 y a
apenas tres meses de cumplir los 39.
La trayectoria taurina desde la alternativa
–dieciocho temporadas en activo sin perder ni una sola ni faltar nunca a un
festejo en que estuviera anunciado, salvo causa mayor- podría dividirse en tres
periodos. En los cinco primeros años Rivera
estuvo encaramado en la cima del escalafón y en par con toreros como Espartaco,
Joselito
y Enrique Ponce. Con estos dos
últimos alternó reiteradamente en el llamado “cartel de los tres tenores” que dejó marcadas las temporadas de
1996, 19997 y hasta 1998.
La irrupción de José Tomás como torero estelar, primero, y la aparición arrolladora
de El
Juli, después, pusieron fin a la época de los tenores. Tras ello, Rivera vivió una breve transición. El
llamado bache del quinto o sexto año de alternativa que, sin embargo, superó. No
llegó a repetir sus importantes y trascendentales triunfos de Sevilla, Madrid,
Pamplona o Bilbao –plazas que nunca rehuyó-, supo reconvertir la célebre
Corrida Goyesca de Ronda en espectáculo fundamental de la temporada –unas veces
como empresario, y otras como empresario y torero protagonista, las dos cosas-
y, ya alejado de las peleas por el poder en la cumbre del escalafón, vino a
acomodarse en el llamado “cartel
mediático”, junto a Jesulín y El Cordobés,
preferentemente, y cartel cuya fuerza taquillera vino a sostener El
Fandi tras la retirada forzosa de Jesulín.
La última etapa de Rivera, que tomó en 2009 la decisión sorpresa de anunciarse “Paquirri” para honrar la memoria de su
padre, ha sido la propia de torero veterano, sin imposturas, fácil, asentado
con el capote en el toreo a la verónica, muy seguro y, sorpresa también, fácil
y todavía más seguro banderillero en el cuarteo clásico. Con la espada ha sido,
de siempre, torero irregular. En el toreo cambiado terminó por destacarse como
gran clásico. Ha sido, además, un torero de gancho con el público. Ni siquiera
la aparición de su hermano Cayetano
–ídolo de multitudes en las últimas cinco o seis temporadas- pudo hacerle
sombra. No llegó a cuajar nunca la idea de que los dos hermanos torearan juntos.
La idea de no hacerlo fue especialmente afortunada.
Esta última corrida de Zaragoza, en fin, no
tuvo mayor historia. El Cid toreó con calidad de capa y a
la verónica al segundo toro de la
tarde; Castella anduvo firme y
entregado con el sexto. Los toros, especialmente los remiendos y sobreros de El
Torreón, dieron muy poco juego. En ese sentido la corrida fue, como
solía decirse, “una de tantas”. Pero
no lo fue.
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