HERIBERTO MURRIETA
Es bien sabido que los toreros mexicanos tardan
mucho tiempo en desarrollarse. Su proceso de maduración es desesperantemente
lento y siempre existe la eterna incertidumbre sobre si llegarán a consolidarse
o se quedarán en el camino.
Las concesiones que en general brinda el toro y la
falta de una competencia feroz (como la que hay en España), son factores que
retardan su evolución. Me refiero a que el toro de allá quita pronto al que no
funciona. Así, mientras pasan de promesas a realidades, esos toreros pueden
mantenerse años navegando en un término medio sin que pase nada extraordinario.
José Mauricio no ha sido la excepción.
Chispazos brillantes, pasajes de enorme calidad,
prometedores avances, lamentables retrocesos, meses de ostracismo y marcados
altibajos a lo largo de 14 años de alternativa. Hasta que llegó la gran faena
de agosto pasado en Tlaxcala, preámbulo del recital del domingo último en la
Plaza México, refrescante irrupción en tiempos de un toreo estereotipado. En el
trasteo con el boyante ejemplar de Mimiahuápam ya se alcanzaron a ver sus
ribetes artísticos y se perfiló claramente el esteta que ahora nos deslumbra.
¿Qué fue lo que hizo Mauricio para armar la
que armó? Tocar la cuerda de lo sublime, torear con las fibras del
corazón y las yemas de los sutiles dedos; expresarse con absoluta transparencia
hasta hacernos vibrar como pocas veces. El toreo es eso finalmente, una emoción
que en el momento te desborda, te invade de felicidad, y luego vuelve, más
serena, al ser recordada.
¡Qué buenas maneras! Una faena
clásica, sentida, elegantísima, rebosante de naturalidad y empaque (la robustez
del arte), con muletazos de seda y gran reposo ante un magnífico toro de
Barralva, cuyo único defecto era la justeza de fuerza. Hubo momentos en que se
abandonó, con el cuerpo ingrávido, dejándose llevar por el espíritu.
El toreo de siempre, sin agitación ni
precipitaciones. Toreo inveterado y moderno a la vez. El diestro estaba
inspirado, con la sensibilidad a flor de piel (iba llorando desde el paseíllo)
y con la disposición de dejar constancia de la estética que atesora.
Cuando después de hacer brillar su faceta artística
fue menester ponerse en plan técnico y castigador, le plantó cara sin
arrugarse, con valor del bueno, a un castaño complicado, de imponente lámina,
que arreaba de manera descompuesta. Del fortísimo golpe de la estocada regresó
maltrecho y desmadejado para cortar las orejas. Una de esas tardes definitivas
en la vida de un torero.
Como en los viejos tiempos, al percatarse del gran
ambiente que había provocado el torero capitalino, la empresa anunció en
caliente su repetición y la de Fermín Rivera, quien también rayó a grandes
alturas. Fue un acierto hacerlo de esa manera. No había mucho qué pensarle. El
potosino adoptivo y el de nacimiento alternarán con Juan Pablo Sánchez en un
cartel por demás atractivo, hoy domingo con el encierro de la ganadería de
Montecristo.
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