viernes, 27 de diciembre de 2019

OBISPO Y ORO - Bordar al torero


FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman

A la “Maestra Nati” le han concedido la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Justo y necesario. Creo que es una de las Medallas más merecidas de cuantas otorga el Ministerio de Cultura, ese que el año pasado “se olvidó” del mundo de los toros. Es un galardón que debe honrar sobremanera a quien lo recibe; otra cosa es que el recibiente responda a los conceptos en que se basa su concesión: destacar en el campo de la creatividad artística y cultural, algo que la llamada “Maestra Nati” cumple sobradamente.

Habrá quien se extrañe del entrecomillado, pero es que, para quien esto firma, la “Maestra Nati” es, principalmente, la señora madre de quien recibirá el premio, aquella que tenía el taller en la calle Jardines de Madrid, una calle estrechuca que iba desde Montera a Clavel. Creo que era el número 12, primera planta. Allí me perdí una noche madrileña de la mano de Pepe Escamilla, fotógrafo y cameraman de altísimo nivel en aquellos años finales de los 60, con quien realicé mis últimas experiencias “serias” en el periodismo taurino, compartidas con los estudios en la Universidad. Creo recordar que había una especie de fiesta, para celebrar el lisonjero éxito en la plaza de Vista Alegre de un novillero llamado Antonio Pérez (que me perdone, si yerro). El caso es que, entre una patulea de cortes de taleguillas, casaquillas colgadas a medio coser, medias dobladas en cajones, zapatillas alineadas, capotes de paseo y de brega, estoques, muletas, morillas de montera y demás cachivaches propios del lugar, se abrió una clarita en el suelo y aparecieron varios pollos asados –dorados hacía horas y, por tanto, fríos como témpanos–, que nos comimos a mano alzada, sin pan ni nada, y se llenaron unas copitas con el dorado color del vino fino. Apareció también una guitarra, alguien canto por tanguillos y bulerías y se armó la de Dios en un santiamén. En esas estaba yo, como pulpo en un garaje, mirando y oyendo, entre abrumado y extasiado, cuando salió a los medios Isabelita, irguió la figura, y dejó escapar de la jaula de sus muñecas el aleteo pajaril de unos dedos prodigiosos. Isabelita, por soleares. ¡La madre que la parió!

La madre en cuestión era, repito, la Maestra Nati, dueña del taller, ausente de aquél desiderátum improvisado, a quien no llegué a conocer; pero con Isabelita, su hija, tuve el placer de coincidir en varias ocasiones. Me fascinaba su belleza y su arte, también el de la confección de ternos de torero, aditamentos complementarios y utensilios de torear; pero su carácter sencillo, cariñoso, de buena gente de ley, terminó por acendrar en mi interior un sentimiento admirativo y sincero, sin fisuras.

Isabelita se casó con el torero Enrique Vera, almeriense guapo a rabiar, a mayores, actor de cine protagonista (entre otras) la película Tarde de Toros. Torero de buen corte, enamoró a la bella hija de doña Nati entre corte y confección de su ropa de torear. Se separaron, o se divorciaron, no lo sé ni me importa. Lo que sé es que el hijo de ambos, Enrique, también probó fortuna en los ruedos, pero acabó percatándose de que lo suyo estaba entre tijeras, hilos y agujas.

Muchos años después de la relatada inocente “laborada” (mi madre llamaba así a las fechorías veniales) Enrique Vera-hijo me enseñó los entresijos de su definitiva profesión: sastre de toreros. Pude admirar lo que es trabajar con los cinco sentidos puestos en la tarea ¿Trabajar? Más bien emplearse a fondo en una actividad artística. Hay que ver lo duro –pero hermoso– que es bordar con pasamanería, hilo de oro, plata o azabache, con la pupila dilatada de tanto cerciorarse de la exactitud de la puntada, la trayectoria del canutillo, la alineación de las lentejuelas, las muletillas, los hombrillos recargados de rosas y pedrería, con sus remates de bellotas de caramaña, o el mismísimo bordado de una imagen devocionada por el cliente en el capote de paseo. ¿Es o no es arte purísimo y resplandeciente este oficio artesano y magnífico?

Quien no haya visitado estos talleres y observado con detenimiento la elaboración del producto, no saben el esfuerzo que realizan los sastres de toreros, maestros en el arte de vestir de luces, y su correspondiente “cuadrilla” de auxiliares. Por si esto fuera poco, hay que “lidiar” con la premura del cliente, el torero que encarga en febrero dos vestidos “para  Fallas”… y  no puedes fallar. O al que no se acaba de encontrar el punto exacto de “la cruz”, que es el encuentro de la taleguilla en el vórtice de la entrepierna, donde se añade un poquito más de tela para confeccionar la bolsa donde “cargará” los genitales. Estas cosas las aprendí de mi amigo Justo Algaba, que es otro de los artistas que debería tener en el horizonte una próxima Medalla.

De momento, la del año 2019 se la lleva la “Maestra Nati”, que es como Isabelita ha patentado la excelencia de su progenitora. Ignoraba que su segundo nombre fuera Natividad, pero me parece una gran idea que haya querido inmortalizar esta Marca España.

No sé por qué, me da la impresión de que Isabel Natividad García Frutos (nombre que figura en el carné de identidad de la premiada) es reticente a que le recuerde con el diminutivo que tantas veces he citado, pero ella me sabrá disculpar, porque no puede dudar del afecto que le profeso y porque sabe que todas estas citas –anécdotas incluidas— son fucilazos gratificantes que permanecen perennes en mi memoria.  Nos hemos encontrado últimamente y siempre la he llamado por el nombre con el que más la identifico: Isabelita. Si así fuere, perdóname, maestra de maestras.

Si bordar es el arte de la ornamentación por excelencia, bordar la ropa de torear es bordar al torero. Ellos, los toreros, frente al toro bordarán el toreo; pero tú, tu familia y tu gente, lo bordas con el patronaje clásico de tiza, regla, plantilla y cartabón, siempre a costa de un trabajo ímprobo que consume vista, pero nunca acabará con el talento. Bien mereces este grandioso premio, Isabelita, Maestra Nati. Tú siempre lo has bordado.

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