FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Picando en el teclado de ese ordenador de bolsillo
que es el Smartphone (pequeño diablo celular que ya forma parte de la
cotidianeidad de nuestro indumento), me aparece en pantalla la sorprendente
alocución de un empresario taurino que con voz serena y verbo claro, pide
perdón al público, a los aficionados, a sus clientes. El hecho, por insólito,
me deja atónito, ojiplático, que diría un cursi de la nueva progresía. No entra
dentro de la normalidad. Se nota en seguida que es una declaración espontánea,
reflexiva, de humildad no fingida. El protagonista de este comunicado, por vía
oral y ante una cámara de video, se llama Pablo Moreno Valenzuela, el rostro
visible de una organización empresarial mexicana llamada Casa de Toreros que
este año ha compartido gestión con otra peruana titulada Consorcio Perú,
responsables ambas de la confección de la feria taurina Señor de los Milagros,
recientemente celebrada en Lima, la capital de Perú; un ciclo de toros de
asolerado prestigio que este año ha constituido un fiasco absoluto, por los
paupérrimos resultados registrados.
Pedir perdón pública y voluntariamente, asumiendo
un error, es uno de los gestos más hermosos que el ser humano puede hacer en
esta vida, de ahí que su infrecuencia, cuando se rompe, debe ser digna de loa y
respeto, si queremos ser consecuentes con la dificultad que entraña. A ver
quién es el guapo que en semejante tesitura inclina la cabeza y se ofrece al
rapapolvo sin pestañear. Lo normal es
buscar excusas, escurrir el bulto o echarle la culpa al empedrado tras el tropezón.
Moreno Valenzuela se ha puesto ante la cámara para
culpabilizarse del desaguisado, aunque supongo que también habrá de compartir
culpas, en la proporción correspondiente, la empresa peruana asociada con la
suya; pero el hecho fehaciente es que quien ha dado la cara es el mexicano. Y lo
ha hecho con una serenidad que se asemeja –salvando las distancias—a la que
imponía a los niños don Abilio, el cura de mi pueblo, cuando nos predicaba que
había que ir a confesar, porque el pecador “no ha de tener miedo a reconocer su
culpa”. Y es lo que ha hecho el licenciado Moreno, que dirían sus compatriotas:
meterse en el confesionario de Acho con absoluta resolución, reconociendo lo
malo que le atañe, abjurando de ello, y anunciando la indomable decisión de ir
a la búsqueda de una buena nueva.
Por tanto, esta descubierta sin ambages, esta
decisión de no escurrir el bulto, me ha recordado algunos preceptos del
sacramento de la penitencia que nos metió en la cabeza a los colegiales otro
cura (hoy va de curas la cosa), un presbítero de la Colegiata de Medina del
Campo, llamado Gaspar (don), el nombre también de aquél jesuita del siglo XVI,
apellidado Astete y autor del Catecismo que llegó a ser una especie del
vademécum del buen cristiano. Me acuerdo de los tres primeros: examen de
conciencia, contrición de corazón y propósito de la enmienda.
Ignoro la religión que profesa (si profesare
alguna) el citado empresario mexicano, pero en su alocución parece que practica
los citados preceptos porque reconoce que la elección del ganado peruano fue un
error mayúsculo, lo siente en el alma y garantiza un golpe de timón para
enmendar tan flagrante error. He aquí al pecador arrepentido en su diáfana
expresión. ¿Es o no es una confesión a
la usanza cristiana en toda regla?
Si los eufemismos tuvieran pesos o medidas, Pablo
Moreno comienza con uno ciertamente de escaso tamaño, pero que invita a la
sonrisa: la del Señor de los Milagros de este año, dice, fue una feria
“atípica”. Hombre, “atípica” es una cucharadita de azúcar a la taza de un café
que fue bien amargo. El pasado ciclo taurino fue lo que se conoce en términos
taurinos como un petardo. Ello no empece la congratulación que merece el examen
de conciencia y la contrición de corazón que reporta.
El propósito de enmienda es, de momento, tan
rotundo como esperanzador. Afirma el Presidente de Casa de Toreros que su
empresa ya está en contacto con siete ganaderos españoles para comprar corridas
de nuestro campo bravo y confeccionar con ellas una feria de 2020, que va a
acabar con el cuadro, o algo así. A la vista del desastre ganadero anterior,
parece la solución más lógica. Ahora bien, para llevar ganado de acá hasta allá
hay que plantearse una inversión no solo económica, sino también de logística e
infraestructuras. Los toros, por supuesto, han de viajar con mucha antelación,
instalarlos en el hábitat adecuado y ser manejados por gente experimentada,
contar con bajas imprevistas (no reemplazables fácilmente) y garantizar su
inviolabilidad (espero que esto se entienda). Todo ello, contando también con
la comprensión de los propietarios de la cabaña brava peruana, inevitablemente
heridos en su amor propio, si se lleva a total efecto (siete corridas son el
completo de la feria) la compra de ganado foráneo, en este caso, español.
Tampoco se crea que lo de aquí está para echar
cohetes, pero es indudable que hay una baraja de ganaderías en un momento
excelente, y las figuras del toreo (Andrés Roca Rey, entre ellas) las conocen a
la perfección. Si en verdad se va a llevar a efecto esta decisión, será un
ciclo de toros que tendrá expectante a todo el mundo taurino. La del Señor de los Milagros es una feria de
altísimo prestigio, y la de Lima una afición extraordinaria. “La Sevilla de
América”, le llaman.
Y todo esto, esperemos que para bien, acontecerá
en uno de los escenarios más emblemáticos de la capital peruana, ubicado en el
entorno del Rímac, entre el Puente y la Alameda: el más que bicentenario coso
de Acho, la flor de la canela taurina de Hispanoamérica, el santuario lúdico en
que se ha instalado un confesionario, ante cuya rejilla se ha postrado
humildemente Pablo Moreno Valenzuela,
para pedir perdón. Por eso, ante la imagen de un pecador cumpliendo la
penitencia de su arrepentimiento, uno no puede por menos que rendirle pleitesía
y hacer un ejercicio de indulgente benevolencia. Ni siquiera conozco al señor
Moreno, pero su noble gesto merece que el Señor del Perú cristiano se lo premie
con un ciclo de toros de relumbrón, que para eso es el de los Milagros.
Pecadores –quién lo duda– somos todos.
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