La
figura poderosa de Ignacio Sánchez Mejías reverdece al cumplirse el 85
aniversario de su cogida mortal en la plaza de Manzanares.
ÁLVARO R.
DEL MORAL
@ardelmoral
Diario EL CORREO DE ANDALUCÍA de Sevilla
La Edad de Plata se inició el año 1920 en la
enfermería de Talavera de la Reina -elegía fotográfica de Ignacio sosteniendo
la cabeza yerta de José- y concluyó el 11 de agosto de 1934 en el traslado
agónico del cuñado de Gallito desde Manzanares a Madrid. Ignacio Sánchez Mejías
remontaba la carretera polvorienta de Andalucía, arrasada de Sol y apestada de la
misma gangrena que ya trepaba por sus muslos. Se estaba sentenciando toda una
época mientras las medias rosas del torero se empapaban en su sangre derramada.
En medio de aquellas dos muertes se dibuja la propia trayectoria del
polifacético matador, una figura imprescindible sin la que no se puede entender
la efervescencia artística y cultural de una década fundamental: los años 20.
Menos de dos días después de ese viaje terrible llegaba el fin irremediable de
aquel “andaluz tan claro, tan rico de aventura”.
¿Qué impulso vital llevó a Sánchez Mejías a volver
a vestirse de luces en 1934, con 43 años cumplidos y lejos de las portentosas
facultades físicas que suplieron sus carencias artísticas? Ignacio se había
retirado de los ruedos en 1927, precisamente el mismo año que, bajo la excusa
del tercer centenario de Luis de Góngora, reunió a sus expensas a aquellos
jóvenes poetas y creadores en la casa de Pino Montano. Aquella borrachera
cósmica serviría para dar nombre a una de las generaciones literarias más ricas
de la lengua castellana. Entre su primera despedida y el retorno a los ruedos,
Ignacio había dado rienda suelta a su ancho catálogo de inquietudes: presidente
de la Cruz Roja de Sevilla; mecenas, presidente del Betis Balombié; dramaturgo
de éxito; aventurero... pero el toro, siempre el toro, acabó imponiendo su ley.
En 1934 decidió volver a torear, enfundándose el vestido de luces el 15 de
julio en la desaparecida plaza de Cádiz. La razón última de su vuelta a los
ruedos, la más prosaica, se la había confesado a sus íntimos: se aburría.
Como en tantas ocasiones fatales, Ignacio no tenía
que haber toreado en Manzanares aquel 11 de agosto de hace 85 años. Pero acudió
finalmente al ruedo manchego en sustitución de Domingo Ortega, que había
sufrido un leve accidente de automóvil que le impedía cumplir su compromiso. El
diestro toledano estaba anunciado junto al rejoneador portugués Simao da Veiga
y los matadores de toros Armillita y Alfredo Corrochano. Ignacio había toreado
el día anterior en Huesca y sus planes iniciales contemplaban pasar la jornada
del día 11 descansando antes de viajar a Pontevedra, plaza en la que tenía que
cumplir su siguiente contrato. Le llamaron con el tiempo justo. Por la premura
del tiempo, los condicionantes y las precarias comunicaciones de la época ni
siquiera pudo contar con su propia cuadrilla, que ya se encontraba de viaje al
coso gallego siguiendo el guión marcado por la agenda del matador. Pero la leve
lesión de Domingo Ortega iba a alterar los planes previstos y a cambiar la
propia historia del toreo.
Sánchez Mejías llegó temprano a Manzanares. Había
viajado en automóvil desde Madrid después de un primer y accidentado periplo en
coche desde Huesca a Zaragoza y desde allí -ya en el tren expreso- hasta la
capital. El veterano diestro ya venía acompañado de la improvisada cuadrilla,
reclutada a toda prisa en el Foro después de intentar, infructuosamente, contar
con los hombres de Domingo Ortega. Pero la gente de plata ya había iniciado el
camino de vuelta después de conocer la lesión de su matador. Ignacio se instaló
en el Parador; en la misma habitación -la número 13- que se había preparado
para Ortega y se vio obligado -por primera, única y última vez en su vida- a
sacar los números de los toros a lidiar por la tarde, marcados con el hierro de
Ayala, una oscura vacada a la que nunca se había enfrentado. Sin saberlo,
estaba sacando del sombrero del vaquero su propio certificado de defunción.
Algunos biógrafos recogen situaciones y gestos que se han querido dibujar como
premonitorias. Pero no pasarían de la anécdota si no fuera por la tragedia que
estaba a punto de consumarse en aquel anillo ardiente. Parecía una tarde más,
perdida entre el nomadeo agosteño de los hombres de luces. Pero el primero de
la tarde, de nombre ‘Granadino’, le apretó contra las tablas cuando trataba de
iniciar el trasteo con pases por alto, sentado en el estribo. La cornada, en el
muslo, era de caballo y dejó un impresionante charco de sangre.
A pesar de la disposición del médico local,
Ignacio se negó a ser operado en Manzanares. Se pidió un coche a Madrid y se
disparó la espera. Una avería del vehículo dispuesto alargó aún más aquella
angustiosa agonía. El torero llegó a la capital de madrugada. La cosa ya
pintaba muy mal al día siguiente y la gangrena era una certeza irremediable en
la anochecida. Su mujer, Lola Gómez Ortega, y su hija Piruja pudieron
despedirse del moribundo. Dejaron pasar a su amante, La Argentinita. Ignacio
dejaba de existir en la mañana del día 13. Manolo Caracol colocó crespones de
luto en las columnas de la Alameda antes de que el cuerpo de Ignacio
-trasladado a Sevilla- fuera sepultado en el panteón de Joselito, bajo el
mausoleo modelado por Benlliure, que también había retratado en bronce a
Ignacio portando el ataúd del rey de los toreros; al mismo que había sostenido
la cabeza muerta en Talavera catorce años antes. España se despedía de una
época, “...a las cinco en punto de la tarde”.
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