sábado, 10 de agosto de 2019

Eran las cinco en punto de la tarde...

La figura poderosa de Ignacio Sánchez Mejías reverdece al cumplirse el 85 aniversario de su cogida mortal en la plaza de Manzanares.
 
ÁLVARO R. DEL MORAL
@ardelmoral
Diario EL CORREO DE ANDALUCÍA de Sevilla

La Edad de Plata se inició el año 1920 en la enfermería de Talavera de la Reina -elegía fotográfica de Ignacio sosteniendo la cabeza yerta de José- y concluyó el 11 de agosto de 1934 en el traslado agónico del cuñado de Gallito desde Manzanares a Madrid. Ignacio Sánchez Mejías remontaba la carretera polvorienta de Andalucía, arrasada de Sol y apestada de la misma gangrena que ya trepaba por sus muslos. Se estaba sentenciando toda una época mientras las medias rosas del torero se empapaban en su sangre derramada. En medio de aquellas dos muertes se dibuja la propia trayectoria del polifacético matador, una figura imprescindible sin la que no se puede entender la efervescencia artística y cultural de una década fundamental: los años 20. Menos de dos días después de ese viaje terrible llegaba el fin irremediable de aquel “andaluz tan claro, tan rico de aventura”.

¿Qué impulso vital llevó a Sánchez Mejías a volver a vestirse de luces en 1934, con 43 años cumplidos y lejos de las portentosas facultades físicas que suplieron sus carencias artísticas? Ignacio se había retirado de los ruedos en 1927, precisamente el mismo año que, bajo la excusa del tercer centenario de Luis de Góngora, reunió a sus expensas a aquellos jóvenes poetas y creadores en la casa de Pino Montano. Aquella borrachera cósmica serviría para dar nombre a una de las generaciones literarias más ricas de la lengua castellana. Entre su primera despedida y el retorno a los ruedos, Ignacio había dado rienda suelta a su ancho catálogo de inquietudes: presidente de la Cruz Roja de Sevilla; mecenas, presidente del Betis Balombié; dramaturgo de éxito; aventurero... pero el toro, siempre el toro, acabó imponiendo su ley. En 1934 decidió volver a torear, enfundándose el vestido de luces el 15 de julio en la desaparecida plaza de Cádiz. La razón última de su vuelta a los ruedos, la más prosaica, se la había confesado a sus íntimos: se aburría.

Como en tantas ocasiones fatales, Ignacio no tenía que haber toreado en Manzanares aquel 11 de agosto de hace 85 años. Pero acudió finalmente al ruedo manchego en sustitución de Domingo Ortega, que había sufrido un leve accidente de automóvil que le impedía cumplir su compromiso. El diestro toledano estaba anunciado junto al rejoneador portugués Simao da Veiga y los matadores de toros Armillita y Alfredo Corrochano. Ignacio había toreado el día anterior en Huesca y sus planes iniciales contemplaban pasar la jornada del día 11 descansando antes de viajar a Pontevedra, plaza en la que tenía que cumplir su siguiente contrato. Le llamaron con el tiempo justo. Por la premura del tiempo, los condicionantes y las precarias comunicaciones de la época ni siquiera pudo contar con su propia cuadrilla, que ya se encontraba de viaje al coso gallego siguiendo el guión marcado por la agenda del matador. Pero la leve lesión de Domingo Ortega iba a alterar los planes previstos y a cambiar la propia historia del toreo.

Sánchez Mejías llegó temprano a Manzanares. Había viajado en automóvil desde Madrid después de un primer y accidentado periplo en coche desde Huesca a Zaragoza y desde allí -ya en el tren expreso- hasta la capital. El veterano diestro ya venía acompañado de la improvisada cuadrilla, reclutada a toda prisa en el Foro después de intentar, infructuosamente, contar con los hombres de Domingo Ortega. Pero la gente de plata ya había iniciado el camino de vuelta después de conocer la lesión de su matador. Ignacio se instaló en el Parador; en la misma habitación -la número 13- que se había preparado para Ortega y se vio obligado -por primera, única y última vez en su vida- a sacar los números de los toros a lidiar por la tarde, marcados con el hierro de Ayala, una oscura vacada a la que nunca se había enfrentado. Sin saberlo, estaba sacando del sombrero del vaquero su propio certificado de defunción. Algunos biógrafos recogen situaciones y gestos que se han querido dibujar como premonitorias. Pero no pasarían de la anécdota si no fuera por la tragedia que estaba a punto de consumarse en aquel anillo ardiente. Parecía una tarde más, perdida entre el nomadeo agosteño de los hombres de luces. Pero el primero de la tarde, de nombre ‘Granadino’, le apretó contra las tablas cuando trataba de iniciar el trasteo con pases por alto, sentado en el estribo. La cornada, en el muslo, era de caballo y dejó un impresionante charco de sangre.

A pesar de la disposición del médico local, Ignacio se negó a ser operado en Manzanares. Se pidió un coche a Madrid y se disparó la espera. Una avería del vehículo dispuesto alargó aún más aquella angustiosa agonía. El torero llegó a la capital de madrugada. La cosa ya pintaba muy mal al día siguiente y la gangrena era una certeza irremediable en la anochecida. Su mujer, Lola Gómez Ortega, y su hija Piruja pudieron despedirse del moribundo. Dejaron pasar a su amante, La Argentinita. Ignacio dejaba de existir en la mañana del día 13. Manolo Caracol colocó crespones de luto en las columnas de la Alameda antes de que el cuerpo de Ignacio -trasladado a Sevilla- fuera sepultado en el panteón de Joselito, bajo el mausoleo modelado por Benlliure, que también había retratado en bronce a Ignacio portando el ataúd del rey de los toreros; al mismo que había sostenido la cabeza muerta en Talavera catorce años antes. España se despedía de una época, “...a las cinco en punto de la tarde”.

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