Álvaro
Domecq y Pepe Camará impidieron el reencuentro del torero y su amante en la
madrugada mortal del 29 de agosto de 1947. Sólo la dejaron pasar cuando la
tragedia se había consumado.
ÁLVARO R.
DEL MORAL
Diario CORREO
DE ANDALUCÍA de Sevilla
Llegó a Linares –procedente de Lanjarón- en la
madrugada de aquel 29 de agosto de 1947. Pero no le dejaron pasar a la
habitación del herido. Camará y Álvaro Domecq habían tomado las riendas de la
situación mientras Gitanillo de Triana volaba por la nacional cuarta en el
célebre ‘Buick’ azul de Manolete. Traía al doctor Jiménez Guinea, una eminencia
médica de la época, sin saber que iba a sentenciar la vida del ‘Monstruo’.
Mientras tanto, el apoderado y el célebre ganadero y rejoneador jerezano habían
argumentado a aquella mujer llorosa que los médicos habían recomendado no
molestar al torero. Y se quedó en la antesala. Algunos testimonios posteriores
siempre apuntaron en una dirección: los futuros albaceas de la copiosa herencia
del ‘Califa’ cordobés pretendían impedir un matrimonio ‘in artículo mortis’.
Podría ser... pero en ese momento nadie esperaba que Manolete expirase en
aquella madrugada que pondría fin a toda una época.
Pero la muerte llegó, encerrada en el lujoso coche
del propio torero, metida en una bolsa de plasma desde El Escorial, donde
veraneaba el famoso médico. Gitanillo se había encontrado con el doctor en
Valdepeñas. Viajaba acompañado de Rafael ‘El Pipo’ –futuro descubridor de El Cordobés-
y un tal Bermúdez que se dedicaba a la representación de artistas. Habían
parado a tomar algo y reponer el hielo que protegía unos medicamentos. Pero no
había tiempo que perder. Subieron al coche que traía Gitanillo que,
literalmente, voló por las cumbres de Despeñaperros para alcanzar el caserío de
Linares.
El prestigio de Luis Jiménez Guinea se impuso a la
opinión del doctor Garrido, el solvente médico local que había dirigido la
operación en la enfermería. Garrido se mostraba contrario a aplicar aquel
funesto compuesto que ya había probado su ineficacia en la terrible explosión
del polvorín de Cádiz, aquel mismo año. Creía que el matador no soportaría una
nueva transfusión. Y así fue... “Don Luis, ¡no veo!”, fueron las últimas
palabras de Manolete. No dijo más. El plasma apenas había comenzado a fluir por
sus arterias. Manolete murió instantáneamente antes de que despuntara el
amanecer.
Sólo entonces –con la tragedia consumada- dejaron
pasar a la novia del torero que se sabía mirada por todos. Cano, que había
acudido a Linares a liquidar con Dominguín un reportaje gráfico realizado, se
convirtió en notario gráfico del ocaso de aquel dios. Fotografió a Lupe junto a
su cama: el torero amortajado; un crucifijo aferrado en las manos entrelazadas;
un breve sudario sujetando el mentón; el coro de caras incrédulas...
Posiblemente recordó aquella noche en la barra de Chicote, cuatro años antes
que en ese momento se le antojaban cuatro siglos. Fue la primera vez que habló
con el torero. Unos dicen que los presentó Pastora Imperio; otros, que fue
Rafael Gitanillo... ¿Qué más da? Fue la primera chispa del único, apasionado e
incomprendido amor de Manuel Rodríguez Sánchez, aquel torero para olvidar una guerra.
¿Quién era Lupe Sino?
Lupe Sino había tomado el nombre artístico de su
segundo apellido. Se llamaba Antoñita Bronchalo Lopesino y había nacido en
Sayatón, un pueblecito de Guadalajara. Fue actriz de mediana fama. Cuentan que
había llegado a emparejarse con un comisario político del ejército rojo y
siempre cargó el estigma de chicha ‘Chicote’, la barra más popular de aquel
Madrid agridulce de los años 40. Todo eso importó poco a Manolete, que encontró
en la belleza rutilante de Antoñita todo lo que no le podían dar los toros. El
Califa cordobés era un ídolo de masas; había impuesto modas y era el espejo en
el que se miraban todos los hombres... Se hallaba en la cúspide de su fama pero
–como Joselito antes de Talavera- ya había empezado a saborear el gusto amargo
de la incomprensión y las exigencias desorbitadas. Y a Manolete le seguía
faltando algo...
Un año de amor...
Ese “algo” es lo que halló en los brazos y piernas
de Lupe Sino. Manolete vivió los días más felices de su vida en Fuentelencina,
un pueblecito recóndito de Guadalajara junto a su novia y la familia de ésta.
En 1946, el año en el que decidió alejarse casi por completo de los ruedos,
pasó una larguísima estancia en aquel trozo de tierra, haciéndose uno más entre
el sorprendido vecindario de la localidad alcarreña. El célebre ‘Buick’ azul
del torero emergiendo de las polvorientas carreteras debió parecer una especie
de acorazado amarrando en el páramo. Manolete lo guardaba en un corral del
boticario, con el que intimó. Era uno más en medio de aquel universo humano,
lejos de las plazas, los focos, las habladurías de la sociedad cerrada de la
época...
Manuel y Antoñita compartieron estancia con una
hermana recién casada, prodigando excursiones y baños a la poza de
Valdefuentes, burlándose de un mundo en el que no tenían cabida aquellos
amores. Hay numerosos testimonios gráficos de aquella fábula que quedaría para
siempre marcada en el alma del matador. Al final de aquel verano idílico
viajaron a México con aura de pareja de cine. Pero Manolete volvió para cumplir
su único compromiso taurino en España de aquel año.
Fue en la tradicional corrida de Beneficencia
organizada por la Diputación de Madrid. La corrida no estuvo exenta de
tensiones y politiqueos taurinos. El viejo Dominguín se las apañó para incluir
a su hijo Luis Miguel –figura en ciernes- en un cartel en el que inicialmente,
además de Manolete, figuraban el rejoneador Álvaro Domecq y los diestros
Gitanillo de Triana y Antonio Bienvenida. Cumplida su misión –el ‘Monstruo’ de
Córdoba había actuado desinteresadamente- volvió a América. Le esperaban
algunos contratos ventajosos pero, sobre todo, aquel amor libre que no tenía
cortapisas al otro lado del océano, lejos del pétreo entorno del matador y la
Córdoba de los discretos que nunca vieron con buenos ojos la irrupción de
aquella actriz de la barra de Chicote.
Hasta el último día
Manolete esperó hasta el 22 de junio en Barcelona
para comenzar la temporada de 1947. Pero no dejó de pisar plazas de resonancia
como el mismísimo coso de Las Ventas, en el que fue herido no sin cortar las
dos orejas a un toro de Charro. Toreó veinte tardes antes del definitivo
compromiso de Linares. Dicen que el torero estaba visiblemente desmejorado,
loco por acabar esa campaña que aún le tenía que conducir en otoño hasta
tierras americanas.
El día 16 de agosto recaló en San Sebastián para
estoquear una corrida de Antonio Pérez junto a Gitanillo y Manolo Navarro. En
un burladero del callejón, micrófono en mano, un conocido y emergente locutor
retransmitía la corrida por los micrófonos de Radio Nacional de España. Se
llamaba Matías Prats, que requirió a Manolete para dar sus impresiones sobre la
lidia. “Me piden más de lo que puedo dar. Sólo he de decir que tengo muchas
ganas de que llegue el mes de octubre”, sentenció el Monstruo.
Pero octubre no llegó. El 26 de agosto toreó en
Santander. Al día siguiente, el ‘Buick’ azul le condujo hasta el hotel
Cervantes de Linares. En los corrales se había encerrado una corrida de Miura
que, en un principio, estaba destinada a lidiarse en Murcia. En los carteles,
con letras grandes, el nombre de Manolete destacaba sobre el de Gitanillo de
Triana y Luis Miguel Dominguín. El resto es historia: la lidia de ‘Islero’, la
seca cornada al entrar a matar; la operación del doctor Garrido; las esperanzas
recobradas y el traslado apresurado al hospital de los marqueses de Linares;
las conversaciones desconocidas de Camará y Álvaro Domecq; la llegada de Lupe
Sino; el último cigarrillo... y aquel ‘Buick’ azul volando por la nacional
llevando el plasma fatídico...
Una lluvia fina caía en la mañana del 29 de agosto
entre Linares y Córdoba mientras el cuerpo de Manolete alcanzaba su ciudad
natal. Numerosos cordobeses habían ido hasta el sitio de Las Cumbres, a pocos
kilómetros de la capital, a esperar la comitiva fúnebre. Lupe Sino remontaba la
misma carretera, camino de Madrid, tragándose su llanto.
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