ZABALA DE
LA SERNA
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El Puerto
de Santa María (Cádiz)
Hace cinco meses algunas voces desahuciaban a
Enrique Ponce. Su rodilla estalló el 18 de marzo en Valencia. El pasado sábado,
10 de agosto, destrozó a los profetas. Volvió en tiempo récord y atrapó la
gloria de nuevo. Como si nada hubiera pasado. Como si 30 años en la cumbre
fueran pocos. Este es el retrato interior de su hazaña. Las últimas 24 horas de
su vida antes de pisar el ruedo.
«Ya he superado mis miedos». Una vocecita aguda
escapa por el telefóno de Enrique Ponce. Que se queda sorprendido ante las
palabras de su hija menor. Es la noche previa a la reaparición en El Puerto de
Santa María. Faltan 24 horas y Ponce ya está en la ciudad gaditana. Bianquita
ha llamado durante la cena para contar que ha matado un mosquito con la mano.
Ponce ríe la ocurrencia con cara de papá derretido. Y conecta FaceTime para que
veamos a la pequeña. Todos los que rodeamos la mesa saludamos a la princesa
valiente de siete años. «Sí, mañana toreo. Te quiero, suéñame».
Bajo la distensión del momento repta un miedo
adulto que se agarra a los huesos. Julio, el chófer que es más que el chófer,
se reconoce asustado, «hasta las trancas». Lleva un cuarto de siglo con el
torero y no se ha separado de su lado ni un solo día de estos cinco meses
contra el reloj y el dolor. Desde que la rodilla estalló en Valencia allá por
marzo. La lesión acabaría con la temporada de un deportista de elite con 25
años menos. Ponce cumple 48 en diciembre. Habita en la cima del toreo desde
hace 30.
El dueño del restaurante La Cuchara, frente al
hotel Monasterio, donde se aloja el maestro, recita la carta y los guisos
estrella con orgullosa efusividad: «No trabajamos los fritos». «Venga, pues los
ahumados de Barbate y el arroz marinero», ordena el maestro tras democrática
consulta previa. Y a continuación pregunta a Juan por los toros. Juan es Juan
Ruiz, el apoderado, el hijo del otro Juan Ruiz, El Patas, descubridor del
talento precoz de Ponce. Que camina arropado por la segunda generación de su
equipo primigenio. También Quinta, el picador, es hijo del Manuel Quinta de los
inicios. La cuadrilla llega con la ilusión de la familia forzosamente separada.
El parón ha sido una ruina.
Cuando Ruiz explica que la corrida de Juan Pedro
aún no se ha desembarcado por las tensiones entre la empresa y el ayuntamiento,
EP se inquieta pacíficamente. La tranquilidad y el equilibrio marcan su
carácter de llaneza. «No, si verás tú. Si al final reaparecemos en Málaga. Yo
en Motril no reaparezco», dice sin aspavientos. La mojama y el atún ahumado se
cruzan y Enrique vuelve a las cosas de la vida. A la música, a su amigo Luis
Miguel, Micki en su boca, dios mexicano de la canción, a la técnica del toreo,
a la historia de la tauromaquia. Algunos silencios atraviesan y enturbian su
mirada. Como fugaces preocupaciones. Como una sola: la rodilla.
Suena el móvil de Juan. Ya vienen los toros de
mañana.
La luz de El Puerto de Santa María inunda las
calles demasiado pronto. A las nueve de la mañana atraviesan la puerta del
hotel los picadores Quinta y Palomares. Vienen de correr. Sudorosos, jadeantes,
el iPod en el brazo, cuadrados como atletas especialistas en anillas, potro y
barras simétricas. Adiós a los varilargueros de Botero, al estereotipo del
piquero redondo. A las 10:30 acude puntual el apoderado a nuestra cita. Los
toros fueron desembarcados y reconocidos pasadas las tres de la madrugada. Un
generador externo alimentaba los focos. Los esperpénticos intramuros del toreo.
Que no cambian. Como el desprecio de los políticos. Enrique Ponce todavía
duerme.
«La corrida es extraordinaria y pesa», cuenta Juan
encogiendo los dedos índices de sus manos. En la plaza espera Mariano de la
Viña, banderillero de confianza desde la génesis poncista. Suya es la
responsabilidad de enlotar los toros. Las cuadrillas de Morante de la Puebla y
José María Manzanares se retrasan. Vuelan desde la nocturna de Palma de
Mallorca. Nueve juampedros se mueven en los corrales perezosamente. Como peces
de colores en un acuario. De la Viña quiere abrirlos por pelajes y, por
supuesto, conjugar las hechuras. Y las caras, claro. «Es difícil elegir». Tan
pareja es la corrida. El toro más basto se queda como primer sobrero. Como
segundo, uno de escaso remate. Otro lo han desechado por flacón las
autoridades. Que conversan en las catacumbas de las galerías. Las varas de
picar, apoyadas en una pared, aún sin las puyas, aguardan a sus dueños. Cada
una etiquetada con el nombre de un piquero. Huele a zotal la mañana.
Ponce se ha despertado y espera noticias tumbado en
la cama. «El 106 es muy bueno», profetiza Emilio, el mayoral. Se llama
Fantasía. En su libreta y en su cabeza, los toros son números. El 103 se rasca
con un esquinazo que sobresale en la puerta 42. Mariano empareja: 133-103,
19-125, 124-106. Sus anotaciones son el resguardo de una bonoloto. A las 12:44
aparecen las cuadrillas de Morante y Manzanares: Carretero, Lili y Araujo;
Duarte y Suso. Murmullan. Alguien intuye una nube en el ojo de un toro. «Tiene
el velo». Pruebas de oculista casero alargan el interminable acto. Los peones
más veteranos escupen maldiciones. Temen que entre el sobrero embrutecido. «¡Ve
bien!», diagnostican desde lo alto de una pared.
El sorteo por fin se celebra a las 13:23 en el
despacho de los delegados gubernativos. Por las ventanas se filtra el sonido de
la megafonía de la camioneta que anuncia el cartel. Los nombres de los toreros
sobrevuelan su suerte. Ya están revueltas las bolitas de papel con los números
de los toros. Que se extraen por orden de antigüedad: el 124-106 es el lote de
la reaparición de Enrique. El 106 es Fantasía. El presidente de la corrida advierte de que si
hay petición de indulto y duda, ordenará volver a sacar el caballo de picar...
La suerte está echada.
En la suite 101, el maestro es informado por los
suyos. Escucha las explicaciones telefónicas sobre la camilla del
fisioterapeuta. Víctor le trata desde hace años. Tiene la clínica en Úbeda, muy
cerca de la finca. Le acompañará lo que resta de temporada. Una cicatriz
sinuosa desciende por la rodilla maltrecha, dibujando lo que fue la fractura de
la meseta tibial. La mañana ha transcurrido con ritmo de bajamar. Julio subió
tres zumos de naranja, un café y preparó un cruasán con Nocilla para desayunar.
Es un chófer maternal. Manzanares se hospeda en el mismo hotel y ha visitado a
Enrique. Como Agustín Díaz Yanes y Ramón García, Ramontxu. Que ameniza estas
primeras horas de la tarde. Todos saben que es un día difícil. Hasta las ocho
hay un desierto de horas. La brisa costera se cuela por la ventana de la terraza
abierta de par en par y despeja la habitación del olor a linimento. «No soplará
el levante esta tarde, ¿no?». Una veleta gira suave en la azotea del edificio
de enfrente.
La silla torera ya está montada. El capote de
paseo con la Virgen del Mar de Almería tapa el terno blanco y azabache. El
mismo de la infausta fecha de Valencia. El fundón de cuero labrado que guarda
las espadas asoma vertical por encima del respaldo. El nombre de Enrique Ponce
también está grabado en el forro rojo de la montera negra. Flota dentro la
castañeta. En el suelo, las manoletinas colocadas al milímetro parecen esperar
la venida de los Reyes Magos. Todo forma una pirámide sagrada, el manantial del
rito. Las marcas del agujero de la camilla se han quedado como pliegues en el rostro
somnoliento del matador. Que regresa zombi a la realidad. Un polo gris y unas
bermudas blancas le dan un aire de turista en Acapulco. En un arcón que no se
toca desde el día de la cogida se apilan desordenadas cientos de imágenes
religiosas. Como guardadas con prisa. Ponce emprende la ardua tarea de montar
la capilla. Cada representación debe ir en su sitio. La mesa es casi del tamaño
de un billar. Quedará el retablo de la catedral de Cádiz en horizontal.
Suena
Kenny Rogers en el altavoz con Through the years. Llaman a la puerta. Es
Loren, un amigo sesentón y patoso de Linares. Entra con un niño de nueve años
que se pone a llorar al ver a su ídolo de cerca. Se llama Cayetano. Ponce firma
el capotillo que trae el crío y se hace una fotografía con él. En la mesa/
retablo ya ha colocado a la Virgen de Guadalupe, a la de Fátima envuelta en una
medalla, a la de Medjugorje y a la de los Desamparados. «Hoy estamos todos con
pellizco», susurra Ramontxu. Que sigue en su papel de animador. De hermano
mayor. Salta la conversación de Michael Bublé a Bilbao, la patria chica de
Ponce: la huella de 70 paseíllos es una marca. Julio sube unos macarrones con
tomate. Y un plátano y un helado de chocolate después.
Enrique pide unas cuchillas de afeitar nuevas a su
mozo de espadas antes de quedarse solo. El tiempo se ha atascado como en el
poema de Pemán: «Las dos, siempre las dos».
Falta menos de una hora para la corrida. El
ambiente de la habitación puede masticarse. Dani, el mozo de espadas, aprieta
los machos arrodillado. Enrique Ponce no pronuncia una palabra, perdido en
algún sitio. Hace algunos estiramientos genuflexos para fundirse con la
taleguilla. Todos miran la rodilla. No funciona el aire acondicionado y eso
condensa las respiraciones. La legión de vírgenes, santos y cristos se extiende
en la capilla como una manifestación multitudinaria de fe. Fotografías de
personas fallecidas que tocaron algún punto de su vida se entremezclan con la
imaginería religiosa. Su cuñado Nano, un hijo de Sancho Dávila, el pequeño de
Pedja Mijatovic y el retrato de una mujer que conoció en un hospital cuando se
moría de cáncer. Cuando el torero se acerca a encender la vela, Loren quiere
hacerse una foto. A Julio se lo llevan los demonios. Hay más gente de la
habitual y más de la debida. Victoriano Valencia contempla la escena sentado,
con las manos apoyadas en un bastón, sabio, viejo y curtido, curado de
espantos. El maestro no ha considerado oportuno que sus hijas pasasen hoy por
la habitación. Le condiciona de algún modo verlas en una cita tan complicada.
Lo que ha hecho es sobrehumano. Paloma Cuevas, su mujer, aparece por sorpresa a
darle un beso. No quiere estar mucho más: con el paso de los años no sabe
disimular.
Alguien dice «¡ya!». La chaquetilla acaba de
encajarse en los hombros del matador. La música que no ha parado de sonar
enmudece de pronto. Ponce se detiene absolutamente absorto ante al altar. Reza
hacia dentro. Y se persigna antes de partir. La vela encendida ilumina santos,
vírgenes y muertos. Su llama no se apagará hasta el regreso.
La furgoneta espera. La cuadrilla ya no hace
bromas. Mariano de la Viña, Jocho, Jaime Padilla, José Palomares, Quinta, Dani
y Rubén, que es el ayuda, ocupan sus sitios. Tienen el talante y la humanidad
de Enrique. Que estira la pierna reconstruida sobre un reposabrazos. A
Victoriano y Ramontxu se ha sumado Javier Conde. Aymá viaja de pie. Su reloj adelanta
cinco minutos y Jocho se asusta. Apenas les separan 10 minutos de los clarines
del miedo. Al fondo de la calle asoma la majestuosa plaza de El Puerto. Nadie
habla. La turbamulta que rodea el coso entorpece el paso. Ponce irrumpe con
prisa en la capilla y José María Manzanares sale con calma. Una última oración
en penumbra.
Los goznes del portón de cuadrillas chirrían. La
arena deslumbrante ciega. El reloj marca las ocho en punto de la tarde. Es la
hora. Cinco infinitos meses después, el Minotauro de Chiva vuelve a pisar el
ruedo. Dibuja con la punta de la zapatilla la señal de la cruz en el tercio.
Ruge la gente como un temblor.
Casi tres horas más tarde el rugido continúa. A
Ponce lo mecen a hombros con un entusiasmo desatado. Por detrás sigue la procesión
Manzanares. Y por delante... ¡Bianquita! A horcajadas sobre el cuello de Julio,
el chófer maternal, ríe y alza los brazos. Su larguísimo pelo rizado deja
estelas de alegría. Es la heroína de Brave de carne y hueso. Cristina Yanes la
llevó a un tendido a escondidas de su padre. Que sólo supo de su presencia
cuando oyó «¡papá, papá!». Regresaba de una vuelta al ruedo clamorosa y la vio
descender por las escaleras. El indulto de Fantasía ha desatado la apoteosis.
Como la faena del maestro incombustible, un mar de caricias. Bianca sólo ha ido
dos veces a una plaza y ya ha presenciado dos indultos. Otro toro de Juan Pedro
en Málaga también bajo un crisol de músicas. Qué bueno es papá, pensará.
La niña toda vestida de blanco atraviesa la
primera la puerta grande. Entre flashes, gritos, risas. Para ella es una
montaña rusa. Baja como un ángel a la furgoneta. Y cuando su padre aterriza se
lo come a besos. La cuadrilla es una familia de fiesta. Nada más pisar el hotel
Monasterio, el jefe les invita a una cervecita en la cafetería. Todos vestidos
de toreros.
La vela no se ha apagado en el saloncito de la
suite 101. Ponce da gracias ante el altar de vírgenes, santos y muertos y sopla
la llama. Su regreso a los ruedos ha sido un milagro. Y se encierra en la habitación
con Paloma y Bianca. Una hora más tarde salen las mujeres. Conde comenta
admirado la heroicidad: «Sólo ha toreado siete vacas y un eral en cinco meses».
Enrique se asoma de nuevo, ya vestido de civil, para despedirse. El esfuerzo
físico se refleja en su cara. Aflora un escalofrío extraño en sus ojos. Va a
cenar en la habitación. No quiere líos ni celebraciones. La rodilla se ha
inflamado. Vuelve a pedir la bolsa de hielo.
La frase de Bianquita 24 horas antes resuena en su
cabeza: «Ya he superado mis miedos».
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