Se
cumplen 72 años de la cornada mortal del torero en Linares, una muerte que
conmocionó a España entera.
ROSARIO
PÉREZ
@CharoABCToros
Diario ABC
de Madrid
«Manolete ya se ha muerto. Muerto está que yo lo
vi» (K-Hito, 1947). Aquel agosto la parca que tantas tardes había barbeado las
tablas de un torero de valor descomunal se hizo mortal y rosa en Linares.
Manuel Rodríguez «Manolete» se había vestido aquella tarde en el hotel
Cervantes, en la habitación número 42. Dice la leyenda que Manolete llevaba la
muerte escrita en la cara antes de pisar el ruedo de Linares.
La carroza fúnebre se adelantó al coche de
cuadrillas el verano de 1947. Aquella madrugada del 29 de agosto se alarga a
través de los tiempos como un retrato agudo de Hopper o como el Greco hecho
torero. Manolete era el personaje de rostro pálido, «marcado para el luto y el
dolor» como el toro de Miguel Hernández. Vestido de inmortal y rosa, era el
ciprés que se ceñía la muerte a la cintura. Y la parca le esperó a deshora para
coronarle héroe por los siglos de los siglos. La España de la posguerra, el
hambre y la penuria, que empeñaba lo que no tenía para ver al Monstruo
cordobés, perdió aquel mes sangriento al símbolo de una época.
La corrida de Miura comenzó a la lorquiana hora de
las cinco en punto de la tarde. El público le obligó a saludar una ovación tras
el paseíllo, pero no tuvo suerte con su primero. El segundo de su lote enseñó
sus aviesas ideas desde el saludo. «Islero» se llamaba, herrado con el número
21. Su gente le pedía que abreviera, pero Manuel Rodríguez quiso demostrar su
condición de figura.
La muerte de Manolete en agosto del 47 corrió como
la pólvora por la piel de toro. ABC la llevó a su portada con tres fotos: un
retrato del torero, un natural y una estampa con su madre, Doña Angustias.
La crónica de ABC relata que Manolete vio
enseguida las malas condiciones de «Islero», pero enseñoreó su raza de figura y
su infinito amor propio, en personales muletazos y unas manoletinas tremendas.
Cuentan que marcó mucho el volapié y que la espada se hundió a la vez que el
cuerno. Una cornada seca y final. Como esculpió Agustín de Foxá, estaba el
miura «sin siglo, eterno; con sus duros cuernos» y su muerte española
preparada.
Aquellas dagas astigordas y macabras han dado pie
a páginas y páginas cargadas de historias, al igual que la transfusión de un
plasma defectuoso de la II Guerra Mundial. Dicen que la cabeza del toro fue
descuartizada antes de que Manuel Rodríguez pronunciase sus últimas palabras:
«Qué disgusto se va a llevar mi madre». Doña Angustias, que así se llamaba, no
llegó a tiempo para despedirse de su hijo. Más cerca se encontraba la otra
mujer de su vida, Lupe Sino, aunque aseguran que no pudieron despedirse en el
lecho de la tragedia por temor a un matrimonio «in articulo mortis».
Según relata Fernando González Viñas en «Manolete,
biografía de un sinvivir», la manaña de la tragedia el Monstruo cordobés había
recibido en su habitación del hotel, «en pantalón de pijama», a los periodistas
K-Hito y Bellón: «Les dice que le gustaría que ese festejo fuese el cierre de
la temporada. Lúgubre premonición. Incide después en la dureza de su profesión,
la exigencia cada vez mayor del público, y cuando la entrevista deriva en una
posible boda con Lupe Sino, responde:
"No le tengo miedo. Creo que es el estado
perfecto del hombre, pero yo no sé hasta qué punto sería un buen
marido..."».
«No hay que olvidar la rabia de nosotros, los artistas,
cuando nos vemos insultados por una muchedumbre de cobardes, que no tienen
respeto para el hombre que se está jugando la vida»
En este mismo libro se recoge un fragmento de la
entrevista que le realizó El Caballero Audaz en julio, donde Manolete anunciaba
que se retiraría al finalizar la temporada:
«-Me retiro profesionalmente al final de esta
temporada.
-¿Por qué?
-En realidad, y tal vez únicamente, ¡el hambre que
tengo ya de vivir la vida y no continuar siendo un muñeco y un esclavo de ella!
La existencia que llevamos los toreros es muy triste, aunque el público crea lo
contrario. La vida que hacemos es peor que la de los anacoretas; no sacamos de
ella ningún jugo; de un lado para otro, sin descansar en ninguna parte,
cargados de angustia, llevando a cuestas la vergüenza de las tardes malas,
cuando el público se convierte en una fiera ululante de terrible crueldad, que
no quiere ver las razones que hemos tenidos para no hacer faenas brillantes a un
toro que está huido, que no embiste, que da cornás a diestro y siniestro, que
está queado o que, muchas veces, está toreao antes de llegar a la plaza. El
público no quiere saber de razones. Ha ido a divertirse, para eso ha pagado
caro y no tolera la menor vacilación ante el toro, como si la vida nuestra no
valiese na. Es muy dura, ¡muy dura! esta profesión, porque no hay que olvidar
la rabia de nosotros, los artistas, cuando nos vemos insultados por una
muchedumbre de cobardes, que no tienen respeto para el hombre que se está
jugando la vida».
Manolete, el IV Califa del Toreo, había tomado la
alternativa en Sevilla el 2 de julio de 1939. Tres meses después, el 12 de
octubre, ratificó el doctorado en Las Ventas. Precisamente en Madrid cuajó una
faena para la historia al toro «Ratón», en la Corrida de la Prensa de 1944. Su
majestuosa personalidad siempre estuvo presente, como esa manera de andarle a
los toros. Una cornada de espejo herró en su rostro «una especie de callo en mi
fisonomía de adolescente enfermizo, una mueca amarga en la comisura de mis
labios que me da seguridad», en palabras reflejadas en «Mañana toreo en
Linares», de François Zumbiehl.
Algunos culparon a los doctores de su adiós. Tico
Medina lo explicaba así en «El día que mataron a Manolete»: «No había cojones
para cortarle la pierna a Manolete. ¿Y sabe usted por qué? Porque nadie se
imagina a Dios con una pierna menos».
El Monstruo de Córdoba necesitaba una muerte de
héroe.
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