FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Morante ha dicho que vuelve a Sevilla, que quiere volver a
vestirse de luces para dirigirse a la Maestranza y que necesita a Sevilla para
satisfacer sus apetencias como torero. Se lo ha dicho a Fernando Carrasco,
según leo en ABC. El G-5, ya literalmente desintegrado desde finales del pasado
año, ha pasado definitivamente a la sala de incineración.
Durante los dos años que ha durado lo que el grupo disidente
calificaba como un castigo a la Empresa Pagés, he sido requerido en múltiples
ocasiones para que formara opinión acerca del conflicto… y siempre aduje –y
siempre aduciré—que en temas que atañen de forma más o menos tangencial a la
cuestión de las perras no entro. Ni salgo. Me hago a un lado, simplemente. Las
cosas de los dineros de los demás –de las partes litigantes en un pleito–hay
que dejarlas aparte. Y sigo en mis trece: el rifirrafe que se les ha ido de las
manos a las cinco estrellas rutilantes de la torería de esta época, puede que
lo originara la espoleta de unas declaraciones desafortunadas, lesivas para el
honor de la gente decente; no digo que no, pero en él subyacía, también, un
fondo económico insoslayable; por tal motivo, me cabe la razonable duda de qué
hubiera sucedido si en el juego del soga-tira en que se pone en juego el tema
de la pasta se llega a un acuerdo y, en cualquier momento, salen a relucir
algunas de las boutades pronunciadas por una de las partes que han dinamitado
las relaciones entrambos hasta límites insospechados.
Ahora que Morante hace público su deseo de torear de nuevo
en Sevilla, ahora que los escandalosos meandros del río han perdido definitivamente
la turbiedad, me pete echar mi cuarto a espadas.
Por suerte, y por motivos estrictamente profesionales, he
tenido la ocasión y el privilegio de presenciar in situ algunos encontronazos
entre representantes de toreros de alta cotización y empresarios taurinos de la
más alta jerarquía. Había que ver a mi recordado y añorado Diodoro Canorea –tan
beatífico, tan comprensivo… y tan increíblemente generoso— cómo pegaba un
puñetazo en la mesa de aquella oficina de arriba de la Maestranza y un bocinazo
al representante de la máxima figura del momento, por intentar que tragara con
una imposición, aprovechando la urgencia de una infeliz coyuntura. Le dijo de
todo, menos bonito. Y no pasó nada. Había que ver a uno de los más grandes
empresarios de la historia del toreo, Manolo Chopera, levantar sus enormes
brazos –las poderosas ramas de aquél Chopo gigantesco—y opinar en voz alta
sobre el dicho representante y su representado, a causa de la supuesta
desmesura de sus pretensiones. Y no pasó nada. Había que ver, en fin, a José
Luis Lozano –en el solio de la todopoderosa plaza de Las Ventas– partiendo la
flexibilidad de los bolígrafos Bic y poco menos que ridiculizando las calidades
y cualidades del torero en cuestión, cuyas exigencias le parecían inasumibles.
Y no pasó nada. El maldito parné siempre andaba de por medio en este breve
anecdotario que comento de soslayo, y nunca pasó nada inapelable, catastrófico,
definitivo.
Obsérvese que utilizo la palabra representante en lugar de
la de apoderado. Es posible que se me rebelen quienes se sientan aludidos; pero
déjenme que les haga un par de apreciaciones: apoderado es aquél que tiene
plenos poderes para resolver cuestiones que afectan a otras personas o
entidades, y representante es alguien que representa al ausente, pero no
decide. ¿Cuántos llamados apoderados tienen autoridad para decidir de facto en
negociaciones taurinas de alto nivel? La mayoría –no todos, por supuesto—se
limitan a ser mera correa de transmisión, farautes o actores que representan un
papel secundario. Por tal motivo, algunos –no todos, por supuesto— cuando
fracasan en su cometido salen de la mesa de negociaciones haciendo confidencias
acerca del llamado poderdante y después le cuentan a éste otra película. De
todo hay.
Volviendo al tema y para dejarlo claro: después de tan
desagradable experiencia, sería bueno que se revisaran las formas dialécticas
entre los integrantes del negocio taurino. Las colisiones entre empresarios y
toreros siempre han existido y seguirán existiendo, pero el empresario taurino,
el buen empresario, no debe ver al torero como un enemigo a batir, y viceversa.
Están, deben estar, lo que en la jerga común se dice condenados a entenderse;
porque si no, la que puede resultar dañada es la fiesta de los toros y, por
ende, perjudicados los aficionados. Y eso es lo que no se entiende.
Ahora que han salido de la trinchera –o eso quiero creer–los
cinco magníficos, uno de ellos, José Antonio Morante de la Puebla, hace una
confesión que debe tomarse como arranque sincero y no capitulación: Necesito a
Sevilla. Y Sevilla a ti, torero. Sevilla es el lujo que avizoran
permanentemente todos los que se visten de luces; pero para ti, José Antonio,
es, además, una amante irrenunciable. Para Morante de la Puebla, estar dos años
lejos de su tálamo debe haberle propiciado alguna que otra pesadilla, porque a
despecho de otros felices aposentos, es como cambiar la cámara real por el
simple dormitorio, la viscoelástica por el jergón.
Los cinco de ases en rebeldía parece que han tomado el
sensato camino de la conciliación. La otra parte –empresa Pagés— ya tomó en su
día la sabia decisión de hacer una pública rectificación y pidió perdón si
algunas de sus declaraciones hubieran sido causa de lesivas consecuencias a
terceros. Ahora, los cinco deben dar un paso hacia adelante, reconocer también
la desmesura de su respuesta y sus incontrolables consecuencias, y ponerse en
razón, porque aquí todo el mundo habrá de dejarse pelos –de cualquier índole–
en la gatera. Morante ya ha roto el hielo, manifestando que, la próxima
temporada, quiere torear cinco tardes en Sevilla.
El cinco parece ser la cifra mágica. Si yo fuera Ramón
Valencia, no dudaría ni un momento: Morante, choca esos cinco.
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