jueves, 1 de noviembre de 2012

El Soro, a “su manera”


FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN

Vicente Ruiz “El Soro” es un gran tipo. Nos conocemos hace la tira de años, desde que él disfrutaba de su etapa más feliz, cuando toreaba en todas las ferias del orbe taurino y era puntal básico –así, como suena—en los dos grandes ciclos de toros de su muy querida Valencia: el de Fallas y el de San Jaime. Ponía la plaza a reventar… y hacía reventar pronósticos.

Recuerdo su faena a un toro de Jandilla, el último de las corridas falleras del 85. Era un toro burraquito al que fue a buscar a la puerta del toril para saludarle arrodillado, lo cual no es noticia porque esta suerte menudeaba en su florido repertorio. Lo banderilleó con soltura, adobando los pares con esos “efectos especiales” que él implantó (uno de los cuales, “la moviola”, es practicado hogaño por el granadino Fandi) y lo toreó de muleta con un temple inaudito por inusual en sus conocidas formas de manejar los engaños, especialmente en varias series de naturales que encendieron en la anochecida valenciana la mascletá postrera de aquellas Fallas. Como también clavó una estocada en lo alto, cortó las dos orejas y lo pasearon en hombros por la plaza y por las calles, con el himno “Valencia” como fondo, que es lo que procede en estos casos.

Salíamos todos emocionados –y, sobre todo, sorprendidos— de la Plaza, cuando tuve el honor de compartir improvisada tertulia con Antonio Ordóñez y, creo, Antonio Rey, a la cual se incorporó de motu propio el entonces director de una conocida revista taurina.  Estaba Ordóñez corroborando mis impresiones y alabando la faena de Vicente  –que, por cierto, le había brindado– cuando terció el susodicho director, en mala hora para él:

–Bueno, ha estado bien… a su manera.

Entonces se revolvió el maestro, miró de arriba abajo al interpelante, y le soltó a quemarropa algo así:

–Óigame: el arte toreo no tiene lugar de nacimiento, ni nombres, ni apellidos, ni siquiera formas determinadas, ¡tiene momentos!, y hoy El Soro encontró su momento; ha estado sencillamente extraordinario. ¡Usted qué sabe de esto!

Quienes hayan conocido y tratado de cerca de  a Ordóñez, entenderán la verosimilitud de la anécdota.

Refiero este otro “momento”, para el que suscribe embarazoso, a la vista de la noticia que acaba de aparecer en la prensa taurina, según la cual El Soro “intensifica su preparación” de cara a una posible reaparición en los ruedos. Mala noticia, vive Dios. Mala para él, para el torero. He consultado a los mejores especialistas en cirugía y a las máximas autoridades en traumatología –entre ellos al propio doctor Guillén, que le intervino en varias ocasiones—y la diagnosis es siempre la misma: El Soro está cojo. Siempre será un cojo más o menos disimulado. Podrá mejorar con alguna prótesis o valerse mejor con una adecuada rehabilitación, pero seguirá estando cojo. Y los cojos, ni pueden practicar deportes, porque exigen esfuerzo físico y ligereza de piernas ni mucho menos torear y hacer de la suerte de banderillas una especialidad.

El bueno de Vicente bien podría servir de ejemplo de una carrera taurina meteórica y exitosa pésimamente administrada. No diré que fue figura del toreo, pero “a su manera”, toreó tanto como el que más, disputó las palmas a los diestros más célebres de su tiempo –Paquirri, Manzanares, Capea, Dámaso y un largo etcétera—y, desde luego, se fajó con los compañeros matadores consumados protagonistas del segundo tercio, Esplá, Mendes, Morenito y otros. Ignoro si llegó a amasar una gran fortuna, pero estoy convencido de que algunos cientos de millones de las pesetas de aquellos años se pasearon por sus cuentas bancarias. Manirroto y mal asesorado en inversiones, acabó perdido por oscuros laberintos de insalubridad placentera y tieso como una regla.

Le tengo un gran afecto al Soro. Nos abrazamos en cada encuentro, fortuito o programado, y no le pregunto para nada por su rodilla desde que me la mostró en la clínica Fremap de Majadahonda una mañana del postoperatorio, junto a su entonces esposa Suzette. Había sufrido la enésima intervención quirúrgica y aquella tumefacta porción de carne, unida por la larga y enrevesada cremallera de la sutura me dejó mal cuerpo. Entonces Vicente lo tenía claro: el toreo acabó para él. Había salvado la pierna y podría caminar sin muletas, que ya es bastante.

Comprendo que los avatares y las circunstancias de su vida azarosa fuera de los ruedos (y perniciosa, sin paliativos) le hayan llevado a plantearse la quimera de volver a vestir el traje de luces; pero es un disparate. Cumplidos los cincuenta, la forma física no se recupera con facilidad y una rodilla tan recauchutada de ligamentos y tan martirizada por la cirugía puede saltar en pedazos ante cualquier esfuerzo. A mayores, pongan un toro delante. O corriendo en su busca, que es peor. Lo dicho, un disparate.

Quédate, Sorito de mi alma, con tus canas limpias de menjunjes, tus discretos michelines y tu leve cojera paseando esa torería original huertana de millor mestre, que dirían en Foios. Búscate la vida, si quieres dentro del mundo de los toros, pero fuera del ruedo. Nos harás un poco más felices a los que no queremos ver a la tragedia o la compasión en traje de luces. A los que un día ya lejano vimos en Valencia a aquél Soro fantástico –lo digo y lo diré mil veces—encajando la yema de los dedos de la mano izquierda en las muescas del estaquillador y bordando el toreo al natural. Aunque fuera a “su manera”.

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