FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
Vicente
Ruiz “El Soro” es un gran tipo. Nos conocemos hace la tira de años, desde que él
disfrutaba de su etapa más feliz, cuando toreaba en todas las ferias del orbe
taurino y era puntal básico –así, como suena—en los dos grandes ciclos de toros
de su muy querida Valencia: el de Fallas y el de San Jaime. Ponía la plaza a
reventar… y hacía reventar pronósticos.
Recuerdo su faena a un toro de Jandilla, el último de las corridas
falleras del 85. Era un toro burraquito
al que fue a buscar a la puerta del toril para saludarle arrodillado, lo cual
no es noticia porque esta suerte menudeaba en su florido repertorio. Lo
banderilleó con soltura, adobando los pares con esos “efectos especiales” que él implantó (uno de los cuales, “la moviola”, es practicado hogaño por
el granadino Fandi) y lo toreó de muleta con un temple inaudito por inusual en
sus conocidas formas de manejar los engaños, especialmente en varias series de
naturales que encendieron en la anochecida valenciana la mascletá postrera de
aquellas Fallas. Como también clavó una estocada en lo alto, cortó las dos
orejas y lo pasearon en hombros por la plaza y por las calles, con el himno “Valencia” como fondo, que es lo que
procede en estos casos.
Salíamos todos emocionados –y, sobre todo,
sorprendidos— de la Plaza, cuando tuve el honor de compartir improvisada
tertulia con Antonio Ordóñez y,
creo, Antonio Rey, a la cual se
incorporó de motu propio el entonces director de una conocida revista taurina. Estaba
Ordóñez corroborando mis impresiones y alabando la faena de Vicente
–que, por cierto, le había brindado– cuando terció el susodicho
director, en mala hora para él:
–Bueno,
ha estado bien… a su manera.
Entonces se revolvió el maestro, miró de
arriba abajo al interpelante, y le soltó a quemarropa algo así:
–Óigame: el arte toreo no tiene lugar de nacimiento, ni
nombres, ni apellidos, ni siquiera formas determinadas, ¡tiene momentos!, y hoy
El Soro encontró su momento; ha estado sencillamente extraordinario. ¡Usted qué
sabe de esto!
Quienes hayan conocido y tratado de cerca
de a Ordóñez, entenderán la verosimilitud de la anécdota.
Refiero este otro “momento”, para el que suscribe embarazoso, a la vista de la
noticia que acaba de aparecer en la prensa taurina, según la cual El
Soro “intensifica su preparación”
de cara a una posible reaparición en los ruedos. Mala noticia, vive Dios. Mala
para él, para el torero. He consultado a los mejores especialistas en cirugía y
a las máximas autoridades en traumatología –entre ellos al propio doctor Guillén, que le intervino en varias
ocasiones—y la diagnosis es siempre la misma: El Soro está cojo.
Siempre será un cojo más o menos disimulado. Podrá mejorar con alguna prótesis
o valerse mejor con una adecuada rehabilitación, pero seguirá estando cojo. Y
los cojos, ni pueden practicar deportes, porque exigen esfuerzo físico y
ligereza de piernas ni mucho menos torear y hacer de la suerte de banderillas
una especialidad.
El bueno de Vicente bien podría servir de ejemplo de una carrera taurina
meteórica y exitosa pésimamente administrada. No diré que fue figura del toreo,
pero “a su manera”, toreó tanto como
el que más, disputó las palmas a los diestros más célebres de su tiempo –Paquirri, Manzanares, Capea, Dámaso y
un largo etcétera—y, desde luego, se fajó con los compañeros matadores
consumados protagonistas del segundo tercio, Esplá, Mendes, Morenito y otros. Ignoro si llegó a amasar una gran
fortuna, pero estoy convencido de que algunos cientos de millones de las
pesetas de aquellos años se pasearon por sus cuentas bancarias. Manirroto y mal
asesorado en inversiones, acabó perdido por oscuros laberintos de insalubridad
placentera y tieso como una regla.
Le tengo un gran afecto al Soro.
Nos abrazamos en cada encuentro, fortuito o programado, y no le pregunto para
nada por su rodilla desde que me la mostró en la clínica Fremap de Majadahonda
una mañana del postoperatorio, junto a su entonces esposa Suzette. Había sufrido la enésima intervención quirúrgica y aquella
tumefacta porción de carne, unida por la larga y enrevesada cremallera de la
sutura me dejó mal cuerpo. Entonces Vicente
lo tenía claro: el toreo acabó para él. Había salvado la pierna y podría
caminar sin muletas, que ya es bastante.
Comprendo que los avatares y las
circunstancias de su vida azarosa fuera de los ruedos (y perniciosa, sin
paliativos) le hayan llevado a plantearse la quimera de volver a vestir el
traje de luces; pero es un disparate. Cumplidos los cincuenta, la forma física
no se recupera con facilidad y una rodilla tan recauchutada de ligamentos y tan
martirizada por la cirugía puede saltar en pedazos ante cualquier esfuerzo. A
mayores, pongan un toro delante. O corriendo en su busca, que es peor. Lo
dicho, un disparate.
Quédate, Sorito de mi alma, con tus canas
limpias de menjunjes, tus discretos michelines y tu leve cojera paseando esa
torería original huertana de millor
mestre, que dirían en Foios. Búscate la vida, si quieres dentro del mundo
de los toros, pero fuera del ruedo. Nos harás un poco más felices a los que no
queremos ver a la tragedia o la compasión en traje de luces. A los que un día
ya lejano vimos en Valencia a aquél Soro fantástico –lo digo y lo diré
mil veces—encajando la yema de los dedos de la mano izquierda en las muescas
del estaquillador y bordando el toreo al natural. Aunque fuera a “su manera”.
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