El diestro
sevillano Joselito 'El Gallo' era el toreo en esencia, con una inteligencia natural para la lidia de toros y
una pasión desmedida por la Fiesta. Los
revisteros de la época no encontraban adjetivos suficientes para describir un
magisterio tan impactante y una
personalidad tan arrolladora.
ALBERTO GONZÁLEZ
TROYANO
Con Joselito los revisteros y críticos llegaron
a agotar los adjetivos y las hipérboles a la hora de elogiar su toreo. Incluso
los más escépticos tuvieron que admitir
finalmente el papel desempeñado por un
diestro que colmaba todas las esperanzas de los espectadores con un sentido del
dominio y de la lidia que lograba superar los
mejores recuerdos de las faenas de Lagartijo y Guerrita.
Ante tal plenitud en las grandes tardes de toros que prodigó desde su temprana
iniciación formal en 1908 hasta su muerte en 1920, cabe preguntarse sobre las
otras cualidades más personales que acompañaban al torero. ¿Cuál podía ser el
motor psicológico que empujaba su carácter? ¿Cómo conseguir tales triunfos enfrentándose,
una temporada y otra, con más de cien corridas,
estoqueando, algunos días, una corrida completa él solo, 'sin apenas despeinarse'? Tenía que
estar dotado de un conocimiento y de una
voluntad sin fisura alguna. Había que estar plenamente convencido
de su 'misión'. Por eso, los aficionados y la prensa decían que él era
'el toreo todo' y llegaron a endiosarlo
como a ningún otro torero.
Sólida vocación
Despierta interés,
por tanto, sondear alguno de los motivos internos que pudo estimular una
vocación tan sólida. Así, llama
poderosamente la atención el convencimiento que tenía Joselito de estar dedicándose al oficio para el que había
estado destinado, desde siempre, sin sombra ni vacilación: "Porque yo, que he nasío pa’ torero,
quiero ser buen torero", le confesará a López Pinillos Parmeno.
Y con la misma sobriedad que antes, contestó a Pérez Lugín don Pío:
"Yo tengo afición al toreo desde
que nací". Para añadir con
igual contundencia: "además yo
nací en Gelves, donde el señor Manuel
Domínguez". Por ello, este mismo periodista se ve obligado a confirmar
que a "Joselito, cuando le
preguntaban por sus futuros destinos, respondía invariablemente con la misma
seguridad que si tuviese en la mano las
llaves de su porvenir: yo seré torero". Y, en efecto, don Pío añade que "todo estaba dispuesto para que así
fuese. Desde la niñez, los Gallos no han
oído hablar en su casa que de toros. Su padre, primero, y los hermanos mayores
luego, no tenían nunca otra
conversación, y así el toreo ha sido para estos muchachos, acostumbrados a oír
hablar de él con tanto fervor, algo más elevado
que un oficio".
Hablaba, pues, como
el que ha asumido el toreo con tal la
naturalidad que no sospechaba ni un solo momento que su vida hubiera podido ser otra: "Si mil veces naciera, mil veces sería
torero" y, con gran simplicidad explica el porqué: "Yo no veo nada más bonito, más artístico, ni más emocionante que
el toreo", le dice a El Caballero Audaz, otro importante escritor
de la época. Pero lo significativo de estas palabras es que también fueron
refrendadas por los comentarios de
aquellos literatos que le trataron con regularidad, como José María de
Cossío: "Sólo una entrega
íntegra a la profesión, una dedicación
absoluta a ella en la vida y en la muerte podía producir ese carácter
torero", añadiendo: "La
cualidad suya más eminente es, sin duda,
su vocación por la profesión taurina, a la que se entrega sin reservas desde
los catorce años. Vive sólo para los toros, habla tan sólo de toros y a los
toros supedita todas sus expansiones, costumbres y deseos".
Y por si no
hubieran quedado suficientemente explícitas estas impresiones, el mismo Cossío
las confirma de nuevo, quizás porque
intuye que en ese rasgo radica el núcleo explicativo de la supremacía de
este torero: "Joselito vivió sólo
para los toros, no quiso saber de otras satisfacciones que las que el toreo
pudiera proporcionarle, y con austeridad monástica se consagró a su profesión,
puede decirse que alejado del mundo, y sus tentadoras perspectivas, que se le
darían como añadidura. Y ello le dio sin duda el temple y perseverancia en sus
afanes toreros, y el que el público adivinara su entrega absoluta a la profesión. El resultado fue un torero
excepcional".
Una visión similar
desprenden estas reflexiones de otro periodista y crítico de la época, Gregorio
Corrochano, que también fundamentó la causa de la valiosa actividad taurina
del maestro de Gelves en su "carácter
y vocación. Carácter para imponerse una disciplina que contagie a toda la plaza y alcance a toda su
cuadrilla. Sin cuadrilla no se puede
torear. Por la cuadrilla se conoce al maestro. Vocación para hacer de su
profesión, su vida. No sentirse a gusto fuera de la profesión. No estar jamás
íntimamente satisfecho. Querer siempre hacer más, superarse. Superarse, no
estancarse engreído en íntima adoración,
porque el narcisismo limita las posibilidades para el artista y estanca al torero que cree que no hay más
allá. La maestría es, por el contrario, un afán ilimitado; buscar
desesperadamente la perfección cada día". Podría pensarse que se
trataba de meras hipérboles literarias,
tan frecuentes en la retórica taurina, habituada al encomio y a la exaltación
de las figuras con el fin de facilitarles su
mitificación pública. Sin embargo, son demasiadas las coincidencias, apenas
desmentidas por los hechos.
Pasión por el toreo
Estas entrevistas
personales -no muchas, ya que el diestro, conocedor de que su sitio para mostrarse
y explicarse era el ruedo, se prodigó poco a este respecto- supusieron, por
tanto, testimonios inapreciables porque fue un torero esquivo a desvelar su
intimidad y encierran los pocos momentos en que descubrió deseos y
aficiones. Por ejemplo, en este nuevo
diálogo con el El Caballero Audaz dice con una naturalidad que hace aún más
significativas sus palabras: "Yo nunca llego tarde a nada que se relacione con
los toros. Cuando en Sevilla tengo que madrugar para ir algún tentadero, nunca
se ha dado el caso que me tenga que llamar nadie. A mi madre le extraña esto.
¡Y es que es tanta mi afición a todas estas cosas!". Y cuando este
mismo escritor más adelante le pregunta: "¿Y
si tuviese una novia que le cogiese el
corazón? ¿Dejaría usted el toreo por ella?" y responde: "Hoy por hoy no. ¿No ve usted que mi
afición es más fuerte que yo?". Y todavía añade, lleno de
convencimiento: "Ni emperadores,
ni reyes, ni generales han saboreado el triunfo de una buena tarde en el redondel
de una plaza de toros. Eso es el delirio; a mí me parece que no hay nada
comparable".
Estos breves textos
entresacados son meros retazos de conversaciones improvisadas, pero resultan
suficientes para captar la silueta psicológica que los periodistas pretendieron
hacer aflorar. Se configura con ellos,
un retrato que encierra todo un programa de vida, exhibido con orgullo por
alguien que se cree predestinado, además, para cumplir la misión elegida: "Yo creo que los toros no me dejan a mí
sitio para que me guste nada del mundo". Esta dedicación implica excluir
y desinteresarse por las restantes cosas, ratificándose así la "austeridad monástica" a la que,
según Cossío, gustaba ser fiel el
diestro, como si estuviese convencido de la necesidad de esa ascesis
para conseguir la plenitud de un triunfo, un grado de reconocimiento y popularidad
que, como él mismo proclama, no han podido saborear ni emperadores, ni reyes,
ni generales”.
En su recorrido
como torero buscó que se le reconociera el esfuerzo personal e individual de una
vocación controlada siempre por su voluntad. Hasta tal extremo, que cuando un
periodista le preguntó quién le enseñó a
torear, contestó con un orgullo casi
luciferino: "Nadie... El
toreo no se aprende... Yo no había visto jamás
un toro de lidia, y la primera vez que me puse delante de él hice las mismas
suertes que hago hoy... Es una cosa especial que uno no sabe explicarse, y que
parece que ya estuvo uno en otro mundo,
donde le enseñaron a torear". Por eso en la construcción
del personaje conviene destacar este sentido único de una vida impulsada por una sola pasión dominante,
porque así se hace más comprensible un fenómeno como el suyo. Desde los trece
años, en que se viste por primera vez de luces en Jerez de la Frontera, no se registra
en su peregrinación taurina un acto gratuito, un gesto de renuncia, una palabra
equívoca. Ante una apuesta tan radical, los
demás hechos biográficos quedan sumergidos y oscuros. Su trayectoria
vital es un relato causalmente trabado, consecuente, sin rupturas; hasta la
llegada de su muerte, que introduce el signo trágico que descompone su imagen pletórica.
Joselito encontró sin necesidad de
buscar, porque se sentía un fin en sí
mismo: él era el toreo. Esta actitud potenciaba todas sus facultades, pero
también lo obligaba a no renunciar jamás a tener la lidia y sus aledaños como
único horizonte. "Nada en la vida
sin una causa taurina", pudo ser su divisa. Fuera no existía ni
vida ni salvación. Eso le daba la fuerza
para mantener su valor y ahondar su
sabiduría. De ahí, también que haya sido difícil acercarse y biografiar a
Gallito. El monoteísmo del
torero solapaba a todas las otras facetas del hombre. Y ha cundido una especie
de temor, de pudor velado, por parte de
sus contemporáneos, y apenas se han atrevido a hablar de ellas. Tal como si no hubieran existido.
¿Hubo una vida en José Gómez Ortega que no estuviera recubierta por la
imagen del torero? Incluso en los momentos en que afloran comentarios sobre
una posible relación amorosa y sentimental,
coincide que la persona objeto de su predilección es la hija de un famoso
ganadero, como una constatación más del
dominio ejercido sobre él por todo cuanto atañe
al mundo del toro.
Coleta natural
Personaje de
carácter en el obrar pero también en la forma ritual de 'manifestarse' públicamente. De ahí que en la imagen Joselito
no quedase un reducto que no estuviera
sometido a la función que había de
cumplir y que tanto le llenaba de orgullo: "El torero, en todas las
épocas, se ha diferenciado de los demás por su manera de vestir... ¿Por qué ahora no?... Esta ropa responde algo
al espíritu de la Fiesta […] El torero
debe vestir siempre como torero" tal como había también declarado Bombita:
"El torero ha de serlo dos horas
en la plaza y veintidós en la
calle". Y Gallito
mantuvo hasta su muerte la coleta natural: la vida taurina había que
alimentarla con el respeto a todos sus
símbolos.
El interés por
destacar estas claves de su carácter, la insistencia en comentarlas, se debe no sólo a las
vivencias que alcanzaron con Joselito,
también cabe sospechar -de ahí su importancia social- que tuvieron en este torero uno de sus últimos
mantenedores. Cuando se suele escribir
en las historias del toreo que el diestro de Gelves cierra una cierta concepción de la lidia y que Belmonte
inicia otra, se desplaza el enfoque de
la cuestión en la que residió el gran mérito de
Gallito. Lo que
desaparece con él, no es una forma de ejecutar las suertes y de enfrentarse con el toro, sino,
sobre todo, una manera de vivir la
profesión. Después de 1920 apenas aparecerá un torero para quien el mundo del
toro resulte autosuficiente: pueda conformarse con él y convertirlo en su único modo de vida, de
ilusión y de apasionamiento. Este es el
testigo que Joselito abandona
sin ningún heredero que con igual
dignidad lo recoja. Un personaje
unidimiensional, que se satisfaga exclusivamente con lo que le ofrece la
tauromaquia, resultaba ya anacrónico -como los trajes de corto para la vestimenta de calle del torero- en la
segunda década del siglo XX. El torero
está reclamando otro tipo de ambiciones, otro tipo de proyección social, como muestran muy bien dos
diestros muy próximos: Juan Belmonte
e Ignacio Sánchez Mejías.
Por eso, el
carácter de Gallito desprendía
el 'magnetismo' propio de los tipos que, con una determinación
absoluta y un sentido especial de la
vida y del destino, se entregan íntegramente al objeto que les apasiona porque presienten que pronto
se van a sustituir los valores que
sustentan el objeto que da vida a sus ilusiones. A este respecto, él fue el último resistente
-guardián excelso, pero postrero- de una
causa que pronto se vería que ya era una causa perdida. Joselito sabía que la dejación en el uso de
una vestimenta castiza, el ilusionarse
con otros frentes sociales y otros lujos, el frecuentar otras aficiones, sólo eran síntomas, pero que
anunciaban que la realización plena que
el toreo había proporcionado hasta entonces a sus protagonistas ya no surtía el mismo efecto.
No se trataba de
que las letras, la filosofía o el teatro estuvieran captando adeptos, con Belmonte y Sánchez
Mejías como adalides; la cuestión residía en que el tipo de toreros que
encarnaron Lagartijo, Frascuelo
o Guerrita ya no encontraba
continuadores capaces de autosatisfacerse contemplándose a sí mismos en el
papel exclusivo de matadores de toros. Complacerse, observándose en ese
espejo de una sola y provinciana
dimensión, ya no era suficiente. No se
trataba tanto de una deserción, como de introducir otras ambiciones más en consonancia con una sociedad que
abandonaba cada vez más sus tradiciones
rurales para asumir otra modernización. Una cultura más urbana y plural también
proyectaba una mayor variedad de modelos
en los medios de realización personal y los toreros empezaron a ser sensibles a ese tipo de
tentaciones y a abandonar, por tanto, la
austeridad monástica, pieza clave de la entrega sin vacilaciones de Gallito, para quien ser torero y ser hombre era una misma y suficiente razón de vida.
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