viernes, 23 de noviembre de 2012

La marimorena de Morante


FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN

Se dice, se escribe, que Morante armó la marimorena en La México. ¿Qué es la marimorena? Si entendemos por tal el alboroto ligado a pendencias, tumultos represivos y camorras varias (que es la interpretación fetén) va a resultar que el de la Puebla salió trasquilado del monumental coso del D.F., es decir, envuelto en un halo irascible y reprobatorio tras su actuación del pasado lunes en su muy esperado retorno a tan colosal escenario. Lo cierto es que Morante estuvo así, colosal, interpretando su personal versión del toreo al natural en el quinto toro de la tarde, una especie de sinfonía en do mayor, con ese quejío que se sustancia y se entrevé en su personal forma de mover los engaños cuando entra en trance. Cumbre de Morante en La México. Orejas y paseo en hombros de la multitud, con jaleo entre los aficionados más pasionales y enardecidos cuando el ídolo procesionado llega a esa otra cumbre que remontan las rampas hormigonadas de este peculiarísimo embudo taurino.

He vivido algunas escenas similares en varias ocasiones, con Ponce, Joselito, El Juli… Impresiona. Las gentes que van a los toros en esta Plaza, sobre todo cuando son capaces de casi llenarla (colmar la parte de arriba no numerada ya prácticamente no se contempla), si un torero arrebata en el ruedo, quieren arrebatarlo para sí, para ellos, cuando aparece al final de la corrida sobre un mar de cabezas por la avenida de Insurgentes. Recuerdo que Ponce, en una ocasión, hubo de tirarse de las andas humanas aprovechando un semáforo en rojo y se metió, con el vestido hecho jirones, en un automóvil, rogando al sorprendido conductor que le trasladara al hotel.  Me consta que a Morante lo adoran en México. El aficionado de aquél país es especialmente sensible a la belleza de formas que el torero expresa frente al toro. Sintoniza en seguida con la sensibilidad del artista. Se enmarida con él. Vibra con él. Hace explosionar su entusiasmo como ningún otro público de toros en el mundo. Solo se lanzan al ruedo sombreros, prendas de vestir y objetos varios cuando las faenas de muleta adquieren el carácter de antológicas. Pero se lanzan, y es un gozo ver ese inusual espectáculo, esa comunión alcanzada en su máximo punto de ebullición. La pasión soltada al albedrío más extremoso.

Pero, ¿con qué toro?, se preguntan razonable y tercamente los aficionados españoles. Con el de allí. Con el que se está criando en los potreros de los ranchos desde que los hermanos Llaguno se llevaron, en 1908,  aquellas seis vacas y dos novillos de lo más florido del marqués de Saltillo, poniendo el pie de simiente que haría brotar la flor incipiente de la cabaña brava mexicana. Aún siendo consciente de que existen grupos de aficionados y algunos críticos que hace ya algunos años empezaron a exigir más grande tamaño y cuerno más grande –influidos, sin duda, por lo que desde aquí se transmite como paradigma del toro de lidia, es decir, el toro de Madrid, Bilbao o Pamplona, pongo por caso– , lo cierto es que las gentes del común que van a los toros en México quieren el animal fuerte y vigoroso, de cuerpo apretado, rematado, musculado y de bravura contrastada y duradera, que “vaya a más” durante la lidia. El cuerno no es cuestión esencial, porque, en general, jamás existieron en el campo mexicano toros cornalones, y se sabe que con la braveza de su comportamiento y la brevedad de cuerpo y de encornadura, los toros mexicanos han pegado cornadas que tiembla el misterio. Comprendo que para el aficionado de acá esta tesis no se entienda, pero es así. Misterio, también.

Les puedo asegurar que durante la faena de Morante de la Puebla, los millares de gargantas que gritaban “ole” estaban identificados con la obra de arte, y salvo muy raras excepciones no echaban cuentas del tamaño de los artistas que entraron en liza sobre el palenque capitalino. En semejantes tesituras, la cuestión no es de romana, sino de romance. ¿Acaso el arte se pude mensurar?

Acabo por el principio: Morante no armó la marimorena. Justo lo contrario: alcanzó un triunfo de clamor. Tampoco los toreros que acometen la proeza de lidiar valerosa y voluntariamente seis toros o más en solitario protagonizan una “encerrona”, que es sinónimo de celada artera y traicionera. Ni los puntilleros “atronan” al toro, sino que lo atruenan. Como decía aquél, un poquito de por favor.

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