Fernando Fernández Román
“¡Éramos pocos… y parió la abuela!”, reza un simpático refrán castellano, cuya gráfica y ocurrente
sentencia muestra hasta qué punto los insólitos acontecimientos pueden
contribuir a perturbar, aún más, aquellas circunstancias de la vida cotidiana
instaladas, ya de por sí, en una compleja, difícil o enturbiada situación.
Tal es el caso de una de las plazas de toros
más bellas del mundo, una verdadera pieza maestra de la arquitectura llamada
neomudéjar: la Santamaría de Bogotá. La obra de orfebrería de su fachada, con
su virguería ladrillera, es un monumento que enaltece lo que podríamos llamar “el arte de la albañilería”, por cierto,
puesto al servicio de la fiesta de los toros. La Santamaría y Las Ventas son
hermanas gemelas. Vieron la luz en el mismo año (1931), y miraron al mundo
luciendo su ropón de recién nacida de encajes inconfundibles y compartiendo su idéntico e irrenunciable
destino: ser escenario taurino de primer orden.
Si las Ventas de Madrid pueden considerarse la
culminación de la feliz idea de un torero, Joselito el Gallo, la Santamaría de
Bogotá representa el sueño convertido en hecho fehaciente de un enamorado de la
fiesta de los toros, un gentilhombre de las Españas de ultramar que antes se
había enamorado de una galleguiña de Mondoñedo. Se llamaba Ignacio Sanz de Santamaría; un hombre
culto, ricachón y aventurero cuya afición a los toros ensancharon notablemente
dos de sus más dilectos amigos, recolectados durante sus frecuentes viajes por
Europa: el conde de Santa Coloma y el duque de Veragüa. De sus hierros
ganaderos se llevó para Colombia una muestra de lo más selecto de los
respectivos encastes, y de su compartida pasión nació la quimera de levantar en
el lugar antaño conocido como “Alto de
San Diego” una plaza de toros monumental y de trasplantar el embrión del
toro bravo español en su país. Grande hazaña la de don Ignacio, pero demasiado
costosa. En el empeño dejó su fortuna y su vida. Solo le pudo confortar el
detalle de que el marchamo de su segundo apellido, perpetúe su obra.
Han pasado más de ochenta años desde que don
Ignacio consumara su aventura. Tras múltiples avatares, la Plaza pasó a ser
propiedad del Municipio bogotano, cuya vara de mando maneja un sujeto llamado Gustavo Petro, convertido legítimamente
en Alcalde Mayor por elección democrática hace apenas diez meses. En tan corto
espacio de tiempo, el señor Petro ha
resuelto protagonizar lo que en España llamamos una “alcaldada”, definida por nuestra Real Academia como una acción
imprudente e inconsiderada, abusando de su autoridad. Este intrépido gobernante
se ha empeñado en pegarle a la fiesta de los toros una estocada hasta la mano,
al menos en lo que compete a su demarcación distrital, obstinándose contra
viento y marea (es decir, sin tomar consideración la muy arraigada y secular
tradición taurina de la ciudad y de todo el país) en prohibir los festejos
taurinos en la Santamaría. No ha llegado a hacerlo efectivo formal y
oficialmente, pero se conocen sus intenciones, bien patentes en declaraciones,
proclamas y tentativas.
El señor Petro
debe creer que la Plaza es suya, que para eso es el Alcalde Mayor. Y él tiene
sus gustos y su ideología. Y esos gustos y esa ideología deben ser trasplantados
a los bogotanos que gobierna, por supuesto, sin consultarles. Ole tus pelendengues,
Alcalde.
No contaba el hombre con la huéspeda, ni más
ni menos que la Corte Constitucional de Colombia, que es algo así como el
Tribunal Constitucional en España. Y el Alto estamento judicial colombiano ha
decretado “prohibir la prohibición”
de las corridas de toros en todo el país, esto es, llamar al orden al hombre de
la “alcaldada”, instándole a que acate los acuerdos tomados por el Tribunal de
máximo rango.
¿Qué hace ahora Petro? Pasarle la patata caliente a una entidad llamada Instituto
Distrital de las Artes de Bogotá (IDARTES), para que gestione la Santamaría y
la dedique a cualquier espectáculo, exceptuando las corridas de toros, una
argucia que –esperemos— se diluya como el agua en una cesta, porque –también se
supone— en Colombia la gestión de los recintos de propiedad pública, además de
cumplir escrupulosamente la legalidad vigente, habrán de someterse a la
licitación correspondiente de distintas empresas y su concesión gozar de todas
las garantías de transparencia. En tal caso, no faltarían empresas taurinas que
pugnarían por acceder a gestionar el coso bogotano, con independencia de
ofrecer, además de los taurinos, los espectáculos culturales, recreativos,
deportivos o de cualquier otra índole que fuere menester. Su destino principal
no empece para que un edificio de estas características deba asumir la
polivalencia.
En la constatación de este nuevo escenario de
la polémica bogotana mucho han tenido que ver los toreros, españoles y
colombianos, con su reciente visita al Presidente Juan Manuel Santos. El
primer mandatario de la nación –buen aficionado, como lo fuera su padre—
prometió ayuda inmediata a la fiesta de los toros, adoptando las medidas
pertinentes para garantizar la libre elección de los usos y costumbres de sus
compatriotas.
Ahora, habrá que esperar el desarrollo de los
acontecimientos, porque la temporada en Bogotá comienza por estas fechas, para
consolidarse en los primeros meses del próximo año. Las sentencias de la Corte
Constitucional también habrán hecho mella en los pinitos antitaurinos que se
dejaban oír por Medellín. Quietos hasta ver.
Lo cierto es que la situación de la fiesta de
los toros en la llamada Santa Fe de Bogotá ha dado un vuelco en estas dos
últimas semanas. Se está aclarando el panorama. Esperemos que el revolcón que
el toro de la legalidad le está pegando al alcalde Petro lo mande definitivamente para adentro y no vuelva a salir al
ruedo de la polémica en lo que le resta de mandato. Estos abanderados de la
neoprogresía son esclavos de su ideología y la quieren imponer por cachavas.
Justo lo contrario que merece el demo. ¿Estamos?
Aquí, en España, aún tenemos que dilucidar el
tema del cerrojazo catalán, que será tratado muy pronto en el Parlamento y
puede –esperemos—dar, también, un vuelco espectacular; pero nos preocupa que en
las tierras de más allá de la mar, con las que compartimos tantas afinidades, y
a las que amamos profundamente, brote el salpicón de estas veleidades,
atentatorias contra nuestras raíces comunes, nuestra cultura y nuestro
carácter. Éramos pocos…
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