viernes, 9 de noviembre de 2012

La alcaldada de Petro


Fernando Fernández Román

“¡Éramos pocos… y parió la abuela!”, reza un simpático refrán castellano, cuya gráfica y ocurrente sentencia muestra hasta qué punto los insólitos acontecimientos pueden contribuir a perturbar, aún más, aquellas circunstancias de la vida cotidiana instaladas, ya de por sí, en una compleja, difícil o enturbiada situación.

Tal es el caso de una de las plazas de toros más bellas del mundo, una verdadera pieza maestra de la arquitectura llamada neomudéjar: la Santamaría de Bogotá. La obra de orfebrería de su fachada, con su virguería ladrillera, es un monumento que enaltece lo que podríamos llamar “el arte de la albañilería”, por cierto, puesto al servicio de la fiesta de los toros. La Santamaría y Las Ventas son hermanas gemelas. Vieron la luz en el mismo año (1931), y miraron al mundo luciendo su ropón de recién nacida de encajes inconfundibles  y compartiendo su idéntico e irrenunciable destino: ser escenario taurino de primer orden.

Si las Ventas de Madrid pueden considerarse la culminación de la feliz idea de un torero, Joselito el Gallo, la Santamaría de Bogotá representa el sueño convertido en hecho fehaciente de un enamorado de la fiesta de los toros, un gentilhombre de las Españas de ultramar que antes se había enamorado de una galleguiña de Mondoñedo. Se llamaba Ignacio Sanz de Santamaría; un hombre culto, ricachón y aventurero cuya afición a los toros ensancharon notablemente dos de sus más dilectos amigos, recolectados durante sus frecuentes viajes por Europa: el conde de Santa Coloma y el duque de Veragüa. De sus hierros ganaderos se llevó para Colombia una muestra de lo más selecto de los respectivos encastes, y de su compartida pasión nació la quimera de levantar en el lugar antaño conocido como “Alto de San Diego” una plaza de toros monumental y de trasplantar el embrión del toro bravo español en su país. Grande hazaña la de don Ignacio, pero demasiado costosa. En el empeño dejó su fortuna y su vida. Solo le pudo confortar el detalle de que el marchamo de su segundo apellido, perpetúe su obra.

Han pasado más de ochenta años desde que don Ignacio consumara su aventura. Tras múltiples avatares, la Plaza pasó a ser propiedad del Municipio bogotano, cuya vara de mando maneja un sujeto llamado Gustavo Petro, convertido legítimamente en Alcalde Mayor por elección democrática hace apenas diez meses. En tan corto espacio de tiempo, el señor Petro ha resuelto protagonizar lo que en España llamamos una “alcaldada”, definida por nuestra Real Academia como una acción imprudente e inconsiderada, abusando de su autoridad. Este intrépido gobernante se ha empeñado en pegarle a la fiesta de los toros una estocada hasta la mano, al menos en lo que compete a su demarcación distrital, obstinándose contra viento y marea (es decir, sin tomar consideración la muy arraigada y secular tradición taurina de la ciudad y de todo el país) en prohibir los festejos taurinos en la Santamaría. No ha llegado a hacerlo efectivo formal y oficialmente, pero se conocen sus intenciones, bien patentes en declaraciones, proclamas y tentativas.

El señor Petro debe creer que la Plaza es suya, que para eso es el Alcalde Mayor. Y él tiene sus gustos y su ideología. Y esos gustos y esa ideología deben ser trasplantados a los bogotanos que gobierna, por supuesto, sin consultarles. Ole tus pelendengues, Alcalde.

No contaba el hombre con la huéspeda, ni más ni menos que la Corte Constitucional de Colombia, que es algo así como el Tribunal Constitucional en España. Y el Alto estamento judicial colombiano ha decretado “prohibir la prohibición” de las corridas de toros en todo el país, esto es, llamar al orden al hombre de la “alcaldada”, instándole a que acate los acuerdos tomados por el Tribunal de máximo rango.

¿Qué hace ahora Petro? Pasarle la patata caliente a una entidad llamada Instituto Distrital de las Artes de Bogotá (IDARTES), para que gestione la Santamaría y la dedique a cualquier espectáculo, exceptuando las corridas de toros, una argucia que –esperemos— se diluya como el agua en una cesta, porque –también se supone— en Colombia la gestión de los recintos de propiedad pública, además de cumplir escrupulosamente la legalidad vigente, habrán de someterse a la licitación correspondiente de distintas empresas y su concesión gozar de todas las garantías de transparencia. En tal caso, no faltarían empresas taurinas que pugnarían por acceder a gestionar el coso bogotano, con independencia de ofrecer, además de los taurinos, los espectáculos culturales, recreativos, deportivos o de cualquier otra índole que fuere menester. Su destino principal no empece para que un edificio de estas características deba asumir la polivalencia.

En la constatación de este nuevo escenario de la polémica bogotana mucho han tenido que ver los toreros, españoles y colombianos, con su reciente visita al Presidente Juan Manuel Santos.  El primer mandatario de la nación –buen aficionado, como lo fuera su padre— prometió ayuda inmediata a la fiesta de los toros, adoptando las medidas pertinentes para garantizar la libre elección de los usos y costumbres de sus compatriotas.

Ahora, habrá que esperar el desarrollo de los acontecimientos, porque la temporada en Bogotá comienza por estas fechas, para consolidarse en los primeros meses del próximo año. Las sentencias de la Corte Constitucional también habrán hecho mella en los pinitos antitaurinos que se dejaban oír por Medellín. Quietos hasta ver.

Lo cierto es que la situación de la fiesta de los toros en la llamada Santa Fe de Bogotá ha dado un vuelco en estas dos últimas semanas. Se está aclarando el panorama. Esperemos que el revolcón que el toro de la legalidad le está pegando al alcalde Petro lo mande definitivamente para adentro y no vuelva a salir al ruedo de la polémica en lo que le resta de mandato. Estos abanderados de la neoprogresía son esclavos de su ideología y la quieren imponer por cachavas. Justo lo contrario que merece el demo. ¿Estamos?

Aquí, en España, aún tenemos que dilucidar el tema del cerrojazo catalán, que será tratado muy pronto en el Parlamento y puede –esperemos—dar, también, un vuelco espectacular; pero nos preocupa que en las tierras de más allá de la mar, con las que compartimos tantas afinidades, y a las que amamos profundamente, brote el salpicón de estas veleidades, atentatorias contra nuestras raíces comunes, nuestra cultura y nuestro carácter. Éramos pocos…

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